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El fútbol no debe ser redentor
En Calviá es un ciudadano más. En Calviá, un municipio ubicado a unos minutos de Palma, la capital de Mallorca, lo conocen hace tantos años que forma parte del paisaje. Lionel Scaloni es uno más. Una vida allá, donde residen su esposa española, Elisa, y sus hijos, Ian y Noah, que comparten la edad con los hijos de algunos de sus dirigidos en la selección. Como en Calviá, a Scaloni le gustaría ser uno más en la Argentina. Es genuina su voluntad por despojarse de apariencias y veleidades. Disfruta de ser un tipo cualquiera, anónimo quemando kilómetros arriba de la bicicleta, su hobbie favorito. Se aloja en una habitación del predio de Ezeiza cuando está en el país, siente que es lo natural.
Scaloni no debió ser el entrenador de la selección. La Argentina merecía un entrenador con experiencia, no el resultado de una prueba de laboratorio de la administración Tapia. Nadie comienza su carrera por un cargo gerencial porque hay instancias anteriores para aprender de los errores. Scaloni se ha equivocado muchas veces, y acertó tantas otras. Lógica mecánica que lo acompaña en pleno Mundial de Qatar, con constantes correcciones, porque su formación todavía no se asentó. Pero no es el foco de estas líneas. La coherencia de Scaloni late en su conducta, ajenas al vaivén de los resultados. Desentendiéndose de las victorias. Fue el técnico que rompió el hechizo. El técnico que cortó 28 años sin títulos en la selección, no se corrió ni un milímetro de su perfil cuando tantos otros hubiesen desfilado bajo todos los focos mediáticos.
Quedaban pocas semanas para que la Argentina jugara la Copa América de 2021 cuando conversó con LA NACION. Entonces por Zoom, ya que las medidas restrictivas por la pandemia impedían el encuentro directo. Y escuchó:
-¿Aprendiste, también, cuánto pesa este cargo?
-Con el tiempo también vas asimilando qué significa ser el entrenador de la selección argentina. No soy de hacerme eco de los comentarios, ni buenos ni malos, pero claro que me entero: siempre hay alguien que te cuenta. Pero no me afecta porque soy sólo entrenador de fútbol, no me creo otra cosa. Y ahí está la clave de todo. Cuando asumí, alguien me dijo: “Vas a ser una de las personas más importantes de la Argentina”. Y… tuve ganas de responderle cualquier cosa a esa persona, pero me lo guardé, e hice mal. Me pareció algo irreal. Yo soy entrenador, los jugadores son jugadores, y no somos más que eso. Aprendí que lo único que tengo que hacer es dirigir, aunque esté al frente de una selección importante. Y los jugadores, jugar. Nada más. ¿Este puesto es grande? Sí, claro, pero al final la cuestión es no cargarse de más cosas de las que realmente corresponden. Para mí es importante no ir más allá.
Cree en eso, sin atenuar su pasión. Porque es volcánico, sanguíneo. Lo era aquel volante batallador y también este entrenador eléctrico al borde del campo que convive con sus desbordes. Si anteayer perdía la selección frente a México, hubiese sido el mascarón de proa de una inmensa desilusión popular. El entrenador en el peor paso histórico de la selección por los mundiales. Y no se trata de otro de los tantos análisis tremendistas, sino de la rigurosidad de los datos. Pero no sucedió. La tensión del entrenador fue la de su equipo, maniatado por el pánico durante más de una hora. Liberado del susto, volvió sobre su discurso.
“Habría que tener un poco más de sentido común y pensar que es solo un partido de fútbol. La sensación es que te estás jugando algo más y no lo comparto. Eso mismo sienten los jugadores. Tenemos que corregirlo. De lo contrario, cada vez que juegues por seguir adelante con la selección va a ser siempre así. Es difícil hacerle entender a la gente que mañana sale el sol, ganes o pierdas”, detalla. Casi un pedido de auxilio. Scaloni y una pretensión contracultural: desactivar el azote popular, quitarle la herramienta de adoctrinamiento a algunas mesas de poder.
¿Contradictorio con su ‘dramática’ escena después del segundo gol de la selección, el de Enzo Fernández, cuando las lágrimas invadieron su mirada? No. El hombre agobiado rogaba por una tregua. Un grito silencioso de piedad. Una cruzada quijotesca en un país desproporcionado. Perder en la Argentina es castigado con el destrato, casi, con el exilio. Y los medios no podemos hacernos los distraídos, claro. Porque el fútbol debe ser redentor. El caramelo narcótico que maquilla penurias y distrae urgencias.
Un día entre tantos, de hace ya muchos años, José Pekerman conversaba con LA NACION. “Al fútbol argentino es imposible desligarlo del momento que vive el país. Cuando hay necesidades, depresión, violencia, desencanto con el día a día, intolerancia, y cuando para un gran sector sólo se trata de sobrevivir, el fútbol ha dejado de ser únicamente un juego. Estando todo tan mal, muchas veces la gente conserva la única satisfacción de, al menos, poder decirle al otro “yo estoy mejor que vos porque mi equipo te ganó”. Desalentadoramente actual, pero la descripción de Pekerman ocurrió en mayo de 2001.
El país que le duele a Scaloni, aunque él sea un ciudadano cualquiera en Calviá.
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