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Boca le ganó a River en el Monumental y alcanzó la cima del torneo
Con un gol de Lodeiro, los xeneizes ganaron 1 a 0 y superaron a San Lorenzo en la tabla de posiciones
Boca derrotó a sus demonios. También a River, nada menos, pero antes a sus demonios. Porque últimamente había desarrollado una rara habilidad para entender sus decepciones a partir de un culpable. El árbitro, los jueces de líneas, el gas pimienta, la Conmebol, el servicio meteorológico o la altura del césped. Un especialista en rastrear excusas que hasta podían sonar casi reales. Detectar esos enemigos le servía para explicar sus frustraciones y también como consuelo. Tanta terquedad para asumir los errores lo conducía a la fatalidad. Como si no pudiese resistirse a un destino de desdicha, entonces desde el mullido colchón de la coartada limpiaba su conciencia. Esta vez asumió que ya no resistía seguir mendigando soluciones mágicas.
Había una cuenta pendiente y todas esas cosas que alimentan las llamas del orgullo. El recuerdo anima a la desmesura, por eso en un tiempo se hablará de la magnífica personalidad del equipo de Rodolfo Arruabarrena y la épica de la resistencia. Dos exageraciones. Pero habrá que reconocerle a Boca que superó sus traumas enseguida, cuando a los 32 segundos la desventura lo visitó zumbona, provocadora, y le sacó de la cancha a Fernando Gago. Entregarse a la desgracia era la opción más familiar para este plantel tantas veces tibio, pero absorbió el infortunio como el móvil para su rebeldía. Aguijoneado, arrinconado, Boca finalmente dio la talla. Un pasaje a Siberia era la otra opción. La victoria, rocosa y descolorida, le sirvió, también, para interrumpir una época de frustraciones. El triunfo y sus mil simbolismos le permitieron desactivar ese ulular burlón que lo sacaba de quicio.
Aires de venganza condujeron a Boca por el superclásico. Calculador, pragmático, gobernó el partido con una intensidad desconocida en el primer tiempo. Ordenado y prolijo, golpeó con el inesperado Lodeiro, inquietó mientras aguantó el físico de Tevez, los torbellinos de Meli despilfarraron una ocasión inmejorable y después se desentendió de cualquier recurso elogiable con tal de sostener el éxito. Hasta Orion disfrutó de un reposicionamiento especial al desviar dos cabezazos del inquieto Alario, luego de varios superclásicos pinchado como un muñeco vudú.
La determinación de Boca encontró un socio ideal en la apatía del River de Gallardo, que salvó en el primer cuarto de hora del segundo tiempo, no escapó de su vuelo tristón. Una versión casi irreconocible, sólo a salvo de los silbidos por su fabuloso pasado inmediato. Apenas la vergüenza del uruguayo Carlos Sánchez intentó traccionar a un equipo que sigue en trance, recostado en el confort de sus títulos recientes y en los dulces sueños que acunan su viaje a Japón. Esta vez ni defender el escudo lo espabiló. Ni la malicia por arruinar a Boca.
River fantaseaba con hervir a los xeneizes en sus infiernos. Con amargarle definitivamente el año. Pero ladró poco y mordió menos. Boca mostró un rato sus colmillos en el primer tiempo y luego se abrazó sin disimulos a un triunfo reparador. Volvió a ganar en el Monumental -donde no pierde desde 2010-, despidió al rival eterno de la discusión por el título, retomó el liderazgo del campeonato frente a la recta decisiva y espantó los fantasmas emocionales, algo así como su kryptonita a la hora de la verdad. Logros de una altísima rentabilidad en comparación con su exigua inversión futbolística. Esta vez no se mintió y por eso no defraudó. Para el análisis, por supuesto, quedó más ruido que sustancia. El pulso lo dictó el corazón en un escenario sólo apto para millonarios que tuvieron que descolgar los globos y las guirnaldas antes de apagar la luz.
Se trató de otro superclásico desprovisto de virtudes futbolísticas y desbordante en simbolismos. El equipo de Arruabarrena no está para grandes gestas y River extravió el impulso que le permitió construir las suyas. No podían ofrecer un clásico para el recuerdo, pero a Boca le quemaba la reivindicación. Enjauló sus ingenuidades para domar las calamidades de las que juraba ser una víctima. Boca y la venganza se encontraron con perversa complicidad. La victoria xeneize tomó cuerpo con independencia de la razón y hasta de los merecimientos. El marco monumental, desprovisto de lealtades, agigantó la conquista. Boca ya sabe que las brujas no existen ni necesitaba un exorcista para regalarse un desahogo enorme. También aprendió que alentar sabotajes o inventar profecías únicamente acelera un clima autodestructivo. Boca abandonó la irritante actitud de mártir para redactar su destino. Maduró justo a tiempo.
El gol de Lodeiro
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