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El increíble vuelo junto a Maradona: el joven que regresó con los campeones de México 86
Juan Pablo Reynal revive una experiencia propia de un cuento de hadas. Cómo terminó en ese vuelo y la llegada del plantel desde el Azteca
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“Te vas a sentar ahí y pase lo que pase no te movés”.
Juan Pablo Reynal tenía 17 años. No imaginaba nada de lo que estaba por pasar. Ya había vivido una experiencia fantástica: ver todos los partidos del seleccionado argentino en el Mundial de México 1986. Y estaba, solo, dentro de un avión de Aerolíneas Argentinas en el aeropuerto del DF. Era cerca de la medianoche. Sólo sabía que tendría un regalo que era propio de un cuento de hadas: regresaría después de 40 días a Buenos Aires en el chárter que traería a los campeones del mundo. Sí, el equipo que lideraba Diego Armando Maradona y cuya consagración había visto horas antes en el Azteca. Pero todavía faltaba lo mejor.
Juan Pablo era alumno pupilo en el Middlesex School de la capital de Massachusetts cuando recibió un llamado que no le causó ninguna sorpresa. Unos meses antes, su padre William, o Billy, como era conocido por todo el mundo, le había comentado la posibilidad de ir juntos a ver el Mundial de fútbol. La idea le había parecido maravillosa, pero su padre solía proponer paseos que una y otra vez sus ocupaciones le obligaban a cancelar. Aquella vez no sería la excepción.
Billy Reynal fundó Austral Líneas Aéreas y bajo su presidencia la compañía creció hasta llegar a competir exitosamente con Aerolíneas en el mercado de cabotaje y ser la punta de lanza de un holding empresarial (en su día, el tercero más grande del país) con más de 9000 empleados dedicado al negocio del turismo y la hotelería. Llamó a su hijo a Boston y, una vez más, le comunicó que no podría acompañarlo durante el periplo mundialista mexicano próximo a comenzar. “Me dice que él no iba a ir, pero que me enviaría dos plateas para todos los partidos que jugase la selección argentina. La única condición era que buscara un amigo mexicano para quedarme en su casa”, cuenta Juan Pablo a LA NACION 38 años después.
Argentina llegó a la final, que sería el domingo 29 de junio. Entonces, unos días antes lo llama al padre y le dice: “Mirá, esto ya se termina, estuve un mes acá y me quiero volver a casa. ¿Cómo hago con el pasaje?”. El padre lo manda a ver a Carlos Mongiardino, el gerente general de Aerolíneas en México, a quien conocía estrechamente. Lo va a ver y le dice: “Los vuelos están llenísimos. Estamos preparando un chárter para llevar de vuelta a la selección. Así que, si no te molesta, termina el partido, te vas directo al aeropuerto y te volvés con el equipo. Yo voy a estar esperándote allá”.
La noche de la consagración todo salió acorde con lo pactado. Juan Pablo Reynal cumplió religiosamente las indicaciones de Mongiardino y el directivo de Aerolíneas estaba esperándolo para entregarle la tarjeta de embarque y darle la instrucción precisa de permanecer sentado en la ubicación impresa en el billete: 8 B.
“Pasó más de media hora hasta que vi llegar el micro de la selección. Empiezan a subir los dirigentes, con Julio Grondona a la cabeza, se acomodan en las filas delanteras y después comienzan a pasar los jugadores por el pasillo. Hasta que lo veo a Diego Maradona, llega a la fila 8 y se sienta al lado mío, en el 8 C. Lalo, su hermano, tenía el 8A, junto a la ventanilla. ¡Carlos me había reservado ese lugar a propósito! De hecho, después me di cuenta de que era el que le correspondía al padre de Diego”.
–¿Y Diego no dijo nada?
–Sí, obvio. Enseguida empezó a preguntarle a todo el mundo dónde estaba su papá. Yo en ese momento pensé que lo habían ubicado en otro vuelo, pero no, estaba al final del avión, y extrañamente Diego no pidió el cambio ni protestó más.
El vuelo y el pedido especial
Y así viajaron. Era medianoche en México cuando el comandante Ernesto San Juan anunció que el avión de Aerolíneas trasladando a la delegación de los campeones del mundo estaba listo para despegar. Había sido un día muy largo, de emociones desbordadas, y en el interior de la nave reinaba cierta calma. Dirigentes, jugadores, todo el cuerpo técnico y colaboradores componían el pasaje. También un puñado muy pequeño de periodistas, entre ellos José María Muñoz y Enrique Macaya Márquez, ubicados en la fila 9. Casi no había familiares ni allegados. Sólo ellos, saboreando la miel de la consagración. Hasta que media hora después del despegue…
“Si me faltaba algo, pasó una cosa increíble. Una vez que apagaron las luces de los cinturones, veo que viene caminando Grondona por el pasillo. Traía la copa del mundo para dársela a Diego. Se la deja, él la tiene no más de cinco minutos, me mira y me dice: “¿Pibe, la querés?”, y me la pasa. No sé, estaría cansado de llevarla. Yo no podía entender lo que me estaba pasando: sentado al lado de Maradona, con los 8 kilos de oro macizo de la Copa del Mundo en la mano sin que nadie me la pidiera, la misma noche de ganar la final. La tuve un rato bien largo hasta que la devolví antes de dormimos”, recordó Reynal.
–Pero entonces, ¿no hubo fiesta en el avión?
–Sí, sí, a la mañana. Nos despertaron con una torta que decía “campeones del mundo”. Entonces empezaron los cantitos de cancha, alguien estaba con una guitarra y eso no paró hasta que aterrizamos. Todos saltando sobre los asientos, cantando y bailando. Incluso, yo pude volver a agarrar la copa. Fue en medio del festejo que me di cuenta de que nadie en la vida me iba a creer lo que estaba viviendo. No tenía cámara de fotos, no existían los celulares, nada.
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