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Argentina - Brasil: la intimidad feliz de Messi, del mate individual a los 540 minutos sin freno en la Copa América
El capitán de la selección argentina transitó el torneo enfocado en el objetivo que le falta cumplir y a gusto con la nueva camada de compañeros
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Hubo un momento de enojo. Y luego, vino la duda. La Copa América no se iba a organizar en la Argentina, y entonces los planes de la selección se deshacían en el aire fresco de Ezeiza. ¿Qué hacer? ¿Jugar igual? ¿En Brasil? ¿O boicotear un torneo mal nacido y mal llevado? Siguieron reuniones telemáticas entre capitanes para fijar una postura común, con los uruguayos más encendidos y los brasileños pendientes sobre todo de las disputas internas con su Confederación. Pero hubo una voz que despejó cualquier atisbo de rebelión. ¿Para preservar a la AFA? ¿Por amor a la Conmebol? Claro que no...
“Leo quería jugar sí o sí, sabía que esta podía ser la última gran oportunidad de su vida”, confía a LA NACION alguien que conoce el pensamiento de Lionel Andrés Messi. O “Leonel Mecci”, como escribió la oficina de jugadores de la AFA en un fax (¡un fax!) que le envió al Fútbol Club Barcelona en abril de 2004 para citarlo por primera vez a una selección argentina. Cientos de viajes transoceánicos después, aquel nene, este hombre, se abraza otra vez a la cercanía de lo único que le falta en el fútbol: salir campeón con la selección que eligió representar en aquellos años juveniles, cuando España golpeaba con insistencia a su puerta.
“Leo contagia”. La voz sale de las intimidad de la burbuja, y no se refiere al coronavirus, precisamente. La mitad de esas personas (futbolistas, cuerpo técnico y médico, dirigentes y auxiliares) salieron y entraron a ese espacio cuando hubo que desplazarse a Santiago del Estero, Barranquilla, Río de Janeiro, Brasilia, Cuiabá y Goiania, los hitos geográficos donde la selección llevó sus ganas. Hasta volver a Río, principio y fin de la travesía por la Copa, donde consume la espera de la definición en un hotel de Barra de Tijuca. ¿El Sheraton, el mismo de la previa de la final ante Alemania en el Mundial 2014? No, porque a los malos recuerdos hay que ahuyentarlos.
Los comentarios que salen desde la intimidad tienen un único sentido: describir lo “enfocado” que estuvo el capitán desde el día 0. Y añaden un dato: llegó al país el 26 de mayo, y desde esa tarde no se perdió ni una sesión de entrenamientos del alrededor de cincuenta que comandó Scaloni. El mundo, como nunca, lo vio celebrar un cumpleaños en vivo: no se opuso a que sus compañeros subieran videos del festejo a las redes sociales. Él mismo grabó escenas del asado que le dedicaron, con Otamendi tirando chimichurri a la carne con la visera puesta para atrás.
“Está feliz”, retratan lo que se adivina de lejos. Será que ya hace rato que disfruta de la convivencia con compañeros jóvenes que supieron cómo llegarle. Lo sedujo la frescura de esos que no tienen ni un gramo en sus mochilas de las decepciones de ayer: solo Messi, Di María y Agüero fueron parte del ciclo de tres finales perdidas en tres años. Por eso se ríe con De Paul -el más cercano de la nueva camada- en la ronda de mates individuales, charla con Paredes y se arrima a Julián Álvarez, Romero y Molina, los más nuevos.
Salir campeón, esa idea fija
“Es momento de dar un golpe y puede ser en esta Copa América”. Un día antes del debut, ante Chile, Messi sorprendió con una frase alejada de los automatismos que suele elegir cuando declara. Y se movió en consecuencia a caballo de su obsesión: de los 52 futbolistas que Argentina y Brasil tendrán disponibles para afrontar la final en el Maracaná, uno solo completó los 540 minutos posibles en los seis partidos previos. El 10, claro. Tanto es así que le torció la decisión a Scaloni antes del partido ante Paraguay, cuando el DT había decidido dejarlo en el banco para que descansara. Incluso a sus 34 años, quiere jugar siempre, como bien pueden contarlo Guardiola, Luis Enrique, Martino… Y siguen las firmas. Su obstinación puede alterar planes, como en ese episodio en Brasilia, cuando Scaloni leyó ese deseo del capitán y tuvo que borrar y volver a escribir sobre la pizarra de la formación.
Otra vez, los nuevos protocolos pandémicos. En Ezeiza, luego de los primeros días, Messi dejó de dormir solo para compartir habitación con Agüero; las duplas se armaron recién a los diez días del comienzo de la concentración, para achicar el margen de riesgo de contagios. Pero ahora, en Brasil, todos tienen su propia habitación, bajo la misma consigna de cuidarse. Y allí, en el lujoso hotel Windsor al que la selección llegó el miércoles a la noche, el capitán mata el tiempo con videollamadas diarias con Antonela, Thiago, Mateo y Ciro, un hábito que se respeta cada noche. También después de los partidos: en el vestuario, la cábala se activó luego de cada triunfo. Ellos esperan en Rosario. A ver si, por fin, el hombre vuelve a casa con el título tantas veces deseado. Y negado.
Será su quinta final con la selección mayor, desde aquel 0-3 contra Brasil en Maracaibo en 2007, cuando usaba el número 18 y acababa de cumplir 20. ¿Cómo mensurar cuál de las cuatro derrotas le dolió más? El ejercicio es imposible, aunque del repaso salta una coincidencia: por primera vez se repetirá el escenario de una de esas frustraciones. La mitad llena del vaso invita a creer: no puede haber un estadio mejor que el Maracaná, y un rival como Brasil, para que todas las rachas negras se estrellen en el cielo del sábado. Para que Messi, más que alcanzar el récord de goles de Pelé que lo tiene sin cuidado, no tenga que volver a decir lo que expresó el 13 de junio, cuando todo estaba por hacerse: “Mi mayor sueño es conseguir un título. Estuve cerca muchas veces pero nunca se me dio. Lo voy a buscar hasta que se dé”. Nunca más.
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