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Sobre las solitarias espaldas de Diego Maradona, todo el peso del edificio del fútbol
MADRID.- Murió Diego Armando Maradona y en un instante se paró el mundo. En términos noticiosos, ni la pandemia del Covid-19 aguantó el último regate del genio argentino, ingobernable y gobernador a la vez, en el fútbol y en la vida.
De ese extremo material estaba construido el futbolista al que todo se le quedaba pequeño. Maradona ha sido una exageración andante, hombre sin límites para jugar y para vivir, constructor del grandioso mito que comenzó a edificar de niño, cuando los aficionados acudían a las canchas para asombrarse de las habilidades del pibe en los descansos de los partidos de la Liga argentina.
Mito, por tanto, construido sin red, siempre a la vista de la gente, escrutado y juzgado sin descanso, sometido al insoportable peso que significaba ser Maradona todos los días. Nunca se negó a edificar ese universo bestial, producto de su incomparable talento con la pelota y de sus consecuencias. Es inútil debatir la posición de Maradona en la escala del fútbol, porque ningún otro jugador ha alcanzado una magnitud comparable.
No rechazó las expectativas sobrehumanas que se proyectaban sobre él. Era una fantasía con botas, mitad futbolista, mitad producto de la imaginación de la gente, ecuación imposible que, sin embargo, se atrevió a resolver. Su segundo gol a Inglaterra en el Mundial de México en 1986 es la prueba. Quedará para siempre como una cumbre invencible, el patrón de todos los goles que se marcaron antes y se marcarán después.
Sobre Maradona terminaron por converger todos los vectores del fútbol, los deseables y los indeseables. Solo en el campo transmitió la sensación de felicidad, el lugar donde podía sentirse Maradona a secas, el refugio incontaminado donde expresaba su pasión por el juego.
En sus momentos más amargos, le bastaba una pelota para irradiar una alegría juvenil. Cada vez que eso sucedió, y ocurrió casi hasta el final de su vida, regresaba el Pelusa de Villa Fiorito, regresaba la calle, los amigos y la inocencia. Al placer.
Maradona no encontró rival en ese espacio de felicidad. A nadie le pasó inadvertido, en gran medida porque su ingenio también proyectaba emoción, orgullo y belleza. Había trascendencia en sus proezas.
Maradona llegaba a la gente, empapaba su piel, generaba entusiasmos indescriptibles. Era un genio excesivo hasta para sus detractores. No conocía el término medio ni en el campo, ni fuera del estadio.
Invitaba por igual a la lealtad fanática –su magnitud en la Argentina trascendió tan pronto que lo situó junto a Carlos Gardel y Eva Perón en el tercer vértice de la mitología popular, posición que en Nápoles ocupa en la cima– y al desgarro polémico. Un personaje de estas características, apabullante en tantos aspectos, excelso como jugador, magnético para la gente, también llamaba a la codicia y al negocio.
El valor del talento
Con Maradona, y nada más que Maradona, arrancó un tiempo nuevo, definido por el valor comercial del talento y por los medios tecnológicos para transportarlo a todos los rincones del mundo.
Maradona 86 –ningún otro Mundial se adhiere tan radicalmente a la figura de un futbolista– fue el artefacto soñado por la FIFA dirigida por el brasileño João Havelange, las empresas de telecomunicaciones, los agentes y el mercado global. La televisión vía satélite, incipiente entonces, encontró en Maradona el vehículo perfecto para vender un novedoso modelo de fútbol a todo el mundo.
En Maradona se concretó un choque tectónico sin comparación. Como tantos otros antes que él, sufrió el choque de la fama, del salto de las calles humildes a las plateas que lo jaleaban, de los engaños y las decepciones a su alrededor, del tóxico efecto de la vanidad. De esa estirpe hay muchos. En la sobrecogedora magnitud que inyectó Maradona al fútbol, no tiene rival.
Sobre sus solitarias espaldas se edificó el gigantesco edificio actual del fútbol. Nadie puede pensar que esa carga es soportable.
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