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El fútbol es un mundo único, y cada vez más desigual
“Es malditamente ridículo. No siento nada. Nada. Realmente nada”. George Cohen, lateral derecho de Fulham, acababa de ganar el Mundial 66. Primer título en la historia de la selección inglesa. El único. Pero Cohen le decía a sus compañeros en el vestuario que, ya conquistado el objetivo, él estaba vacío. Leo Messi logró el sábado su título número 38, pero primero con la selección mayor de la Argentina. Fue pura plenitud. Más líder que nunca, en el juego y en el mando. Y con el planeta fútbol unido para celebrar su corazón de jugador eterno. La madurez de sus 34 años promete más. ¿Pero, más allá de las euforias (justificadas después de tanta espera), nos hubiese cambiado algo de Messi si Brasil ganaba por un penal o un rebote fortuito? En el deporte de alto rendimiento mandan los resultados. Y en muchos conceptos, sabemos, manda el resultadismo. En esa jungla, ganar y perder no parecen exactamente “dos impostores”. El triunfo del sábado pasado, especialmente para Messi, fue mucho más que un título.
En el Mundial 66 que dejó vacío a Cohen, los árbitros entraban a los vestuarios exigiendo carné (el húngaro Istvan Zsolt casi veta a siete jugadores ingleses contra Uruguay). Un abono para los diez partidos en Wembley costaba 25 libras. Y la BBC rechazaba el pedido de entrevista del primer ministro Harold Wilson en el entretiempo de la final. Los partidos ya sufrían resultados sospechosos (Inglaterra-Alemania) y batallas que excedían al deporte (Argentina-Inglaterra). Medio siglo después, en la Eurocopa 2021, Inglaterra se clasificó finalista gracias a un penal inventado y, en plena ejecución, el arquero danés fue molestado con un láser. La UEFA abrió un expediente. Por el láser, no por el penal. Antes de la final, La Gazzetta dello Sport advirtió que la UEFA ayudaría al anfitrión para agradecerle a Boris Johnson su apoyo ante la Superliga rebelde. Eufórico durante la Eurocopa, el primer ministro colocó banderas nacionales en la residencia oficial y fue a Wembley con la camiseta puesta. “Populista”. Pero de Primer Mundo.
La Eurocopa confirmó que las diferencias se agravan porque hay más dinero, mejor césped, mejor planificación y mejor calidad técnica. Pero Wembley sufrió el domingo un control pobrísimo de Covid (“podías mostrar cualquier cosa en tu teléfono”), golpiza a italianos, destrozos en los alrededores, ingresos y escaleras bloqueadas, himno rival silbado, medallas arrancadas y peleas por los asientos tras una colada masiva de fanáticos. Siguieron los abusos en redes y pintadas callejeras contra los tres jóvenes jugadores negros que fallaron sus penales. ¿Invalida esto no solo el enorme trabajo y progreso deportivo, sino también el mensaje social que lideró la selección de Gareth Southgate en la Inglaterra del Brexit? El DT publicó tres días antes de la Eurocopa la carta “Querida Inglaterra” en la que resaltó “el deber” de sus jugadores de “crear conciencia y educar” en favor de “la igualdad, la inclusión y la injusticia racial“.
En esos mismos días, funcionarios del gobierno se negaron a criticar a los hinchas que silbaban a la selección por arrodillarse. Decían que Black Lives Matter era una amenaza marxista. Oportunos, en plena Eurocopa, se fotografiaron rápido con camisetas a las que ni siquiera le sacaron la etiqueta de recién compradas. Además de triunfos, Southgate buscó identidad y pertenencia. “Quiénes somos”. La Federación contrató a Owen Eastwood, un entrenador de rendimiento de origen maorí y que también trabaja con el Comité Olímpico Británico y con el Ballet Real del Reino Unido. Menos “tradiciones” y sí a otros valores más conectados con un plantel joven y diverso (13 de sus 26 futbolistas podrían haber jugado para otra selección y muchos están siendo formados en sus clubes por entrenadores de Alemania, España y Argentina). Unidad.
Un equipo puede ser también una idea y un mensaje. La Italia de Giorgio Chiellini, finalmente campeona el domingo en Wembley, fue pura confianza. Colectiva para “gritar” más que cantar el himno y para defenderse luego con y sin la pelota (el rival que más la incomodó fue España, que ni siquiera tiene himno cantado, pero sí mucho juego). Cada selección se construye a su modo. Es el famoso “proyecto”.
En la Copa América, Brasil cedió favoritismo, en medio del enojo contra un gobierno en crisis, que se aferró al torneo bajo fuerte desaprobación popular. Lo aprovechó la Argentina. Lionel Scaloni armó un bloque sólido y disciplinado, conmovedoramente unido para coronar a Messi campeón. Leo jugó su duelo personal ante un Neymar inmenso, frenado a patadas en una final que puso a prueba el carácter, pero de juego pobre. Imposible no admirar la imagen última de ambos cracks, sentados en el vestuario de un Maracaná que, lejos de toda humillación, como me dijo un colega brasileño desde el estadio, acaso sintió orgullo por ser casa de la celebración de Messi (ellos disfrutan más el fútbol, nosotros a veces lo padecemos demasiado). Este fin de semana, derrotados los poderosos anfitriones, el fútbol confirmó que puede ganarle a la lógica y al negocio. Pero en 2022 Sudamérica afrontará otro Mundial. Y Europa nos está quedando cada vez más lejos.
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