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Diego Maradona. Triste y sin ganas de bromear ni de ver a nadie: cómo fue apagándose el crack desde su cumpleaños 60
El 30 de octubre, Diego Armando Maradona terminó su cumpleaños número 60 sin querer ver a nadie. Asistió por televisión al partido de su último amor correspondido, Gimnasia y Esgrima La Plata, y ya no quiso más. Se fue a dormir. Antes, había preocupado a todo un país y medio mundo por su estado de salud. A Diego, el argentino más universal, le temblaban las piernas y precisaba ayuda para mantenerse en pie. Fue la última vez que pisó una cancha de fútbol.
Las horas previas al partido, al cumpleaños, habían sido de debate y de bajón. Diego no quería una celebración masiva. Su último sueño era unir a sus cinco hijos: Dalma, Gianinna, Jana, Diego Jr. y Diego Fernando. Estuvieron casi todos, pero separados. Y Diego Jr. no pudo viajar desde Italia, donde reside, porque su hisopado dio positivo. El ídolo de tantos millones en el mundo entero ya no estaba como en las semanas anteriores. La dieta de esos días, por ejemplo, era un recuerdo. La AFA y la Liga Profesional le ofrecieron el festejo en la cancha del Lobo, en el partido inaugural de la Copa Liga Profesional. Pelusa, el apodo que a él más le gustaba, se entusiasmó. También se emocionó al ver más de media hora de saludos en video de algunos de sus ídolos, desde Ronaldinho ("Tu fan número 1") hasta Ricardo Bochini, pasando por José Mourinho, Favio Cannavaro, Christian Vieri, Juan Martín del Potro, Sergio Hernández, el Pato Fillol, Jorge Burruchaga y Nery Pumpido, entre otros. Pasaron uno detrás de otro, en la virtualidad obligada de la pandemia que lo alejó del afecto de la gente, su gente.
"Si vas a la cancha, no vayas al partido", le aconsejó su abogado, Matías Morla. Lo repitió en un móvil televisivo. Pero Diego fue. Apareció enfundado en el buzo de YPF, a años luz de ese Maradona que apilaba rivales y avanzaba a paso firme entre la defensa de Inglaterra, como en México '86. Era el mismo Maradona de las gestas deportivas inolvidables. Era, al fin, otro Diego, golpeado por la tristeza de extrañar a doña Tota, sobre todo, y a don Diego; apabullado por el confinamiento pandémico.
El día de su cumpleaños, Diego volvió a su casa, miró a su equipo por TV y se acostó. "No quiso saber nada con nadie", relató a LA NACION alguien que supo al detalle cómo fueron sus últimas semanas. Al día siguiente, su ánimo no cambió. Y el domingo el panorama empeoró. Primera alerta: la falta de apetito. Segunda alerta: no querer salir de su habitación. El lunes, Diego habló otra vez con Morla: "Así no podés seguir", le dijo su abogado. El Diez, tajante: "Dejate de j... ¡Todo el mundo me quiere internar!".
Intervino entonces su médico personal, Leopoldo Luque. Neurocirujano. Acudió a la casa de Brandsen, acompañado por todo el equipo de psicólogos que atendía al astro. Tampoco lo vieron bien. Luque movió una ficha: "Vamos a la clínica del doctor Tunessi [Flavio, uno de los integrantes del cuerpo médico de Gimnasia]. Ahí te van a dar un piso para vos con todas las comodidades. Nadie te va a tratar mal". Luque le habló como médico; Diego le respondió como lo que siempre fue: un enamorado de la pelota. "Tengo que dirigir el domingo". Faltaban seis días para el encuentro con Vélez, por la segunda fecha de la Copa Liga Profesional, hoy rebautizada en honor al mejor jugador que nació en estas tierras. "Si venís a la clínica, vas a jugar, no a dirigir", escuchó Maradona. La frase lo convenció. Y fueron a la clínica Ipensa, de La Plata, que sería su antepenúltima morada.
Maradona no llegó deshidratado. Sí estaba anémico. El problema más importante era desintoxicar su organismo de medicamentos que le habían recetado y que ya no le hacían efecto. Debía limpiarse, y para eso se necesitaba tiempo. Monitoreos. El martes 3 de noviembre por la mañana, Luque brindó una conferencia de prensa en el sanatorio platense. Fue puro optimismo. Si todo seguía bien, la idea era volver rápidamente a Brandsen. Maradona, futbolista único, también era un paciente único y muy especial. Y quería irse.
Una tomografía de control cambió los planes. El mismo estudio que en septiembre había dado bien ahora mostraba un lunar en la cabeza. En cuanto el diagnóstico se difundió, el país futbolero se puso en pausa, en alerta. Con síntomas de angustia. "Hematoma subdural", fue el diagnóstico. Era quirúrgico, había que operar. Maradona lo entendió.
El sanatorio se transformó en un santuario, repleto de peregrinos que se acercaban a las puertas para enterarse sobre la salud del ídolo. Hasta allí fue Gianinna, la menor de las dos hijas que tuvo con Claudia Villafañe. Y desde ese lugar lo acompañó al quirófano en la clínica Olivos, donde Luque y un equipo de médicos realizarían la intervención quirúrgica. El gobierno bonaerense ofreció el helicóptero del SAME, pero los profesionales que lo atendían entendieron que lo mejor era el traslado por tierra.
Cada paso en la vida de Diego fue una caravana. Este, camino a una cirugía, no iba a ser la excepción. En la clínica Olivos esperaba el resto de su familia. Sus hermanas, más Claudia, Dalma, Jana, entre otros. Esa clínica de Olivos, como el Cantegril en Punta del Este (4 de enero de 2000) o como la Suizo Argentina en Buenos Aires (18/4/2004), fue la cancha de otro partido médico (y de riesgo) que Maradona debía afrontar y ganar. Para alegría de millones, hubo otra gambeta. Diego estaba en condiciones de afrontar la operación y, luego de 40 minutos, salió del quirófano. Con éxito. El hematoma había desaparecido. Llegaba, entonces, el tiempo de la rehabilitación.
Maradona mostraba una "recuperación esperable" para una cirugía como la que le habían practicado. Sin embargo, en uno de los partes médicos, Luque habló de "adicción" y volvieron a sonar las alarmas. Contra todos los pronósticos, Diego se quedó internado una semana en la clínica, algo que muchos consideraron un récord para lo que es su ansiedad. Recibió vitaminas y suero. "Salió limpio", contaron cerca de él.
Había que organizar la rehabilitación. Y empezaron las especulaciones, que incluyeron hasta un eventual regreso a Cuba, donde ya había estado un tiempo. Les aconsejaron una clínica especializada. No hubo manera: Maradona quería verde. Naturaleza. Necesitaba aire. Por la zona de Tigre. Una casa prestada, en el barrio San Andrés, sobre la avenida Italia, localizada en Benavídez. Muy cerca del lugar de residencia de Gianinna. A 20 minutos de Dalma. Hacia allí fue. No lo sabía, pero esa sí sería su última vivienda.
Se resolvió el traslado, que en la jerga médica equivale a una "externación". En la casa, Diego tendría asistencia médica y enfermeros durante las 24 horas. Johny Espósito, su sobrino, viviría con él. Monona, infaltable, le cocinaría. Tendría psicólogo, psiquiatra y kinesiólogo. Al parecer, durante los primeros días el plan funcionó. Jana iba a diario a visitarlo e incluso se ofreció a quedarse con él. Todavía bromeaba, señal de que había esperanzas. "No me domó ninguna mujer, ¿me vas a domar vos?", le decía, en chiste, a su psiquiatra, Agustina Cosachov, especializada en adicciones. Maradona todavía era Diego. O Dieguito, como lo llamaba desde el cariño su amigo brasileño Renato Portaluppi.
La alegría inicial se dispersó con el paso del tiempo. Al ídolo de millones lo invadía la melancolía. Aunque le habían sacado los puntos de la cabeza, tenía otras heridas. Más profundas y menos superficiales. "Tiró los celulares, que estaban sin batería. No quería hablar con nadie", graficó alguien que lo conocía desde hace años. Tal vez eso explique por qué tantos y tantos quisieron comunicarse con él en el último tiempo y no pudieron. Diego, según rescatan los que lo trataron, era muy amigo de sus amigos.
"Estaba triste", coinciden quienes lo vieron. Su psicólogo y su psiquiatra tenían arduo trabajo con él. Devolverle la sonrisa al máximo ídolo deportivo de un país era todo un desafío. Maradona, que respiraba fútbol, había visto todos los partidos que podía. Los de Boca y los de Gimnasia, el equipo que le permitió un año de recorrida por todo el país para despedirse a lo grande de un pueblo que lo amó. Cancha por cancha. En los últimos cinco días, que fueron muestra elocuente de su estado de ánimo, Diego "ya ni se preocupaba por la pelota". Y lo peor: ni siquiera bromeaba. Había perdido la chispa. Iba apagándose inexorablemente.
El martes 24 por la noche, Johny Espósito, el sobrino que vivía con él (y que se desvivía por su tío) lo vio por última vez. Sería el último contacto con su sangre. A la mañana siguiente, Diego no reaccionó. Ambulancias. Intentos de reanimación. La noticia que nadie quería dar. Se habían terminado los días del último Maradona. Otro Maradona. El miércoles, el dios de la pelota le recordó a todos los habitantes de su país que era como ellos: mortal, terrenal. Y, aunque muchos no quisieran ni verlo ni contarlo, estaba claro que alguna de sus inolvidables gambetas sería la última. En este caso, fuera de la cancha. Sucedió ese 25 de noviembre. Para transformarse definitivamente en leyenda. Una inmensa leyenda que recorre cada lugar del mundo a modo de homenajes y muestras de afecto. Que provoca un dolor inconmensurable.
El último Diego Maradona. Mortal, sí, pero a la vez inmortal.
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