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Colombia - Argentina. Sin fe no hay paraíso: la selección necesita que Barranquilla sea definitivamente una bisagra
El empate 2-2, a pesar de haber desperdiciado la ventaja de dos goles, deja al equipo de Scaloni en una buena posición en la eliminatorias camino al Mundial de Qatar, pero también lo pone frente a una obligación: elegir definitivamente a qué quiere jugar, después de tantas idas y venidas
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Hay un hilo invisible que une amorosamente a la selección con la siempre tórrida Barranquilla. No se trata de rasguñar argumentos en la estadística para validar la idea, sí de creer que detrás de las coincidencias se adivina algo: hay una cadena de triunfos clave acumulados en sucesivas eliminatorias, incluso en condiciones y momentos muy enrevesados. Atendiendo a esos datos, alguien podrá decir que ese hilo se cortó en la noche del martes, cuando Miguel Borja saltó a los 94 minutos y cabeceó con determinación para pintar el gol de un empate que Colombia celebró como lo que fue: un 2-2 a esa altura injusto, que le quitó del bolso a la Argentina dos puntos valiosos, vitales. Pero hay otra forma de verlo, si se permite el matiz: de este empate con sabor a derrota esta selección podrá aprender de una buena vez que ya es tiempo de abandonar los giros y creer en una manera definitiva de ser. Juntando alrededor de la pelota a los que mejor la tratan, y atacando, el futuro puede ser más promisorio que cuando se deja de confiar en lo propio. Si para eso sirve la excursión, entonces Barranquilla podrá seguir siendo lo que históricamente fue para esta camiseta celeste y blanca: un bonito punto de inflexión. De la convicción del entrenador y este grupo de jugadores que lidera Messi, depende.
La selección tuvo, otra vez, un giro notable de un partido a otro. No solo por los cinco cambios, que pueden quitarle seguridad a los que entran y salen, sino porque al revés de lo que ocurrió ante Chile el jueves, en esta ocasión Scaloni prefirió un medio campo de tenencia a partir del ingreso de Lo Celso. Y es allí donde reside el nudo de la cuestión: a qué se quiere jugar lo denuncian los apellidos. La pausa y el pase del volante de Tottenham -o la circulación que propone Palacios, su reemplazante en el segundo tiempo- son una señal diferente a la que emiten Ocampos o Di María, por nombrar a dos que salieron del equipo. Hay que elegir, después de tres años que lleva el ciclo, a qué se quiere jugar. Por eso, el empate no puede leerse solo al calor de la bronca: este camino parece acomodarse mejor a los intérpretes que el que invita a correr allí donde Messi no podrá ya llegar. Se insiste: si manda el pase, el control llegará más fácil. A campo traviesa, la aventura será incierta.
Anatomía de un instante. Un ramillete de camisetas amarillas corre detrás de la pelota, alrededor del área de David Ospina. Pero nunca la encuentran: el balón va de acá para allá, de un costado al otro, juega entre los pies de Nicolás González, Lo Celso, Messi y Paredes, que intenta meter una cuchillada que encuentre a Lautaro Martínez. La pelota, al final, se va larga y la jugada termina sin riesgo aparente. Pero es un autoengaño, o un respiro, porque el peligro está enquistado en el corazón de Colombia, que no encuentra cómo salir del embrollo en el que está metido. Desquiciado, Reinaldo Rueda manda un cambio: entra Luis Muriel, delantero, y sale Jefferson Lerma, un volante defensivo. Van 29 minutos del primer tiempo. La Argentina gana 2-0 en el calor y la lluvia de Barranquilla y vive, por lejos, su mejor momento en las eliminatorias, si se pudiera recortar el fútbol por partículas mínimas de tiempo. Ese instante.
El fútbol vive de momentos, está dicho. Casi todo lo que ocurrió en el primer tiempo excedió la mejor fantasía que pudo haber soñado la noche anterior Lionel Scaloni. No porque su equipo haya alcanzado la brillantez, pero el resultado parcial y las circunstancias le daban hasta entonces un hándicap inimaginable. Dos goles a favor antes de los diez minutos, la desorientación de un rival aturdido que se iba cargando de amonestaciones (y golpes como el que Yerry Mina le dio al seguro Emiliano Martínez, que lo obligó a salir) y la sensación poco habitual de tener el control del juego propiciaron un escenario ideal. Si algo podía generar una mueca era que el partido no terminaba de rematarse, a pesar de algunas llegadas claras. Pero era pedir demasiado.
Nunca un partido de fútbol es lineal. Tiene baches, subidas y bajadas, cambios de ritmo, accidentes. Y errores como el que cometió Nicolás Otamendi, el experimentado que regresaba al equipo, que estiró demasiado el brazo y le cometió falta a Mateus Uribe en el arranque del segundo tiempo, cuando Colombia mostraba otro carácter, una lavada de cara que había incluido tres cambios en el entretiempo. El penal lo transformó en gol Muriel. Lo que venía asomaba interesante: se iba a poder medir la respuesta emocional argentina ante el lógico aluvión local, ahora guiado por Edwin Cardona.
Entonces, el guión rompió con lo previsible. Porque después de unos minutos de temblor, Argentina se paró más adelante y empezó a mandar la zurda de Messi, movedizo para tornarse difícil de detectar. De ese pie salió un tiro libre que Ospina descolgó del ángulo y una asistencia a Lautaro Martínez que rechazó el arquero cuando parecía caer el tercer gol de la selección. Flotó la sensación de que el 10 iba a adueñarse del asunto, como tantas veces. Que la Argentina, al fin de cuentas, iba a imponer la jerarquía de sus individualidades. Pero claro, Colombia estaba dispuesta a cualquier cosa. Como romper con cualquier táctica y jugarse un todo o nada.
La humedad pesaba en las piernas argentinas, más lentas para llegar a los cruces, y Scaloni aceleró la ronda de cambios. El equipo, más habituado a los constantes intercambios de apellidos que a la previsibilidad, se reconfiguró con una línea de cinco defensores. Y trajo de vuelta a escena la reflexión sobre el estilo, la forma y el fondo. Con tres centrales (Foyth, Pezzella y Otamendi, con Cuti Romero -el mejor- afuera por una molestia), igual sufrió con la habilidad de Muriel, que tuvo el empate en un pie a mano con Marchesín en una entrada por el medio. En ese golpe a golpe, que tuvo a Ospina quitándole una vez más el grito a Messi, apareció la cabeza de Borja para torcer el destino argentino. O, quizás, para reafirmar que el fútbol se mide en goles pero se sostiene en argumentos.
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