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Cuando Messi decidió parecerse al mito Maradona
SAN PABLO, Brasil.– Y después de tantos años de escuchar el reclamo, Lionel Messi decidió apropiarse de una parte de Diego Maradona. Llevaba toda una vida cargando en silencio con algo que se parecía a una cruz: que le pidieran que dejara de ser él y se convirtiera en una réplica del mito. Messi no cantaba el Himno y entonces no era tan argentino –al revés de aquel que insultaba a los italianos que silbaban las estrofas en el Mundial ‘90–, vivía cómodo al amparo de los premios de la FIFA –no como el otro 10, siempre en pie de guerra– y, sobre todo, no ganaba nada con la selección, mientras las hazañas de Diego en la Copa del Mundo de México ‘86 se reproducen por millones en Youtube. Hasta que, apenas en cuatro días en suelo brasileño, el mejor futbolista del mundo de hoy decidió dar un paso al frente (o atrás) y parecerse en algo al mejor de ayer...
No fue gambeteando seis brasileños en el estadio Mineirao ni ridiculizando a Chile en el Arena Corinthians de San Pablo. No. El nuevo Messi, el que asomó después de la derrota ante Brasil del martes pasado en las semifinales y se ratificó con todas sus fuerzas en esta ciudad, es el Maradona que largaba fuego por la boca. El Lionel Messi que se despojó de la cinta de capitán y no fue a recibir el premio que le correspondió a Argentina por salir tercero en la Copa América es el Diego Maradona que pateaba los protocolos. El Messi que entra en la trampa que le siembra un rival como si fuera un nene que recién empieza en el fútbol es el Maradona que reacciona contra un árbitro por sentirse perseguido.
Ya había sido grave todo lo que dijo después de la derrota ante Brasil. "Se cansaron de cobrar boludeces y no fueron al VAR. Espero que la Conmebol haga algo. Pero no creo, porque Brasil maneja todo", acusó después de que la Argentina perdiera la semifinal. Una declaración maradoniana, que alguien podría haber adjudicado a la alta temperatura que le dejó a la selección sentirse despojada. Ese Messi, irreconocible, tendría por delante la calma que ofrece el después, cuando la sangre retoma su cauce habitual. Pero no. Lo que siguió lo fue insuflando, en lugar de alfojarlo. Porque los días siguientes mostraron una clara estrategia de la AFA, a la que Messi terminó montándose: adoptar el rol de víctima.
Las cartas enviadas a Conmebol exigiendo respuestas y aclaraciones urgentes y los mensajes de Claudio Tapia en sus redes sociales abonaron la teoría de la que ni el entrenador Scaloni se corrió. A la Argentina la querían fuera de la Copa, la Copa era para Brasil, los árbitros eran manejados a control remoto por la Conmebol. De pronto, lo que los protagonistas suelen decir en confianza cuando se sienten perjudicados se convirtieron en proclamas públicas. "Jugamos contra 70 mil personas y 8 de negro", sacudió Scaloni. "La Copa está armada para Brasil", levantó el dedo Messi. "Cuanto más grande sea la injusticia, más grandes serán nuestras ganas de luchar", escribió Tapia antes de entrar en la cancha contra Chile.
Messi asumió el partido contra Chile como uno importante, aunque no le fuera a agregar un gramo de prestigio a su carrera. Quería ganar, algo que le dejó claro al cuerpo técnico en las horas posteriores al escándalo del Mineirao. Estaba implicado, se lo elogiaba como el capitán que asume su liderazgo conduciendo al grupo en el césped y también en el vestuario. Les había arrancado lágrimas a algunos de los más jóvenes después de perder contra Brasil con su discurso. Y, como número uno del grupo, decidió transformar la bronca que había juntado en fútbol. Lo ofreció en buenas dosis en los 36 minutos que duró en pie, hasta que se puso a jugar el juego que Medel mejor juega y salió perdiendo.
Su cara de sorpresa al ver al árbitro Díaz de Vivar blandiendo la discutible tarjeta roja se fue transformando en estupor, mientras sus compañeros y los del defensor de Chile querían lo mismo: que el árbitro fuera al VAR a ver el encontronazo y, así, decidiera terminar el choque con dos amonestaciones. Tres horas después de terminado todo, el informe oficial de la Conmebol intentaba explicar el motivo de la roja al 10: "Le propinó un fuerte golpe con el hombro al adversario". Diría Medel después: "Estoy de acuerdo con Messi, alcanzaba con una amarilla, fue una calentura propia del partido. El árbitro es muy malo, perjudicó todo lo lindo que puede ser Argentina-Chile. Argentina fue perjudicado contra Brasil".
Una vez en el vestuario, Messi se pegó al reglamento: un futbolista expulsado no puede volver al campo de juego mientras sigue el partido. Vio el segundo tiempo en los televisores colocados adentro, solo acompañado por los utileros. Después protagonizaría un episodio impropio de un capitán: negarse a encabezar la recepción de las medallas, una obligación que le cabía. Estaba convencido –lo sigue estando– de que sus palabras anteriores no le habían salido gratis. Se quedó adentro mientras casi todos los demás –tampoco fueron Otamendi y Pereyra– subían al podio montado en el centro de la cancha.
Cuando apareció en la zona mixta, le dio la razón a Agüero, que ya había dicho que estaba "tranquilo". No vociferaba, no gritaba, hablaba con calma. Pero no tenía ninguna duda de que existía –existe– un complot. Ante cada micrófono que detuvo gambeteó la autocrítica y apuntó al corazón de la Conmebol. "Nosotros no tenemos que ser parte de esta corrupción, de esta falta de respeto de toda la Copa. Estábamos para más. Repito lo de la corrupción, así no se permite que la gente disfrute del fútbol. Quizá esto fue mandado, me pasaron una factura". Sus palabras eran una síntesis de un sentimiento común, que él –igual que en el Mineirao– decidió representar. "Nosotros vamos a hacer todo lo que haga falta para defender a la selección. Pero no sigo hablando porque si no acá te suspenden por dos años", ironizó, apenas unos minutos después, el propio Claudio Tapia.
Ya el capitán se había subido a un vehículo de la organización con Lo Celso y Di María para dirigirse al aeropuerto y subir a un avión privado rumbo a Rosario. Messi, que llegó a Brasil como el capitán de un proyecto naciente, volvía a la Argentina como Maradona. Una parte de él, ahora sí, se parece a Diego.
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