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Carlos Tevez, el ídolo triste que intuía que lo mejor pasó hace demasiado tiempo
“No tengo más nada para dar. Como jugador, lo di todo”, fue una de las reflexiones de Apache, que hace tiempo que no es feliz en Boca, superado por el contexto y las presiones; su última imagen resulta todo un símbolo
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Su última imagen es una bofetada a una trayectoria extraordinaria: un penal pateado con alma y vida, que devuelve el travesaño, en un torneo de relativo valor, frente a un grande, en un estadio enorme, polémico y, lógicamente, vacío. Carlos Tevez, el que acaba de anunciar que abandona Boca, su gran amor, es un ídolo melancólico. Uno de los intérpretes más ganadores de la historia que, en las últimas cinco, seis temporadas, desde su primer gran regreso a Boca, las controversias, los deslices y los puñales internos fueron más incisivos que algunos goles de antología. Que algunos títulos de salón: él –como todos en el mundo Boca- quería la séptima Libertadores.
Está instalado Boca en los octavos de final de la Copa Libertadores. Atlético Mineiro es un buen equipo –ni más ni menos que eso-, no es un imposible. La hipótesis de River –River, siempre River en este último tramo de su carrera, al que miraba divertido cuando joven, el que sufrió como un mendigo de grande- en cuartos de final representaba un desafío maravilloso, pero evidentemente todo esto –todo aquello-, le pesaba en las las piernas. Hace tiempo que no se ríe, más allá de los dolores de la vida. Del paso del tiempo, de la pandemia. Tevez no es un futbolista feliz. Incómodo sin Wanchope Abila, que partió al olvido, incómodo con el indescifrable consejo de fútbol, incómodo con la posición en el campo de juego, con sus compañeros, con el… futuro. Apache intuye desde hace tiempo que ganar otra Copa Libertadores –ganó apenas una, el hombre que derrocha títulos de los grandes en todos los sitios que pisó- se parece a una quimera.
Su última imagen
Volvió para eso. Sufrió –desde adentro, desde afuera-, los despistes con River, la sombra del Bernabéu. Suplente con Guillermo Barros Schelotto, con Gustavo Alfaro, siempre la peleó. Lo intentó. Se fue y volvió. Con Miguel Russo era una pieza estelar en una formación raquítica, abúlica. Pero que solía ganar: el penal que devuelve el travesaño en una tarde de lunes desabrida frente a Racing no lo cambio todo: fue el disparo final, el decisivo para tomar una decisión que venía madurando largos meses antes. Las dudas de los hinchas, las dudas de Román Riquelme, ya no las soporta. Las presiones –dóciles en casi toda su trayectoria-, eran un estorbo para un ídolo de 37 años. No las soporta más.
Regresó pleno en junio de 2015, cuando el fútbol europeo lo cobijaba. Jugaba en Juventus, lo querían Atlético de Madrid y PSG, descartó unos 20 millones de dólares de China, se inclinó por la Ribera. Ganó títulos locales que no bastaron. Del otro lado, casi al mismo tiempo, un querible Marcelo Gallardo como estratega se convirtió en uno de los máximos ídolos de la historia de River como entrenador. Tal vez, el más grande. ¿Qué tiene que ver? Tal vez, nada. Pero en ese mismo período, en el que el equipo millonario consiguió todo lo que jamás pudo en el campo internacional, Tevez no podía. Polémicas, desatinos, algunos goles. Suplente, más de lo que su estirpe hubiera merecido. Se cansó. Se fue a China en 2017. La pasó mal, extrañaba, volvió. La gente –algunos hinchas-, lo miraron de reojo mientras le reabrían la puerta.
“No tengo más nada para dar. Como jugador, lo di todo”. Sus últimos meses fueron –todo un símbolo-, los mejores. El gol a Gimnasia que significó un título –y arrebatado a River en la última función-, algunas pinceladas –de 9, de 10, ¿de qué jugaba Tevez?- en tiempos recientes, el tanto en la Bombonera en el clásico… Ya no era feliz. No lo obsesionaba la copa maldita, la cabeza le daba vueltas. Quería bajarse del mundo que le salvó la vida –como contó más de una vez-, ya no soportaba más nada. El ambiente, las internas, las voces maliciosas. La gloria eterna tenía apenas siete capítulos rumbo al estadio Centenario: hoy, se parece a una soporífera eternidad.
“A los 20 años, el mundo Boca me devoró. Ahora estoy más preparado”, contaba, cuando volvió con otro color político, pleno, feliz. Sufrió mucho más de lo que disfrutó. Ahora, está en paz interior. El futbolista quedó a un costado: ganó el hombre. Y eso está muy bien, es lo mejor que podría haber pasado. Ver el futuro con ojos brillosos -en Estados Unidos, en su casa, en donde sea-, como cuando pisó por primera vez la Bombonera.
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