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Cada vez que pisa una cancha, un futbolista defiende algo: me cuesta creer que el jugador de River no quiera entregarle a Gallardo una última alegría
Cada vez que pisa una cancha, un futbolista defiende algo –una institución, una idea, sus propios intereses, su legitimidad– a la vez que representa el sentimiento popular y la camiseta que lleva puesta. Pero además, tiene una oportunidad para desafiarse a sí mismo, más aún si sabe que no ha rendido a la altura de lo que se esperaba de él.
Fui jugador de fútbol, mi cabeza sigue funcionando como si lo siguiera siendo, y entiendo lo que vive un protagonista en esos momentos álgidos donde uno se deja arrastrar por la marea de ese mundo complejo, diverso y fascinante, actúa como hincha y hace declaraciones inoportunas, participa en festejos desmedidos o dedica cánticos burlones al eterno rival. No puedo criticar a nadie por ese tipo de actitudes, de la misma manera que no quiero abrir juicios de valor sobre algo que presuntamente puede pasar pero todavía no sucedió. Me siento colega y compinche de los futbolistas y siempre abono a favor de su dignidad, pero no me hago el distraído. Sé que existen agentes muy poderosos que pueden condicionar la salud y la actitud de futbolistas o entrenadores y que han sucedido episodios tristísimos que acabaron determinando comportamientos anormales.
El destino quiso que en la definición del campeonato se crucen cuatro de los equipos más grandes del país, y las suspicacias y sospechas han sido el ineludible tema de conversación durante la semana. Pero los partidos que son o aparentan ser finales no dejan de tener las propiedades de cualquier otro, y toda esa miseria social tan arraigada en los últimos tiempos de sentir más placer por el fracaso del rival que con el éxito propio termina dependiendo de cuestiones que también son futbolísticas.
En este aspecto, no percibo en el fútbol argentino diferencias sustanciales entre el primero y el último. Boca y Racing tienen grandes planteles pero no están tan alejados del resto. Racing tiene una convicción que le permite intentarlo muchas veces, Boca ha sido más certero, busca lo que necesita para ganar el partido y lo encuentra. Pero basta con mirar cuánto les ha costado superar a rivales teóricamente más sencillos como Aldosivi o Lanús para demostrar que las distancias son limitadas. Pero además, en el fútbol intervienen infinidad de variables que pueden cambiar el curso de un partido y la lógica sólo puede aplicarse a largo plazo, no a 90 minutos, y en este caso intervienen algunos factores fuera de lo común.
Si River e Independiente llegan a esta instancia como actores secundarios es porque en ellos algo no funcionó bien. Las causas pueden ser diferentes, pero también hay puntos que son similares. Será el último partido de Marcelo Gallardo y Julio César Falcioni como entrenadores, en los dos equipos hay jugadores cuyo futuro a corto plazo es incierto y es difícil pronosticar cuáles pueden ser sus respuestas.
Personalmente, me cuesta creer que el jugador de River no quiera entregarle a Gallardo una última alegría, aunque sólo sea por una cuestión de gratitud y lealtad. La situación me lleva a la tarde de la despedida de Jorge Valdano del Tenerife después de una campaña excepcional en la que habíamos escrito páginas gloriosas en la historia de un club que no tenía historia. Fuimos a jugar a Bilbao y había tristeza. Las palabras de Valdano en el vestuario fueron muy emotivas, apelando al corazón, a la memoria, al camino recorrido. Varios terminamos llorando, pero salimos a la cancha queriendo brindarle algo al entrenador que se iba y jugamos un gran partido, más allá de que el Athletic –un equipazo dirigido por el alemán Jupp Heynckes– nos ganó 3-2 al final. Quizás existan teorías distintas igual de válidas, pero me resulta difícil pensar que los jugadores de River salgan a la cancha con indiferencia y dejadez en un partido tan particular.
La situación de Independiente es distinta, pero el canto de su hinchada la semana pasada, exigiendo ganar en la Bombonera y rescatando el orgullo, me resulta muy positivo. Es muy bueno que la gente recuerde de qué está hecho su club. Los clásicos son partidos con vida propia. El futbolista potencia sus sentidos porque entra a la cancha muy consciente de lo que se juega, de la popularidad, de la historia y de lo que significan para la gente. Es algo que sobrevuela la mente del jugador y lo impulsa a dar más de lo habitual, y está muy bien que el hincha se ocupe de recordarle que defiende una camiseta gloriosa.
Enfrente estarán los que tienen el título como recompensa, y en ellos la clave se esconde en la capacidad para manejar la tensión. Es muy difícil abstraerse del clima exterior en encuentros de esta naturaleza, y si bien el jugador de un club grande suele estar más curtido en practicar el ejercicio de rodearse de una especie de escudo protector para bloquear pensamientos que no lo ayudan o colaboran para jugar, todo es muy personal, las generalidades no sirven y hay que ponerle nombre y apellido a cada situación.
Boca, Independiente, Racing y River se citan para brindarnos una tarde memorable. Ojalá sea también un primer paso para empezar a transparentar nuestro querido y maltratado fútbol argentino.
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