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El Ferro de los años ochentas, un orgullo nacional
Los hinchas de Ferro vivimos en estado de nostalgia permanente. Revisitamos una y otra veces los años ochentas, nuestra edad de oro. A falta de éxitos en el presente (desde hace 21 años estamos en la B en fútbol, por ejemplo), nos regodeamos en lo que alguna vez fuimos: cuna del deporte nacional.
El Gráfico, la Biblia deportiva de nuestro tiempo, publicó una nota con un título elocuente: “Ferro, primero en todo”. En la producción fotográfica realizada en la sede social sobre la calle Federico García Lorca, en el corazón de Buenos Aires, posaron los próceres deportivos de la época: de Hugo Conte (voleibol) a Oscar Garré (fútbol), pasando por Miguel Cortijo (básquetbol) y hasta Modesto “Tito” Vázquez, entrenador del equipo de tenis que más tarde sería capitán de Copa Davis. También estaba Eduardo Ross, el Maradona de la pelota paleta en el país y considerado el mejor jugador de esa disciplina en toda la historia.
A la foto faltaron los hacedores, las mentes brillantes detrás de aquellos equipos que ganaban lo que jugaban, en el deporte que fuera. Daba igual: el verde era el color del triunfo. León Najnudel en básquetbol (suya fue la idea de la Liga Nacional) y el eterno Carlos Timoteo Griguol en fútbol (campeón en 1982 y 1984) contribuyeron con sus neuronas a construir aquel presente de gloria. En los escritorios, un dirigente también aportó lo suyo: Santiago Leyden, el José Amalfitani en versión verdolaga.
Ese Ferro de los ‘80 “no tenía deudas”, como escribió El Gráfico, y se financiaba con el dinero de sus socios. “Un relojito”, calificaban los futbolistas al club, que pagaba en tiempo y forma, sin retrasos. Ser de Ferro en aquellos años era codearse con los grandes: ganarles a River o a Boca, o ser subcampeón de la Copa William Jones de básquetbol, una especie de Mundial de clubes de ese deporte. Fue en 1986, el año en el que el Mago Garré fue campeón en México con Diego Armando Maradona y Carlos Salvador Bilardo. Los hombres del básquetbol cayeron en la final por el título ante el Zalgiris Kaunas lituano de un tal Arvydas Savonis, un gigante en altura y como deportista.
Ese Ferro se ufanaba del estadio Héctor Etchart, una joya arquitectónica para la época y uno de los primeros coliseos deportivos cubiertos con un diseño de vanguardia. Allí se hizo grande el básquetbol y en sus vestuarios también se cambió un jugador que haría historia en el seleccionado de la pelota naranja: Luis Scola. Ese Ferro trascendía: jugaba la Copa Libertadores de América y se daba el gusto de eliminar a gigantes como Vasco da Gama y Fluminense. En la edición de 1985 no llegó más lejos porque se topó con Argentinos Juniors, que lo eliminó de la etapa final en un partido desempate (3-1). El Bicho de La Paternal se quedaría con el título continental, pero nada ni nadie les (nos) borraría la sonrisa a los hinchas de Ferro por aquel campañón.
La historia se repetía en todos los deportes. El estadio Ricardo Etcheverri era noticia por el verde de su césped y porque cada domingo se acercaban a ver al equipo jugar en Primera socios del club que eran hinchas de otros equipos. Nadie quería jugar con Ferro, porque Ferro le podía ganar a cualquiera.
El estadio fue casa de los Pumas durante muchísimos años, y sus tribunas de madera fueron testigos mudos de las primeras hazañas de los hombres de la ovalada. Y también se organizaron míticos recitales, como el de Charly García en 1982. Tiempos de Malvinas y de guerra con Gran Bretaña. “No bombardeen Caballito”, ironizó sobre el final de su concierto, cambiando en el momento la letra de su inolvidable “No bombardeen Buenos Aires”. Fue el primer show de un rockero argentino en un estadio de fútbol. Y ante 25 mil personas.
“Ferro es un club social con fútbol”, me dijo hace un par de años el presidente del club, Daniel Pandolfi. Pasaron cuatro décadas desde la edad de oro. En el medio, una quiebra, una refundación (gracias a los socios, los de siempre) y un color, el verde, que sigue vivo. Verde, como la esperanza de volver a ser.
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