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De la selección a los clubes, los puntos de conexión entre las distintas realidades del fútbol argentino
La conquista de la Copa América casi no dio tiempo para festejos y los jugadores locales ya tuvieron que saltar a la cancha para disputar la Copa Libertadores
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Hace apenas una semana que la selección argentina se sacudió 28 años de insatisfacciones, nada menos que contra Brasil y en el Maracaná, y en los pocos días transcurridos ya hemos vivido partidos trascendentales de octavos de final de las copas continentales y el comienzo del campeonato local. Una seguidilla interminable que parece una película en continuado y en la que no está claro cuándo toca descansar y cuándo competir.
El caso de Gonzalo Montiel, el lateral de River, se me ocurre paradigmático. El sábado pasado disputó la final, donde cumplió con buena nota, sin duda vivió la euforia que despertó la consagración y también la sensación de alivio, de desahogo, hasta de vacío que llega después de un éxito. Y el miércoles ya lo vimos jugando para su equipo un partido duro, muy disputado; y se lo vio bien, atento, ni saboreando las mieles de la medalla ganada ni dormido en los laureles.
En estos casos es donde cabe preguntarse de qué materia está hecho el futbolista actual, el que absorbe con aparente naturalidad que lo lleven de un lado a otro, que se toma un avión, juega, duerme, hace declaraciones a la prensa, participa en las redes sociales y vuelve a jugar. Reconozco que me cuesta descifrarlo, ¿se ha vuelto más frío y desapegado? ¿Está más interesado en el fútbol o cumple su tarea como si fuera un funcionario?
Siempre que se consigue algo grande se necesita un tiempo prudencial tras los festejos para digerir y disfrutar lo logrado. Es cierto que los futbolistas vamos ejercitando una “cultura” del reseteo cerebral, pero aun así la mayoría requiere unos días para volver a funcionar. Pero en nuestro mundo instantáneo la alegría es demasiado efímera y la sensación de tristeza, mucho más prolongada. Nadie gana con el pasado y la felicidad no puede trasladarse a la cancha. Hay que volver a jugar y enfocarse cuanto antes, y no es tan sencillo. Por eso llama la atención que los profesionales de hoy se vean capaces de pasar página cada vez más rápido, como si estuvieran chipeados de esta manera, habituados al desorden.
El encadenamiento del triunfo en la Copa América y la inmediata reanudación de la Libertadores y la Sudamericana también permite apreciar, una vez más, que en el fútbol la memoria es muy, muy corta. El título de la selección hizo feliz a la gente, porque se sintió parte de la conquista. Por primera vez en muchísimo tiempo se estableció una empatía con el equipo y se comprendió que los factores humanos son tan o más importantes que los otros, y que estos chicos -los Messi, Di María o Agüero-, se merecían el éxito. Pero 72 o 96 horas después juegan Boca, River, Racing o Independiente, el hincha hace un clic automático y vuelve a comportarse como si no hubiera pasado nada: “Todo muy lindo con Messi, me hizo feliz, pero ya estamos en otro asunto”.
Es difícil hacer un parangón entre este título y el de la Copa América que me tocó vivir en 1991, las circunstancias son muy distintas. El recuerdo del Mundial 86 todavía estaba fresco y no existía la carga de angustia y de finales perdidas sufrida en los años recientes. Pero fundamentalmente, la base de aquel equipo estaba formada por jugadores que actuábamos en los clubes argentinos, la selección era el reflejo de la categoría de nuestro campeonato y de esa manera la transmisión de la euforia era más fácil e impactaba directamente. Esto ya no sucede, y la ausencia de público en las tribunas multiplica la sensación de que poco y nada cambiará por haber alcanzado el resultado que tanto queríamos.
La imagen del fútbol argentino se basa en la gestión diaria de los campeonatos y los clubes. Promover una continuidad y que este éxito no sea un hecho aislado dependerá, entre otras cosas, de erradicar la violencia; de reducir la emigración masiva para fortalecer la competencia interna; de mejorar la formación de nuestros jugadores y aportarles los valores adecuados. El resultado circunstancial es bienvenido, pero no será tan poderoso ni para cambiar radicalmente unas cosas ni para avalar otras.
El último punto de reflexión sobre lo ocurrido esta semana se relaciona con el enfrentamiento entre brasileños y argentinos de los últimos días, en la final del Maracaná y en las Copas. Nuestros equipos, los de allá y los de acá, están cada vez más despoblados de talento, de jugadores geniales, y la carencia de lo esencial se trata de sustituir con valores complementarios, como el temperamento, el sentido colectivo o la unión, aspectos en los que es muy difícil superar al futbolista argentino.
Por eso, la diferencia de ritmo competitivo entre equipos que están volviendo a la actividad y otros que llevan un recorrido de diez o doce partidos se reduce a la mínima expresión hasta casi desaparecer. Si hay algo que realmente distingue al futbolista argentino es el amor propio, el orgullo que le lleva a sentir que juega mejor de lo que en realidad juega, o que puede superar cualquier adversidad. Es en esas cualidades, y en la genética indeleble, donde puede establecerse la conexión más evidente entre la gran victoria de la selección el sábado pasado y el fútbol nuestro de cada semana.
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