El Jugador del Pueblo y la República Popular

Carlos Tevez gambetea en el césped pero no consigue sacarse de encima a la fama. Se harta del asedio, teme por la seguridad de su familia en la Argentina y ya no disimula: organiza su fiesta de casamiento en el Uruguay, se enoja por el robo a su propiedad y saca de urgencia a los suyos rumbo a México, planea una luna de miel en un horizonte de dunas en Dubai y, finalmente, no anuncia lo que hasta el más ciego hincha de Boca interiormente sabe: que no volverá a la Bombonera en un futuro inmediato. Quizás nunca lo haga.

Si, en general, el jugador es el último en enterarse, Carlos Tevez en particular parece ser el último en decir lo que ocurre. Un episodio similar tuvo lugar en 2003, cuando fue convocado para la selección argentina Sub-20 que iba al Mundial de Emiratos Árabes; Carlitos no quería ir, porque prefería irse a jugar la Intercontinental con Boca, contra el Milan, pero no lo blanqueaba… En esa ocasión finalmente lo celebraron los fanáticos boquenses, los que ahora se sienten decepcionados,

Como a las palabras se las lleva el viento, voceros oficiosos propalaban el miércoles por la tarde una versión antojadiza: ni Tevez ni Boca iban a oficializar nada hasta que no llegaran desde Shanghai los papeles que garantizaran el volumen de lo ofertado. Horas más tarde, los chinos enterraron semejante impostura. Publicaron las fotos que certificaban que el acuerdo estaba cerrado, acordado y firmado. Las sonrisas no sugieren ni coerción ni extorsión.

El Jugador del Pueblo se marcha a China, a la República Popular. Por una convicción personal que involucra, especialmente, una fabulosa comisión. Eso no es criticable. Según los números que circulan, cualquier sueño reparador de ocho horas en Shanghai le representa más de 30 mil dólares en su jubilosa cuenta corriente.

Pero, mientras se va, gambetea una auténtica responsabilidad moral: no mentirle a la gente que lo sigue, que lo admira, que lo idolatra, que instalaron la base del imperio que Carlitos construyó a lo largo de la última década. Volvió a ellos para empaparse de ese fervor, luciendo los frescos pergaminos labrados en la Juve, y sus hinchas le bancaron un año errático y de sinsabores, que las alegrías del cierre de temporada (la victoria en el Superclásico, el golazo al ángulo de Batalla) no alcanzaron a desdibujar.

Por eso no debió haberlos defraudado de este modo. Subestimándolos.

Lo despidieron con aplausos en la Bombonera, pero Carlitos calló. Fueron a palmearle la espalda al registro civil de San Isidro, pero tampoco admitió nada. Presumiblemente haría pública su salida al regreso de su luna de miel, de manera que pudiera verse que tomar la decisión definitiva fue el producto de un proceso de incontables horas de dilema personal. Le escupieron el asado.

Ocultó o mintió: quedará sujeto a debate. Los chinos, los de los palitos verdes que tornan inviable cualquier negativa, torpedearon su puesta en escena. Acaso fue el primer anuncio de cómo se las gastan en la República Popular: hasta el Jugador del Pueblo está obligado a dar cuentas. No solo las que reclaman los contratos. Y aunque sea el futbolista mejor remunerado del planeta.

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