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Eduardo Sacheri: Maradona, la idolatría, el 38-38, el VAR y las novelas que llegan a ser películas
Sus frondosas cejas y su intensa mirada lo delatan en el medio de un bar, camuflado entre un barbijo que cubre más de la mitad de su rostro y una boina de color beige. Eduardo Sacheri transita la vida sin hacerse cargo de su fama, con la que de pronto debió aprender a convivir. En un año de estrés, angustias y tensiones, el hombre contagia calma, serenidad y sabiduría. Nunca alza la voz. Disfruta del ida y vuelta y escucha con atención cada pregunta. Y aunque en la mayoría de las veces las respuestas fluyen rápidas, por momentos se toma un tiempo antes de hablar, desvía la vista hacia el horizonte y con sus manos descuelga del aire las palabras justas.
Futbolero declarado, se encuentra con LA NACION en un café de Castelar, su lugar en el mundo, durante exactos 90 minutos. Que se dividen en dos tiempos bien diferentes. En el primero infla el pecho y sale a la cancha como "un número 5 de despliegue" para tomarle examen al VAR, sorprenderse con la AFA, disfrutar de Lionel Messi y, pelota al pie, evocar a Diego Maradona. En el segundo, en cambio, comparte su experiencia como padre, escritor, profesor de historia y su rol más reciente: conductor de un ciclo de entrevistas por televisión. Y también analiza este 2020 de pandemia y la fragilidad humana.
Primer tiempo
–¿Cómo te enteraste de la muerte de Maradona y qué te generó?
–Estaba grabando una entrevista con Pablo Aimar para el programa Contar la vida. Los productores no quisieron interrumpirnos. Y cuando terminamos nos dijeron: "Tenemos que contarles algo. Se murió Maradona". Y fue una sorpresa enorme. El dichoso baldazo de agua fría. Me generó una gran tristeza.
–¿Te sorprendió que tantos medios buscaran tu opinión?
–Sin dudas. Ahí es donde me di cuenta de lo que significaba la multiplicación de mensajes que involucraban cada acto de Diego, cada palabra, cada decisión, cada movimiento suyo. Porque su muerte hizo lo mismo. Generó una catarata de requisitorias a un montón de gente, incluyéndome. Más allá de la muerte de Diego, creo que todo hecho importante requiere un tiempo para entenderlo y para ponerle palabras. Y me parece que es necesario que las personas nos tomemos un tiempo antes de opinar, antes de decir, antes de sostener una idea o un pensamiento. Y por eso preferí no hablar. Por respeto a Maradona, y a su muerte. Y hacer un poco de silencio alrededor de alguien que estuvo siempre rodeado por un enorme batifondo, de elogios y de críticas, y de alabanzas desmedidas y de denostaciones absurdas. Me parece que un buen obsequio de parte de los que quedamos vivos es dejarlo un poco en paz. Esa era mi idea cuando estaba vivo, y pienso lo mismo ahora que está muerto.
–¿Cómo viviste todo el proceso desde la internación?
–Con la tristeza que me genera que alguien con quien me siento en deuda la pase mal. Mi relación con Maradona no es de idolatría. Espero no tener idolatría con nadie porque me parece que es muy empobrecedora. Pero yo siempre me sentí en deuda. Siento que el tipo hizo grandes cosas que me hicieron muy feliz. Cuando me asomo a la situación de Maradona siento compasión. Qué difícil debe de haber sido habitar esos zapatos en cada día de la vida. Sobre todo cuando algunos momentos de la vida han estado lindando con el mito de la felicidad de un pueblo. Es muy difícil que la vida siga transcurriendo. ¿Cómo seguís? Yo creo que el éxito siempre es un mito momentáneo. Cualquier éxito. Todos nos hemos sentido alguna vez en la cima de algo. De una relación de pareja. De una paternidad. De un éxito de laburo. Y siempre es difícil bajar de la cima. Pero nuestra cima es acá, a la vuelta. Bajar de esas cimas de veneración, de éxito, de perfección, debe de ser muy difícil. Y siempre es triste. Lo que yo siempre le deseé a Diego fue que tuviera felicidades íntimas. A sabiendas de que a lo mejor a ese tipo de personajes no les bastaban felicidades íntimas porque se habían habituado a las felicidades masivas, mediáticas, globales.
–¿Cómo se les explica a las generaciones que no lo vieron jugar todo lo que le provoca Maradona en aquéllos que sí lo disfrutaron como futbolista? ¿Es difícil separar al artista de la persona?
–A mí no me resulta difícil. Pero no me pasa sólo con Maradona, sino también con libros que leo. Antes te hablaba de la idolatría: yo no creo que sea bueno ser fanático de alguien. Porque nadie merece fanatismo. Salvo Dios, si creés en Dios. Ningún ser humano merece fanatismo, porque todo ser humano tiene cosas bellas y cosas detestables. Lo que pasa es que como en el mundo hay tantas cosas detestables, soy más de la idea de agradecer las cosas buenas. Valorarlas. Pero estoy en contra de idolatrar. Yo no necesitaba que Maradona me explicara de política, de paternidad, de sexualidad, de consumo de sustancias. Yo a Maradona no lo conocí, pero si hubiera tenido la oportunidad de conocerlo, me habría encantado hablar con él de fútbol. Pero no para que me contara el gol a los ingleses, sino para que me dijera cómo veía al 4 que subía por su banda.
–En el caso de Diego, tal vez jugó en contra que todo lo bueno y lo malo que hizo en su vida fue televisado casi en vivo.
–Pero depende de qué decidimos consumir nosotros. Yo no necesito ver la foto de Diego saliendo estropeado de ese departamento de Caballito. Pero como no me interesa el fanatismo tampoco voy a decirte "no me cuentes nada malo de él". Yo no necesitaba ponerle un micrófono para que hablara de los temas del mundo. Me parece que fue uno de los jugadores de fútbol más excelsos que existieron y para la tumultuosa Argentina de los años ochentas, que tenía un montón de asignaturas pendientes, el fútbol logró, simbólicamente, cicatrizar determinadas heridas. Y a mí eso me hizo bien. Listo. "Me van a tener que disculpar", el texto ese que yo escribí, es eso: "Che, flaco: gracias". Fin. Entonces, como te debo eso, cuando me preguntan de sus otras cosas me callo la boca. A veces yo me doy cuenta de que los que idolatran a Diego suponen que yo lo idolatro. Y no es así. Y a veces los que lo detestan me caen por algo que leen. Y yo no estoy defendiéndolo como analista político. Nada que ver... ¡No sabés cómo gambeteaba! ¡No sabés lo que hizo con la selección argentina! Y yo lo vi. Al gol a los ingleses lo vi en vivo. Yo lo vi jugar. Vos lo viste en repeticiones. Yo viví esos 10 segundos. Lo vi cuando le dieron la pelota en el mediocampo, esquivó a medio equipo inglés, la llevó hasta el otro arco e hizo el gol. ¡Guau!
–¿Por qué nos hacen elegir entre Maradona y Messi?
–Es que yo creo que no hay que dejarse extorsionar por esas preguntas. Cuando te conminan a simplificar, hay que resistirse a eso. La vida es compleja y está llena de matices. Entonces, si te obligan a dicotomías, aclará que te quedás afuera. Decí "no puedo", "no sé". Creo que es importante defender la ignorancia. Y en general te declaman disyunciones: es esto o esto otro. "¿Quién fue más grande: Maradona o Messi?". "No sé. La verdad, ni idea". Tema terminado. Por suerte Messi todavía juega. Ojalá lleguemos a Qatar y ojalá nos vaya bien. Por mí, por él, por todos. Pero me parece que tiene que ver a su manera con la fragilidad. ¿Es una imagen más frágil la de una persona que duda?. Y, capaz que sí. La certeza suena a mayor fortaleza. Suena. Yo creo que es importante reconciliarse con la complejidad. Y a su manera también está relacionado con el esfuerzo. Es mucho más difícil pregonar la duda que la certeza. Es mucho más difícil vivir la incertidumbre que levantar equis bandera. Yo no sé. Prefiero dudar. Lo cual no significa no creer en ciertas cosas. Pero sabiendo que son sólo creencias. Y que uno puede estar equivocado. Yo analizo mi vida... ¡Y tantas veces me equivoqué! Con lo cual, seguramente, hay un montón de cosas en las cuales hoy creo [sonríe] y en las que estoy equivocado.
–Uniendo tus pasiones: que son la historia, escribir y el fútbol, ¿qué dos grandes hechos deportivos te habría gustado presenciar?
–Me habría gustado estar el 22 de junio de 1986 en el estadio Azteca, viendo Argentina-Inglaterra. ¡Qué lindo habría sido! Y me habría gustado estar el 25 de enero de 1978 en Córdoba, viendo la final de ese Nacional entre Talleres e Independiente [es simpatizante del club de Avellaneda]. Faaaaaa... Empatar con 8 hombres… Mamita.
–¿De qué aspecto real del fútbol, algo sucedido, lamentás que no se te haya ocurrido antes como cuento?
–En la literatura hay una condición de verosimilitud por la que, cuando algo es demasiado inverosímil, uno no lo escribe, porque es muy poco creíble. Yo no podría haber escrito un cuento sobre el 38 a 38 en la AFA. Porque el lector habría dicho "dale. Es demasiado". Entonces uno le atribuye aun al mal una racionalidad que a veces el ser humano no tiene. El ser humano es más estúpido que lo que uno construye literariamente. Hay como saltos que uno no se atreve a dar. Salvo que decida ir por el lado del absurdo… como Fontanarrosa. Fontanarrosa podría haber escrito lo del 38 a 38, matándose de risa. O esto que hicieron con el Nacional B. A mí me gusta mucho el fútbol de ascenso, pero tomé la precaución de no leer nada hasta el día previo a que empezara el torneo, para que me explicaran qué habían hecho y cómo se jugaría. ¿Sabés qué me habría gustado escribir? El partido que le armaron a Messi para que jugara en la selección argentina. Eso sí es literario. Ese amistoso con Paraguay para que no se lo españolizaran. Eso está lindo. Porque tiene una dosis de intriga, de picardía. De anticipación. Esto de decir: "Esperá. Qué este pibe juegue acá, por que si no, después...". Eso es sí me habría gustado escribir. Ahí hay rasgos de racionalidad. Me parece que cuando nos cuentan un cuento pretendemos de sus personajes una racionalidad de la que a veces la AFA carece. La estupidez no es literaria. Es más humana que literaria, pero literariamente uno espera, aun de los villanos, racionalidad.
–¿Qué jugador te deslumbra? ¿Por quién pagás la entrada?
–[Piensa mucho] ¡Qué difícil! Me doy cuenta de que no hay ningún jugador o equipo por el que pague la entrada. El Independiente de Holan de 2017 sí me generaba eso, además de por ser yo hincha de Independiente. Al Huracán de Cappa en 2009 iba a verlo con mi hijo. El River de Gallardo, aunque ya son varios los Riverde Gallardo, ha tenido momentos de fútbol notable. Pero todos equipos. No siento que en este momento haya un jugador en el fútbol argentino que me genere la motivación de ir a verlo. En la actualidad no hay un Messi, ni un Maradona, ni un Bochini, ni un Alonso, ni un Gatti. Ni un Ortega, ni un Aimar. Ni un Lautaro Martínez. Me parece que se los llevan demasiado pronto como para uno pueda construir un mito a su alrededor y vaya a verlo a la cancha a partir de ese mito. A los tipos consolidados del fútbol argentino se los ve por televisión, porque se consolidan en Europa.
–¿Qué te genera ver los partidos con los estadios vacíos?
–Me entristece más que lo que pensaba. Si me hubieras preguntado en mayo, cuando estaba desesperado por ver fútbol y decían que en junio volvía en Alemania, te habría dicho "bueno, por lo menos vamos a ver fútbol". Más allá de que la liga alemana no es una cosa que me emocione. Obviamente, prefiero que se juegue así a que no se juegue. Porque también están los talibanes que dicen que hasta que haya público no se debería jugar. No. Jueguen igual. Pero ver los partidos sin público me pegó más que lo que pensaba. Y hasta agradezco una ingenuidad de mi parte con la que no contaba: prefiero que haya sonido ambiente. Y sé que es una impostura. Pero si tengo que elegir prefiero mi sonido habitual, de ese runrún de alrededor. Lo extraño muchísimo. Si no, parece un entrenamiento.
–¿Qué ventajas tiene para el hincha que se juegue un torneo sin descensos?
–El fútbol argentino ha logrado un nivel de histeria descomunal y los descensos alimentan eso. Tal vez evitar ese peligro permita consolidar directores técnicos y juveniles de una manera más auspiciosa. No quiero que esto suene a que me parece bien que no haya descensos. Me parece que no es la solución. Para mí un fútbol sin descensos no está bien. Me parece que el desastre que armaron con la liga de 30 equipos, que iba en vías de corregirse, ahora vuelve atrás. No quiero encontrarle un rasgo positivo, pero quiero contextualizarlo. Es todo un caos lo que han hecho. Y evidentemente les parece bien.
–¿Cuántos penales no le habrían otorgado a Orteguita con el VAR?
–[carcajada] Entre 100 y 430, no estoy seguro del número. Igual, lo del VAR... Para mí es inevitable asumir que venga el VAR y que esté. Pero siento que todavía va a los ponchazos. Antes, como hincha ibas a la cancha sabiendo que había un tipo, el árbitro, que te podía cagar. O a lo sumo tres, si sumamos a los jueces de línea. Ahora son siete. Son demasiados... Y me parece que el VAR tiene que aprender a autocontrolarse. El gol que le anularon a la Argentina... ¿Hasta donde vas a ir atrás con la jugada?
–Estamos en ese durante.
–Y es bastante denso y antiemotivo. Messi hizo el gol contra Paraguay, mis hijos lo gritaron. Y yo les dije "paren, porque van a volver atrás por el planchazo". Y así fue.
–Antes a ese planchazo lo cobraba directamente el árbitro, sin el uso de la tecnología.
–Claro, pero si el árbitro no lo vio y el juez de línea no le avisó, bancátelo. En un deporte de instantes, el tenis, la pelota pica adentro o afuera, la computadora lo señala y listo, se pasa a la siguiente jugada. Pero la estética del fútbol es la de un deporte de procesos. De largas duraciones. No se puede alterar eso porque se le quita la esencia.
–¿Cómo es el Sacheri futbolista? ¿Goleador? ¿Elegante? ¿Raspador? ¿Insultador?
–Un tipo de despliegue. No me pidan sutilezas. Yo soy de los que recuperan la pelota y se la da a los que saben. Un 5 clásico.
–¿Un Claudio Marangoni?
–[ríe] Noooo. Marangoni sabía. Ojalá Marangoni. Yo soy un recuperador. Un cinco batallador. Creo que limpio. No soy de raspar. No me gusta el fútbol físico. No me interesa. Muy hablador. De intentar acomodar al equipo, de pedirles a los delanteros que ayuden. Un 5, que es cada vez más un 6. Porque a medida que traen pibes a jugar va complicándose. Traen pibes de 25 años. Yo tengo 52. Vos fíjate –salvando las enormes distancias que nos separan de él– cómo está costándole a Messi. Tiene un par de jugadas y uno dice "ahora desborda y patea". Y desborda, patea y lo tapan. Claro, son todos aviones. Él ya tiene 33 y se nota, sobre todo en su posición y en su gambeta en velocidad. ¡Qué duro!
Segundo tiempo
–¿Qué te motivó a aceptar conducir un ciclo de entrevistas?
–El rol de entrevistador me genera una cosa ambivalente. Por un lado me da mucho miedo hacerlo y por el otro digo "pará, loco: anímate". A lo largo de la vida tuve distintos trabajos, y siendo un tipo más bien prudente y conservador, la propia incomodidad es la que me aconseja. Si esto me da miedo, hagámoslo. Pero al mismo tiempo, hasta que me acomodo, me siento incómodo. Sobre todo porque me gusta mucho escuchar: en una conversación me siento mucho más cómodo en general en el rol del que escucha. Lo que me incomoda es esa triangulación que se da en televisión, la de estar haciendo una entrevista que a la vez tiene que interesar al que está viendo. "Esto, que me interesa, ¿interesará a los demás?". Ese rol de intermediario me pone alerta. Me perturba un poco, más allá de que estoy muy contento con el producto final.
–¿Con los libros te pasa eso?
–En absoluto. Aunque podría pasarme. Yo escribo y hay que ver si les gusta a los lectores. Pero ahí no hay una tercera pata. Uno escribe y eventualmente al lector le gusta o no. En este caso hay una productora, un canal y un montón de gente que está laburando para que el programa guste y sea visto. Ahí está el desafío.
–En el primer capítulo, Agustín Pichot se emocionó mucho al recordar a su padre. ¿Cómo lo viviste?
–Me supersorprendió para dónde fue Agustín. El mismo formato de "nos ponemos a grabar y charlamos" permite liberarnos del tiempo final de edición. Esas libertades me dejan tranquilo. Ése es el origen de la comodidad: hablar de lo que venga e ir para donde el entrevistado tiene ganas de ir.
–La emoción de Pichot te contagió y vos reprimiste ese sentimiento. ¿Por qué en general a los hombres les cuesta llorar en público?
–A mí me cuesta bastante expresarme en público. No sólo en el llanto sino también en general. Y me pasa que al llanto lo asocio sólo con la emoción. De dolor, de tristeza o de rabia yo no lloro. Lloro con una película o con un texto que estoy leyendo. Sólo emociones positivas me conducen al llanto. Tal vez eso sí viene con una educación más machista del llanto, asociado a la fragilidad viril. Digo yo, ¿eh? Especulo mientras hablo. Evidentemente tengo ese mandato. Y el permiso que encontré a lo largo de la vida es a que los hombres pueden llorar de emoción, pero no de tristeza, derrota o dolor.
–Recordaste en varias de tus obras a tu papá. ¿Cómo era?
–Mi papá se llamaba "Héctor". Y lo perdí a mis 10 años. Entonces lo conocí poco tiempo. Conocí sólo la versión superhéroe de mi papá. Tengo recuerdos suyos de los 4 o 5 años hasta los 10. Y son recuerdos de superhéroe. Era magnífico. Tampoco es obligatorio eso, ¿eh? No todo padre consigue subirse a ese pedestal. Obviamente, cualquier padre que sobrevive a los 10 años de sus hijos abandona ese pedestal. Porque también el propio crecimiento de los hijos, por suerte, relativiza un montón de cosas. Mi papá está cristalizado en esa imagen. Es inevitable. Su muerte fue para mí una herida extremadamente profunda. Y fue la primera gran herida que traté de procesar a través de la literatura. Como me hizo bien hacerlo, siento que después he tendido a procesar todas mis heridas de la misma manera. Con la muerte de mi papá empecé a utilizar la escritura y la ficción para ahondar heridas personales. Y hoy las utilizo para cualquier cosa que me duele, me molesta, me perturba. Siento que literalizarla es una manera de tolerarla mejor. No necesariamente de resolverla. Pero sí por lo menos de drenarla, oxigenarla. Y de ese modo aguantármela mejor.
–¿Durante la crianza de tus hijos tuviste tu versión de superhéroe? ¿Te subiste a ese pedestal?
–Yo creo que sí. La decisión que tomé cuando mi hijo y mi hija nacieron fue hacer todo desde un lugar de provisoriedad. De decir "yo no sé cuánto dura esto". Ser padre fue mi prioridad, mucho más que cualquier objetivo profesional. Me encanta lo que me ha pasado laboralmente, pero siempre tuve claro que me importaba más compartir tiempo en familia que laburar. O que ganar plata. Ahora mis hijos tienen 24 y 20 años. Mis prioridades no cambiaron. Es cierto que compartimos menos tiempo y creo que el gran aprendizaje que me resta hacer como padre es retirarme del mejor modo. Que es todo un desafío, también. Estar, sin molestar. Pero el objetivo es el mismo. Si me preguntás qué me importa más entre escribir y tener éxito, y ser un buen papá, no dudo: ser un buen papá.
–¿Qué consejo darías a aquellos que siguen teniendo a sus padres?
–No soy quien para dar consejos. Sí me parece que hay que tener presente que todo es provisorio. Y que todo lo que amamos corre el riesgo de la provisoriedad. Sobre todo, para relativizar las cosas. Me parece que vivir entre absolutos es muy dañino. Y dificulta aproximarse a los demás y entenderse. Me parece que hay un montón de cosas por las cuales uno se hace problema como si fueran absolutas, cuando en realidad son relativas. Y son provisorias. Y van a extinguirse. Y van a pasar. Entonces me parece que es bueno reconciliarse con la erosión que la vida ejecuta, para no fanatizarse con broncas, con odios, con principios, con rencores, con ideologías. Esto que te digo vale no sólo para los padres.
–¿Cómo es el proceso creativo de un cuento o una novela?
–Es una etapa de elaboración, que en mi caso primeramente es más mental que narrativa. No es que yo primero empiezo a escribir. En mi caso hay ciertas imágenes que me asaltan. Así como hay gente que las anota y trata de fijarlas en una libretita, yo hago lo inverso: apuesto a su reiteración. Si se me ocurre algo y se me olvida, no debía ser tan importante. A lo mejor me perdí de escribir el libro de mi vida por dejar pasar una imagen que no volvió. Lo que siento es que si hay un tema que vuelve una y otra vez a mí, está pidiéndome ser escrito. Pero es un "pidiéndome" que tiene que ver con lo que a mí me pasa. No es que "la sociedad argentina necesita que yo escriba". No. Yo necesito escribir sobre algo. Y entonces después viene toda una etapa en la que me pregunto de dónde sale eso o cuál es la historia detrás. Y es como si fuera estirándolo como a una masa. En el caso de una novela, a lo mejor puede llevarme un año armarla.
Cuando digo "armarla" me refiero a lo siguiente. En La pregunta de sus ojos, la primera imagen que tengo es la de una jaula, con un tipo dentro y otro fuera, que le da de comer. Me lleva un montón de tiempo responderme por qué está el tipo dentro, por qué está el otro fuera, qué pasó en la sociedad como para que éstos terminaran dentro de un campo y no uno en una cárcel y el otro intentando reconstruir su vida. Para mí la creación es como un péndulo: a mí se me ocurre y esa imagen me impacta. Pero para que a vos como lector te impacte tiene que haber toda una estructura, un mecanismo y un dispositivo que no arrancan con tu conmoción, sino que terminan, eventualmente, con tu conmoción. Yo tengo que agarrar la bola del péndulo, tenerla de mi lado y, para que eso pase, construir personajes, una historia, una serie de conflictos. Y si esto termina felizmente, en algún momento va a impactarte y a sorprenderte. Hay gente que se sienta frente a la computadora y empieza a escribir adonde la historia va llevándola, y puede hacer unos libros buenísimos. A mí no me funciona. Yo necesito tener todo armado y estructurado antes de ponerme a escribir.
–¿Cómo saliste de aquella comparación inicial con Fontanarrosa?
–Yo creo que lo más importante es salir de ahí porque, si no, estoy engañando y engañándome. Yo no puedo ser Fontanarrosa. Y si trato de serlo, lo único que voy a hacer es estafar a los lectores, porque yo no tengo su humor. Fontanarrosa, entre sus muchas virtudes literarias, estaba todo el tiempo intentando que el lector se matara de la risa. Y lo lograba. Yo puedo escribir un cuento que juegue con el absurdo y el humor. Dos. No puedo escribir una obra porque no me da el cuero. Y hay otro tema: a mí me hace bien escribir. Pero para que me haga bien tengo que escribir libremente. Si yo intento ocupar un lugar, pierdo la libertad. Hasta mi propio lugar me hace perder la libertad. Yo necesito, de libro a libro, escribir distinto. Aunque sea temáticamente, porque hay un montón de rasgos propios que van a acompañarme hasta el último día. Pero hay cosas, temáticas, en las que para mí es importante no repetirme. Pero no para hacerme el lindo. Porque si yo encuentro una fórmula y la repito, escribir va a dejar de servirme para aquello para lo que me sirve, que es ordenarme el bocho. Entonces, creo que lo mejor es dejar claro que cada creador es inheredable. Fontanarrosa. Soriano, por nombrar otro que me gusta mucho. Es lindo que a uno le digan que a los que leían a Fontanarrosa les gusta lo que hago yo. Es buenísimo. Pero al Negro Fontanarrosa yo lo tengo bien arriba. Sin buscarla, yo me encontré con esa pelota encima y lo mejor que pude hacer fue dejarla pasar, sacármela de encima rápido. Porque es un meteorito en llamas. Si no, va a llegar un día en el que inevitablemente uno va a intentar estar a la altura. Y nunca va a estar a la altura. Va a encontrarse tratando de hacer algo ¡que no le va a salir, porque le salía a él!
–¿Cómo te llevás con la situación de que de cada libro tuyo se espere una película, e incluso que los lectores ya imaginen qué actor o actriz interpretará a cada personaje?
–"Mi crebidi", "Mi quedribilidad" [imita a Daniel Rabinovich en su rol de Armando Prieto en la película Papeles en el viento]. ¡Qué grande, Daniel! ¡Qué bien lo hizo! Hay escritores que imaginan rostros célebres para describir a sus personajes. Como íconos. A mí no me pasa. Mis rostros creativos son siempre rostros anónimos. Pero la energía de la imagen es tan fuerte que cuando me pongo a escribir el guión y el director me dice que al papel lo hace determinada persona, ese actor o actriz reemplaza en mi cabeza ese rostro anónimo. Creo que mi ventaja es que nunca imagino los libros como película. Nunca. Si no, es como meter el carro delante del caballo. ¿Qué cara tiene Ofelia, la protagonista de Lo mucho que te amé? No tengo idea. Mejor dicho, yo la imagino, pero no es una actriz. Es una chica linda de los años cincuentas.
–En tu última novela abarcás un tema bastante tabú. Sin spoilear, ¿se puede amar a dos personas a la vez, con iguales compromiso e intensidad?
–Es que yo creo que la moral es una de las cosas más interesantes del ser humano. Somos un bicho que está todo el tiempo pensando sobre el bien y el mal. ¿Qué está bien y qué está mal? ¿A qué tengo derecho y a qué no? ¿Cuál es la frontera entre el deseo y la prohibición? Me gusta, con mis libros, encontrar respuestas minúsculas a esos temas existenciales enormes. Y cuando digo "respuesta minúscula" es eso. No digo "con esta novela yo vengo a...". Yo sólo vengo a sacar afuera esas dudas, oxigenarlas y seguir viviendo con ellas a cuestas. Y si al lector le pasa algo parecido, y se queda pensando sobre eso, ¡buenísimo!. Nada más.
–¿Cómo fue escribir sobre una época que no viviste?
–Ése es el mundo de mis viejos. Y aunque yo crecí en los setentas, la década del '50 no estaba lejos, ni cronológica ni emocionalmente.
–¿Qué ventajas tuviste por ser, además, profesor de historia?
–Yo creo que siempre viene bien la historia. No quiero vendértela, ¿eh?, pero la historia es una ciencia estupenda. Estudiarla da un montón de herramientas para comprender la realidad y las personas. Y yo me sirvo de ella para darles solidez a mis personajes. No pongo la historia en el primer plano, pero sí en el segundo que tiene en nuestras propias vidas. Cuando vos eches la vista atrás y pienses en tu 2020, verás que la pandemia condicionó tu 2020 y tu vida. Y tu manera de sentir, pensar y vivir tus vínculos familiares este año estuvo absolutamente marcada por eso. O por una crisis económica, o por un momento económicamente expansivo. O por una guerra en un país. Depende de lo que a cada uno le toca vivir. Para mí la historia condiciona las fronteras de nuestras vidas individuales. En la literatura me interesan más las vidas individuales, y por eso nunca hay grandes personajes en mis historias, porque no escribo novela histórica. Pero a mis pequeños personajes la historia grande les acaece como a cualquiera de nosotros. Es más fecundo pensarte en tu contexto actual e histórico.
–¿Cómo es el profesor Sacheri?
–Soy exigente, como creo ser conmigo mismo. Entonces espero dar las mejores clases. Lo más entretenidas, complejas y diversas posible. Pero, macho, tenés que estudiar. Ojalá al mismo tiempo, mientras cursás conmigo, me padezcas y disfrutes mis clases. Para mí, en el sacrificio y en el esfuerzo hay placer. Y para mí, lo interesante es complejo. Es una manera de ver la vida. Para mí en la vida hay que esforzarse.
–Es un contexto donde las nuevas generaciones quieren todo fácil y ya.
–Sí. Y también me parece que está muy en tela de juicio el esfuerzo. El mérito. Yo me siento cómodo en una manera de entender la vida en la cual el esfuerzo, la paciencia y la lenta construcción de las cosas tienen valor. Y trato de inculcar eso a mis alumnos. Yo tengo algo valioso para compartir con vos, que es lo que sé de historia. Y vos, como alumno, tenés que laburar. ¿Qué vas a hacer? ¿Tenés que estudiar? ¿Es sacrificado? Sí. Y bueno. Si querés durazno, bancate la pelusa. Es así. El conocimiento viene con pelusa.
–¿Cómo fue la adaptación a dar clases delante de una computadora?
–Tengo la ventaja de que doy clase en una escuela de Ramos Mejía donde todos, tanto los alumnos como yo, tenemos acceso a la tecnología, buena conexión a internet y dispositivos que nos lo permiten. Fue menos malo que lo que podría haber sido. Hicimos lo que pudimos y hacemos lo que podemos, que es bastante poco. Es muy difícil dar clase. Es muy difícil estar al tanto de lo que cada persona está entendiendo o no. No es lo mismo que en el aula. Es dificilísimo evaluar. Y no quiero que esto se malinterprete; hay un montón de docentes que hicieron un esfuerzo grande. Pero es un gran problema. Yo la pasé muy mal este año. Tengo chicos de 16 años. Ni quiero imaginar si fuera maestro de tercer grado. Aun con adolescentes me costó mucho. Y a lo largo del año se vio esa desconexión, ese desgano. Hasta esa melancolía del "hasta cuándo".
–¿Qué incorporaste durante la pandemia que consideres llegó para quedarse?
–Herramientas complementarias como Google Classroom, que yo no usaba y un 95 por ciento de los docentes tampoco. Es una herramienta que para completar la presencialidad va a estar buena. "Te dejo tarea para que me la mandes". O videos explicativos. Lo mismo, cuando me toque viajar. Yo puedo desde el confín del mundo y en esas horas de escuela agarrar el celular y ofrecer la clase por Zoom. Por eso digo: tanto para las tareas como para las clases, son buenas herramientas complementarias. Enfatizo lo de "complementaria" porque compartir un espacio, verse cara a cara y recorrer el aula son irreemplazables. De ese modo uno sabe quién está necesitándolo puntualmente y por qué. Fingir que no lo es me parece nefasto.
–¿Para qué sirvió todo lo que vivimos y estamos viviendo este año?
–[ríe] Para nada. Para mostrarnos que la vida puede ser una mierda. Tal vez para la nota quede un poco fuerte. Te hablaba antes de la provisoriedad. Y esto sirvió para mostrarnos que todo es provisorio. Y que el día menos pensado la vida puede complicarse de una manera feroz. Yo pensaba durante todo este año algo que no me pasó: ¿a cuántas personas todos los años les detectan una enfermedad gravísima y su vida queda de cabeza? La diferencia es que afuera sigue habiendo una normalidad que contrasta con esa vida dada vuelta. Me parece que es una buena ocasión para que pensemos, el año que viene, o cuando la humanidad recupere la normalidad, que hay un cierto número de personas a las cuales cada día la vida se les da vuelta, aunque a uno no le pase. Y de repente no pueden hacer nada, tienen que enclaustrarse, pierden un montón de contactos, no pueden trabajar más, sus prioridades cambian obligatoriamente. Yo no soy de los que creen que "de la pandemia vamos a salir mejores". Creo que como toda situación extrema esto muestra más descarnadamente lo bueno y lo malo de las personas. Nada más. Lo exhibe mejor. Nada más. No creo que nos cambie. En todo caso, eventualmente, puede dejar reflexionando sobre esto de que nuestras vidas se asientan en certezas que son muy efímeras. Es normal que no las consideremos efímeras para no vivir cada día con la angustia de lo efímero. Pero ojo, que abajo es efímero.
–Y frágil.
–Si. Frágil. Nuestras vidas individuales. Nuestras vidas familiares. Nuestra vida como especie es frágil.
–¿Leíste o escribiste más que en otros años?
–Escribí mucho. Yo afrontaba, supuestamente, un año de mucho viaje de promoción de Lo mucho que te amé, por toda América Latina. Mi enfoque era no escribir sino hasta noviembre, cuando iba a estar en la feria de Miami. Y recién en diciembre iba a ponerme a escribir un libro. Volví de España el 7 o el 8 de marzo, justo (y de hecho tuve que hacer cuarentena). Y en abril, cuando se empezó a notar que esto iba para largo, me puse a escribir fuerte. Que fue una manera de aislarme del mundo. Suelo estar muy atento al diario, leo mucho. Uso mucho Twitter como fuente informativa y para ver el nivel de debate que hay alrededor. Y en general me fatiga mucho. Insisto: no es que dejo de hacerlo, pero me fatigan mucho el fanatismo, la obcecación, la solemnidad de ciertas posturas. Y como una manera de aislarme de eso escribí como loco. Éste no era un año de escritura, sino de viajar y hablar. Y cuando estoy hablando mucho no puedo escribir. Como tuve que quedarme en casa y callado, sacaré una novela en junio del año que viene.
–En general fue un año de introspectivas. ¿Te pasó?
–Fue muy duro. Una cosa es la introspección propia mientras afuera hay normalidad. Ahí hay un contraste provechoso. En cambio, creo que verse obligado a una introspección cuando afuera el mundo se derrumbaba fue para todas las personas una experiencia cargada de incertidumbre, angustia, ansiedad. Fue un año dificilísimo. Y creo que fuimos puestos a prueba mucho más profundamente que lo habitual. Porque además uno fue puesto a prueba consigo mismo, con sus vínculos familiares, con su pensamiento en relación con la sociedad. Si a uno le parecía bueno o malo lo que los demás hacían, y qué hacía uno con eso: si se callaba, si lo denunciaba, si le parecía un exceso tal o cual cosa. E imagino que dentro de las familias hubo muchas tensiones en relación con qué hacer con los ancianos, los chicos, los amigos. Hablábamos de la cuestión de la moral y de lo que está bien y lo que está mal. Y esto de los límites entre el derecho a ejercer la libertad y el ponerse en riesgo o poner en riesgo a los demás, fue una fuente de tensiones.
–La carga de contagiar a un familiar...
–Fijate qué dilema interesante representan los ancianos entre el hecho de cargar con la responsabilidad de contagiarlos y el de aislarlos y dejarlos en soledad. ¿Qué es peor? Y si en el círculo familiar hay posturas diferentes, si uno dice que hay que hacer las cosas de una manera y otro de otra... Creo que fue un año dificilísimo. Mi balance es ése. Y eso que estamos en un momento en el que las cosas acá parecen un poco menos duras. Ni idea de lo que pasará dentro de un mes. Pero la sensación es de agotamiento. Yo estoy agotado. Y tiendo a pensar que todo el mundo está igual.
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