El partido contra Polonia trae el recuerdo de otros momentos críticos de la historia argentina en los Mundiales; sobre todo, el duelo contra Suecia en 2002
DOHA.- El Metro susurra, impoluto y moderno, brilloso, casi irreal, mientras parece volar sobre las vías de la Red Line, entre la estación Legtaifiya y la estación Lusail, pasando por la estación Qatar University. Falta mucho, todavía, para que llegue la hora del partido Argentina - México y una familia argentina susurra igual que el medio que los transporta: “¿Cómo están?”, preguntan, con el mismo tono de voz con el que consultarían por un familiar enfermo.
La pregunta no es para saber cómo están, como estamos, quienes llevamos una credencial al cuello y por eso, se supone, contamos con fundamentos además de información, sino para saber cómo están ellos, los jugadores, los verdaderos protagonistas. Porque la pregunta viene con respuesta inducida: “No están como nosotros, ¿no?” Porque estar como nosotros, como ellos, implicaría estar angustiados, asustados, apesadumbrados, inciertos.
La memoria escarba en las sensaciones, más que en los archivos, en busca de un similar estado de angustia, de susto, de pesar, de incertidumbre, antes de un partido. Y cuesta encontrarlo. En México 86, por ejemplo, era tanto el descreimiento previo que ni siquiera había expectativa. En Italia 90 el recorrido se volvió tan tortuoso, tan maradoniano, que se imponìa la fuerza de la rabia. En Estados Unidos 94 se pasó de la alegría más intensa a la tristeza más profunda en el tiempo que le llevó a Diego decir: “Me cortaron las piernas”.
Tal vez se parece lo de Japón 2002, cómo no, antes del decisivo partido contra Suecia, en Miyagi. Recuerdo un llamado desde Buenos Aires, literalmente desde el otro lado del mundo, para advertir sobre el estado de ánimo con el que aquello se vivía en el país, con riesgos de desbordes sociales: “Pase lo que pase, es sólo un resultado deportivo”, me dijo alguien, “y eso es lo que ustedes deben reflejar, analizar, comentar…”. No eran tiempos, claro, de redes sociales ni tampoco de estadios colmados de hinchas argentinos: Japón era un destino no sólo exótico, sino también caro y lejano, como para que muchos se atrevieran a la excursión con los coletazos todavía de una crisis económica brutal.
Alemania 2006 tuvo un partido de definición infartante, es cierto, y justo contra México, aquel del gol de Maxi Rodriguez, pero no hubo ni de cerca la misma tensión en la espera. Y en Rusia 2018 hubo tanto caos en el proceso que el coqueteo con la incertidumbre fue constante.
De ese Mundial caótico, eso sí, vino a la mente el gol de Marco Rojo contra Nigeria. Fue en el instante mismo en el que Leo Messi cruzó la pelota de zurda, contra el palo del arquero mexicano, y así le devolvió la ilusión a esa familia argentina, y a otros millones de argentinos, que horas antes preguntaban cómo estaban los jugadores y que durante varios minutos de ese partido angustiante había visto que estaban mal, tan mal como en el debut contra Arabia.
Si alguien quiere entender cómo funciona la cabeza en un partido de fútbol, bastaría mostrarles la primera hora de juego del partido de Argentina contra México -casi calcada de los 90 minutos contra Arabia- y mostrarles luego lo que sucedió después del golazo de Messi; fue como si la energía hubiera vuelto, como si todo hubiera vuelto a comenzar. Fue el “volver a las bases” reclamado por Messi.
El gol se gritó como se gritan aquellos que sirven para salvarse de algo, para no perder lo que tanto había ilusionado, que es diferente a como se gritan aquellos goles que sirven para lograr algo, para ganar. Por eso es más comparable al de Rojo en 2018 que al de Maxi en 2006.
Hasta ese momento había jugado pésimo la Argentina, aunque ahora el entusiasmo recuperado pretenda hacer ver cosas buenas donde no hubo nada bueno.
Desde ese momento jugó mejor la Argentina, como si lo había hecho antes de aterrizar en Qatar pero ahora con nombres nuevos, con el de Enzo Fernández como bandera.
Se le podrán buscar explicaciones tácticas y estratégicas, mostrar triángulos y zonas de calor, estadísticas y velocidad de transiciones. Pero la verdad es que el cambio fue emocional. Tan emocional que se vio lo que nunca se había visto, un director técnico con los ojos llenos de lágrimas y un ayudante fundamental, como Pablo Aimar, directamente quebrado. ¿En qué momento de la historia de los Mundiales un Mundial se convirtió en la razón de ser de tanta gente? “Hace falta un poco de sentido común, que se sepa que las jugadores también están atravesados por ese sentimiento… Y al fin y al cabo es sólo un juego”, reflexionó Scaloni cuando se le preguntó por esa imagen. Pero lo cierto es que él mismo lo había vivido con esa angustia, con ese miedo. Angustia por defraudar, miedo a perder. Nada más paralizante. El mensaje no fue en todo caso para relativizar derrotas sino para hacer más llevadero el camino hacia el triunfo.
Se supone que se reencontró el rumbo. Por lo pronto, para llegar al estadio 974, donde se jugará el partido contra Polonia, hay que combinar la Red Line con la Yellow Line en la trascendental estación Msheireb y bajarse en la estación Ras Bu Abboud. El susurro, en el trayecto, será sólo el del Metro. Aquella familia argentina, y otros millones como ellos, han recuperado la voz y la ilusión. El Mundial vuelve a comenzar.