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China eligió por fin un jugador como los dioses: Iniesta
MADRID.– Nada en Andrés Iniesta invita a pensar en la clase de celebridad que se adhiere a las actuales figuras del fútbol, o ni tan siquiera a los futbolistas que nunca serán figuras. Pequeño, pálido y tímido, Iniesta es un jugador excepcional –no duden de su vigencia– sin ningún interés en armar ruido, pero con toda la autoridad para reservarse algunos momentos que sólo están destinados a unos pocos elegidos. El sábado, en el lujoso Metropolitano que ha construido el Atlético de Madrid, fue el personaje central de la goleada 5-0 que el Barça infligió al Sevilla en la final de la Copa del Rey. Puede que el torneo haya perdido fulgor y que el Barcelona lo gestione como si le perteneciera –siete títulos de campeón desde 2009–, pero la final de Copa mantiene su carácter especial. Es el único partido que mueve a decenas de miles de aficionados en un país donde las hinchadas son inmóviles. También es el escenario simbólico de las disputas políticas y territoriales que caracterizan a España. Aunque esta final no fue la excepción –volvieron los abucheos y los silbidos al himno nacional y al rey por parte de una buena parte de la hinchada barcelonista–, la noche perteneció a un solo hombre: Iniesta.
A punto de cumplir 34 años y de anunciar su salida del Barça –desde China le ha llegado una oferta mareante que incluye la distribución de sus vinos–, Iniesta se reservó una actuación memorable en su última final en España. Por sorprendente que parezca en un hombre extremadamente introvertido, Iniesta se ha erigido en el actor central de varios de los momentos estelares del Barça y de la selección española. Ninguno más importante que su gol en la final de la Copa del Mundo 2010, un tanto que lo coloca por derecho a la cabeza en el panteón ilustres del fútbol español. Desde entonces es un ambulante tesoro nacional, condición terrible de soportar que Iniesta gestiona con la misma exquisitez que irradia en su manera de jugar.
Han pasado 20 años desde que abandonó Fuentealvilla, un pequeño pueblo de 1.800 habitantes situado en el corazón de la España agraria, para instalarse en La Masía, el caserón donde el Barça acomodaba a los chicos de la cantera. Separado de sus padres, durante meses sufrió lo indecible. Sólo el fútbol le procuró el aguante necesario para seguir en Barcelona. En el campo era un genio silencioso que no pasaba inadvertido. Con 15 años era una pequeña leyenda. En sus últimos días como jugador azulgrana, Pep Guardiola declaró que Iniesta dejaría pequeños a los mejores centrocampistas del Barça. No se equivocó. Poco tiempo después, Iniesta y Xavi comenzaron a forjar el entramado del imperial Barça de los últimos años.
Tanto Iniesta como Xavi desafiaron las convenciones que establecían un mal futuro para los futbolistas de sus características. Iniesta podía ser una maravilla juvenil, pero se decía que el fútbol se dirigía hacia el lado opuesto, al territorio de los grandes atletas, de la potencia, de una ferocidad que expulsaría a los pequeños y ligeros artistas que proponía el Barça. De hecho, el Barça de aquel tiempo estaba más interesado en contratar a jugadores como el fornido brasileño Rochemback que en adherirse a gente como Iniesta y Xavi. Nadie sospechaba que entre 2008 y 2011, España dominaría el fútbol mundial con una constelación de iniestas: Xavi (1,69) Cazorla (1,65), David Silva (1,72) y Cesc Fábregas (1,74).
Iniesta se impuso antes en la selección que en el Barça, donde no se sintió absolutamente titular hasta la marcha de Ronaldinho y Deco. Era un favorito de la hinchada que no obtenía el mismo aprecio de Rijkaard, técnico del equipo entre 2003 y 2008. En la final de la Champions League de 2006, contra el Arsenal, Iniesta no figuró en el equipo inicial, decepción que lo obligó a pensar en un cambio de equipo. Estuvo a un paso de ir al Real Madrid, pero la llegada de Pep Guardiola al club evitó cualquier tentación. Guardiola lo convirtió en algo más que titular indiscutible: le permitió expresar todo su magisterio.
Han pasado 10 años desde entonces, el mejor periodo que han conocido el Barça y la selección española, con una contribución excepcional de Andrés Iniesta, capaz de imponerse a los prejuicios sobre su presunta debilidad –debajo de su liviano físico hay un chasis de acero– y de establecer junto a Messi y Xavi un espléndido paisaje para el talento no discriminatorio: no hay barreras contra el ingenio y el conocimiento. De eso ha tratado siempre el fútbol de Iniesta, de una profunda sabiduría para elegir la jugada, el movimiento, el perfil, el pase y la gambeta, todo sin prisas, en el momento adecuado, sin estruendo, con la finura que delata a los elegidos. De todo eso, y de la deportividad que emana de su carácter, también trató su inolvidable actuación en la final de la Copa del Rey. Cuando Ernesto Valverde lo sustituyó en el minuto 88, después de conectar con Messi para marcar un hermoso gol, nadie se resistió al aplauso. Se despedían un fabuloso jugador y una época sin igual en España. Inmediatamente después quedó una extraña sensación de orfandad, el vacío imposible de llenar que dejan los genios del fútbol cuando se van.
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