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Elecciones en Estados Unidos: Trump y el deporte hipermasculino
De niño, en el campo de golf de Latrobe, en Pensylvania, donde su padre era jardinero, Arnold Palmer y “Pap” cazaban faisanes, conejos y ardillas. Los limpiaban en el arroyo y los sumergían en agua salada toda la noche. De día, las damas jugadoras le pagaban al niño cinco centavos de dólar para admirar cómo pegaba el drive desde una zanja. Arnold abandonó la escuela triste por la muerte de su mejor amigo. Pero nunca dejó de jugar al golf.
Ganó 62 títulos en el PGA Tour y siete majors. Acumuló más de 600 millones de dólares. Compró el campo de golf de la infancia. Jugó con presidentes y reyes. Pero, mucho más que triunfos, fama y dinero, Palmer, carismático y también humilde, “adorado aún por los que odiaban al golf”, representó como pocos el espíritu deportivo de una época. En el aeropuerto de Latrobe, que lleva su nombre, Donald Trump homenajeó el sábado pasado al golfista. Los seguidores estallaron cuando el candidato destacó el tamaño del pene de Palmer.
“Arnold Palmer era un hombre de verdad. Fuerte y duro. Cuando se duchaba con otros jugadores, los demás salían de allí y decían «Dios mío, esto es increíble»”, dijo el hombre que el martes próximo puede ser elegido otra vez presidente de Estados Unidos. Para muchos, una tontera entre tantas (en ese mismo discurso calificó como “vicepresidenta de mierda” a Kamala Harris, su rival). Para otros, una declaración calculada. Hipermasculinidad. Más aún en la campaña que, según dicen las encuestas, tendrá la mayor “brecha de género” (hasta dieciocho puntos) en la historia reciente de Estados Unidos.
El domingo, en el Madison Square Garden, el mitin en el que uno de los oradores describió a Puerto Rico como una “isla flotante de basura”, el ex luchador Hulk Hogan se arrancó una camisa, al igual que en Milwaukee, donde Trump saltó al escenario bajo la música de James Brown: “It’s a man’s man’s man’s world” (”es un mundo de hombres”). En el podcast de Undertaker, otro ex luchador, Trump reiteró que, si él es gobierno, “no habrá más hombres compitiendo con las mujeres”. Se refería al debate sobre las atletas trans, que bastardeó al segundo siguiente, repitiendo la mentira de que Imane Khelif, la boxeadora argelina que ganó oro en los últimos Juegos Olímpicos de París, “es un hombre”. Fue bien claro Gavin McInnes, fundador de Proud Bous (grupo que atacó al Capitolio el 6 de enero de 2021) en un documental reciente de la BBC: “Queremos que Estados Unidos vuelva a odiar”.
Otro “deporte macho” es el violento fútbol americano de la NFL, habitual santuario republicano. Juega Harrison Butker, pateador estelar de Kansas City Chiefs. Tricampeón del Super Bowl, 28 años, 6,4 millones de dólares anuales y orador contra las “peligrosas ideologías de género”, el “pecado mortal” del mes del orgullo, el aborto, las políticas antipandemia, “los medios de comunicación degenerados”, la “tiranía de la diversidad, equidad e inclusión”, el “colapso de la hombría estadounidense” y en favor de la mujer ama de casa como su esposa Isabelle, “la primera en decir que su vida realmente comenzó cuando empezó a vivir su vocación de esposa y madre”.
Laura Ingraham, la periodista de Fox News que en su momento le dijo a LeBron James que los deportistas no debían hablar de política, saluda ahora a Butker. “Privilegio de ser blanco y de derecha”, Butker recibió también el respaldo del patrón de Kansas City Chiefs, Clark Hunt, nieto de un magnate petrolero que fue supremacista blanco. Es la misma patronal que en 2016 despidió en cambio a Colin Kaepernick, el quarterback negro que se arrodillaba en señal de protesta. Un “hijo de puta”, le dijo entonces Trump.
La narrativa de los “valores morales” exime al líder, aclamado cuando insulta, victimizado cuando la justicia lo condena y, según parece, con buenas chances de ser reelegido presidente. “Es un individuo patético. Muchos lo votarán aún sabiendo que es un idiota”, afirmó el sábado Gregg Popovich, entrenador mítico de San Antonio Spurs, ex DT de Manu Ginóbili, voz pública valiente frente a otras que, en nombre de la “neutralidad”, eligen callar en cambio ante tanto discurso de odio.
Tom Ridge, ex funcionario republicano, contó que en 2016, cuando Trump irrumpía como candidato, su amigo Arnold Palmer, que murió ese mismo año, estaba preocupado porque “el insulto y el menosprecio” se habían adueñado de la campaña electoral. Palmer, también él republicano, jamás fue jactancioso y no era un santo. Tom Callahan contó en un hermoso perfil en Golf Digest que Bob Rosburg, su compañero de pieza durante un torneo, se cansó un día de los amoríos de Palmer y, a la enésima llamada de un marido furioso, solo se preocupó en aclararle que, si iba a disparar, él dormía en la cama de la ventana, y Palmer, en la que daba contra la pared.
Otra vez, su gran amigo Jack Nicklaus bromeaba diciendo que su esposa lo obligaría a viajar a Canadá hasta que ganara el Abierto de ese país. “Hasta que lo hagas bien”, le decía ella. “¿Estás seguro de que está hablando de golf?”, lo cargó Palmer. A su primer Masters, en 1954, Arnold llegó “en un Ford polvoriento y destartalado, empujado por un remolque”. Salió décimo y cobró 696 dólares. “El Rey de la eternidad” llegó a la cumbre. Sin alardes y sin odios. Como entendió que debía ser el deporte.
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