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Clásicos, un mundo aparte
Emmanuel Gigliotti se para frente a la pelota y sesenta mil personas confirman con su silencio algo que es casi obvio: pocas maneras más efectivas de frenar el mundo que prepararse para patear un penal. No van ni diez minutos del primer tiempo y el estadio es ahora un paréntesis insonoro, un paisaje lunar. Nadie se mueve, nadie respira mientras Gigliotti trota, patea, y será recién después de que la pelota pegue en el guante derecho del arquero, que el mundo se volverá a activar. El arquero es Guan Zhen, quien pese a haberla tocado no puede evitar que Chongqing Lifan le gane 1-0 a Shijiazhuang Ever Bright. Gigliotti no lo sabe, no lo puede saber: acaba de meter su último gol en el año, cinco meses atrás. Chongqing Lifan terminará 9º entre los 16 equipos de la Súper Liga china, con nueve victorias y 11 derrotas. Para Gigliotti, un exiliado del lenguaje, habrá sido su 9º grito en 19 partidos como titular.
A Emmanuel lo exilió el lenguaje porque si los clásicos son partidos aparte, si son especiales, si son de vida o muerte, si hoy más que nunca no queda otra que ganar, entonces hay cosas que ya no pueden permitirse: una de ellas, por ejemplo, errar.
El de hoy será el 41º duelo entre River y Boca en el siglo XXI. Desde el Clausura 2000 al Transición 2016 se jugaron entonces cuatro tandas de diez clásicos. El 2-1 de River en el torneo Final 2014, con el cabezazo de gracia de Ramiro Funes Mori, inauguró la última, que incluyó las series de la Libertadores y la Sudamericana. En esos diez partidos se metieron sólo diez goles, hubo cuatro 0-0, cinco expulsados y un grupo de hinchas que tajeó una manga para tirarle gas pimienta a los ojos de los jugadores del rival. Leve errata, entonces: fueron nueve y medio los partidos, no diez. Algo ha sucedido con los River-Boca. En los diez clásicos que precedieron a aquéllos se metieron 18 goles, en los anteriores 20 y en la primera serie de todas, entre 2000 y 2003, 27, casi el triple de hoy. Moraleja: en los Súper se meten ahora menos de la mitad de goles que 16 años atrás.
“Desde afuera te hacen creer que es todo de vida o muerte. El fútbol se ha hecho un drama y no un deporte para disfrutar”, los contextualizó Gallardo en la revista La Garganta Poderosa, mientras Tevez confesó esta semana que todavía no los pudo disfrutar. Los clásicos, esos partidos aparte, se han apartado tanto, tanto, que últimamente pertenecieron a otro deporte, un juego hecho de nervios, parálisis y temor. “No nos patearon al arco”, dijo Guillermo Barros Schelotto después del último 0-0 en Núñez. “Fue un clásico malo”, dijo Gallardo después del 0-1 de Lodeiro, hace un año, cuando Gago se lesionó en el Monumental. El lenguaje crea una ficción, la ficción, un efecto en la realidad. Los clásicos son un partido aparte, los clásicos no se juegan, se ganan. Perfecto. La consecuencia de eso ya está acá.
“En mi vida he visto partidos aburridos, tan aburridos, que me he preguntado por qué se enfrentan y hacen eso ante 80 mil personas”, se planteó el alemán Jurgen Klopp en una entrevista con la BBC. “El fútbol tiene que ser muy emotivo, muy rápido, no aburrido, no ajedrez. Eso no está bien –sentenció–. Nosotros queremos disfrutar de nuestro propio juego”.
Con su propio juego, el Borussia Dortmund que dirigió entre 2008 y 2015 jugó 22 clásicos ante Bayern Munich: ganó ocho, perdió diez. Entre los dos equipos se acuchillaron a goles, 2,90 por encuentro, 64 en total, y eso que siete de los 22 duelos fueron en una final. Cuatro las ganó el monstruo rojo de Munich, tres, el chiflado de Klopp. Los últimos cables de las agencias alemanas indican, sin embargo, que el técnico aún estaría vivo. Un grupo de hinchas lo habría visto hace dos semanas dirigiendo al Liverpool de Inglaterra, entonces líder de la Premier League.
if/gs
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