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Los últimos diez años de Diego Maradona, los más traumáticos y dolorosos de su vida
Era como un niño, con la pelota y sobre el césped. Hacía jueguitos, como siempre, con la tapita de una botella de agua mineral, se imaginaba estrategias, le susurraba al oído a Lionel Messi qué debía hacer para convertirse en un especialista en los tiros libres. Diez años atrás, Diego Maradona era el entrenador del seleccionado, cargo que ejercía desde el 28 de octubre de 2008. Se emocionaba, se reía. Se sentía verdaderamente vivo, con esa imperiosa necesidad de sentirse querido. Ya era abuelo de Benjamín, fruto de la relación de Gianinna y Sergio Agüero. Era un hombre feliz.
El 4 a 0 de Alemania sobre la Argentina en el Mundial de Sudáfrica resultó algo más que un golpe a su corazón. Fue el prólogo de su derrumbe humano y profesional, en una década atravesada por su frágil salud y el mundo del fútbol que le dio la espalda. El afecto que recuperó como entrenador de Gimnasia –el 8 de septiembre de 2019, frente a una multitud emocionada en el Bosque-, fue apenas un espejismo. Los fantasmas de las adicciones, el exceso de alcohol, las rodillas gastadas, la voz imperceptible, los hijos que reconoció en el transcurso del tiempo y las polémicas con sus mujeres y familia fueron una catarata de sinsabores que acabó en una profunda depresión. Que ni el cariño universal ni el homenaje del 30 de octubre -por sus 60 años, en el primer acto de la Copa Liga Profesional- pudieron evitar. Un Diego vencido, agobiado por el drama de vivir.
La fecha exacta del principio de su decadencia física, emocional, fue el 28 de julio de 2010, cuando pegó un portazo de selección, la novia a la que nunca engañó. La que lo cobijó siempre. Se enojó con Julio Grondona y Carlos Bilardo y aseguró: "Estoy muy triste y dolorido. Agarre quien agarre la selección, que sepa que la traición está a la vuelta de la esquina".
Durante una temporada fue DT de Al Wasl, de Emiratos Árabes Unidos. Vivía un romance con Rocío Oliva, rodeado de lujos, confort y excesos. Autos de lujo, cancha de fútbol, tenis y una playa privada resultaba la escenografía de Diego y su pareja, una relación tumultuosa.
En 2013, se acercó a Deportivo Riestra, donde presenció entrenamientos y dio charlas técnicas a los futbolistas, por su relación con Víctor Stinfale, gerenciador del club del ascenso, el que alguna dijo: "Si me da un millón de dólares, defiendo hasta a Hitler". Un año después, dio sus puntos de vista en el Mundial de Brasil, en el programa "De Zurda" por la cadena TeleSur. Tal vez, motivado por el juego de opuestos, fue crítico de Lionel Messi ("No puede ser caudillo alguien que va 20 veces al baño antes de jugar"), se peleó con Sebastián Verón ("yo no soy ni vigilante ni botón", advirtió la Bruja), mantuvo sus diferencias con Mauricio Macri y se sintió cada día más cerca de Cristina Kirchner. Aunque, en realidad, vivía enojado. Perturbado, envuelto en polémicas.
Volvió a subir de peso y su imagen parecía deteriorada. Le costaba hablar. "Diego está limpio de cocaína, pero tiene momentos de exceso de alcohol", suscribía Leopoldo Luque, el neurocirujano de cabecera. "Si uno está mal de ánimo repercute en lo que uno come, en lo que uno toma. Cuando lo veo, trato de hablarle de cualquier cosa menos de estos líos. Yo no tomo partido por los problemas familiares. De lo que doy fe es que cuando escucha esto, le hace mal. Me dijo que desearía tener a todos sus hijos juntos. Habla sobre esto y se quiebra, me dice que sufre mucho", contaba. Las demandas de paternidad nunca acabaron.
Detrás de Dalma y Gianinna, sus hijos reconocidos también se sucedieron en esta traumática última década. Dieguito Fernando, hijo de Verónica Ojeda, que nació en febrero de 2013. Jana fue reconocida en 2015, un año que Maradona desafío a su primer amor, con una mediática demanda a su exesposa Claudia Villafañe por presunto fraude, estafa y malversación de patrimonio. Sus hijas se inclinaron por la madre, una situación familiar que le partió aún más el corazón.
Un año después, aceptó el vínculo con Diego Junior, cuando el joven estuvo de paso en nuestro país para participar en un programa de TV. "Cada vez que voy a Cuba hay comentarios de que hay más hijos de Diego… tampoco son diez. Uno seguro, aparte yo lo vi y tiene los rasgos de Diego Junior y es igual a Maradona", reveló Matías Morla, su abogado. "Pueden ser tres o cuatro", llegó a decir.
En junio de 2018, se transformó en el hincha número uno de la selección con festejos inolvidables y una desestabilización de su salud tras el agónico 2-1 sobre Nigeria. Al final, fue un susto. Uno más. Se lo nombró presidente del Dynamo Brest de Bielorrusia, donde fue presentado arriba de un tanque de guerra, pero lo que Diego quería era dirigir, una oportunidad que se presentó en diciembre de 2018, cuando asumió la dirección técnica de Dorados de Sinaloa: fueron seis meses intensos en una ciudad que suele ser custodiada por los carteles de la droga. No lo pudo ascender a primera.
Se lo veía contento: los pícaros bailes en los vestuarios fueron su marca registrada, respaldado en la figura de Luis Islas, como ocurre con el Gallego Méndez en Gimnasia. Sin embargo, antes y después, le costaba caminar (fue operado de la rodilla derecha, víctima de las patadas y de una avanzada artrosis) y su voz era lenta, imperceptible, víctima de bromas de dudoso gusto.
En Gimnasia encontró un espacio para el afecto, un sentimiento que entendió que Boca le había clausurado en marzo de 2009, cuando la Bombonera fue un inequívoco grito de guerra: el "Riquelme, Riquelme", dejó desnudo al rey del fútbol. Los homenajes en cada estadio, con sillones especiales –en Independiente, el club de su infancia, y en Newell’s, en donde jugó un puñado de partidos, fueron los más emotivos-, le provocaron una mueca de felicidad, pero su cuerpo seguía agobiado por el sufrimiento, la agonía. Le costaba patear una pelota, algo natural de su esencia, aún en los momentos más oscuros.
Semanas atrás, dos hisopados para determinar si padecía coronavirus dieron como resultado negativo. Otro milagro de una vida de resurrecciones. La comunidad futbolera lo saludó por su cumpleaños 60, apareció de modo fugaz en el estadio de Gimnasia, donde comenzó la Copa Liga Profesional. Fue saludado por Marcelo Tinelli y Claudio Tapia, se quebraron todos los protocolos, caminó unos pasos, se sentó en el sillón y cuando se escuchó el primer pitazo oficial, se fue en voz baja. En silencio.
No disfrutó del 3 a 0 sobre Patronato. Tenía ganas de llorar, deprimido, solitario y con una salud frágil, al borde del colapso. La melancolía eterna del adiós.
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