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Boca - River: al equipo de Ibarra le alcanzó con ser sencillo y organizado ante un Millonario enredado en el planteo de Gallardo
Benedetto, de cabeza, marcó el gol del 1-0 y puso a su equipo en carrera en el campeonato
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Un Boca sencillo y mejor organizado fue suficiente frente a un River extraviado en su propio laberinto. Un superclásico tosco inclinó la balanza por el peso de un goleador. Un acierto en medio de un partido que fue una sinfonía de desaciertos y errores conceptuales. Darío Benedetto impuso la ley del goleador, después de tres meses en los que se había olvidado de los códigos del área entre sus ansiedades y ruidos periféricos.
Boca se puso en carrera en un campeonato que parecía tierra de transición. El novato Hugo Ibarra le ganó la batalla del pizarrón al graduado Marcelo Gallardo, que después de dirigir más de 30 superclásicos se enredó en sus papeles. Ni River se sintió “cómodo” ni fue un “estímulo” jugar en la Bombonera, como había expresado Gallardo el viernes. Quizá el entrenador se deba una autocrítica por un planteamiento y cambio de piezas que terminó por confundir a sus jugadores, protagonistas de un nivel plano, sin ideas ni el arresto final para compensar por la vía anímica lo que no salía desde la cabeza y los pies. Entrenador inclinado a las vueltas de tuerca, esta vez Gallardo se pasó de rosca con su intervencionismo. Nada de lo que diseño y retocó hizo mejor a River.
A Boca no le sobraron luces, pero siempre pareció tener un poco más claro lo que debía hacer. No dio concesiones atrás –Rossi no necesitó ser figura- y trabajó de manera más equilibrada y continua el medio campo. Como no era un partido para delanteros, cobra mucho más mérito que Benedetto se haya reivindicado después de un calvario de múltiples caras.
Lo mejor del partido
Volvieron los hinchas a la Bombonera para un superclásico después de tres años y el ambiente cayó como un inhibidor sobre el campo. Ambos equipos respondieron con inseguridades a la tensión. Infinidad de pases errados en el primer tiempo. Mucho pelotazo, más para sacarse un compromiso de encima que como estrategia para construir algo interesante.
Gallardo volvió a desacomodar todas las especulaciones periodísticas sobre la formación. Sorprendió una vez más con su laboratorio. Algo similar a la primera final de la Copa Libertadores 2018: línea de tres zagueros centrales (Díaz, Mammana y Pinola), dos carrileros (Herrera y Casco), De la Cruz auxiliando en el eje a Enzo Pérez, Juanfer Quintero de lanzador y con la misión de tapa a Varela, y la última novedad en el ataque, ni Beltrán ni Borja: Suárez, el futbolista con mejor técnica del plantel, cuando las lesiones le permiten expresarse.
Ibarra apeló a un clásico 4-4-2. A River le costó acomodarse a su dibujo en el arranque, con jugadores más pendientes de encontrar su sitio que de vincularse con fluidez a un circuito. Boca se percató de esa falta de sincronización y tuvo un comienzo impetuoso, dispuesto a plantarse en campo rival. Mucha movilidad y agitación. Pura espuma.
River apostaba por un dispositivo ligero, de corte y salida rápida para las diagonales y desmarques de Solari y Suárez. Por arriba y por abajo, Rojo fue una muralla en el primer tiempo.
¿Jugadas de gol? ¿Qué es eso en un desarrollo trabado, con combinaciones que no superaban los tres pases seguidos? Pasaba tan poco en la cancha que hasta los decibelios empezaron a bajar en las tribunas. Y eso es mucho decir en la Bombonera. La mejor atajada de los primeros 45 minutos fue una acción con la pelota detenida. Agustín Rossi, puro reflejos, le sacó un cabezazo a Mammana en un córner. Armani soportó algunas aproximaciones, pero ninguna que lo obligara a una gran atajada. Benedetto, necesitado de una reivindicación, se había mostrado como armador en un par de jugadas, pero encontrar un socio para jugar al fútbol era una tarea imposible.
El cierre de la primera etapa fue un bostezo, lo que se merecía un superclásico ordinario, sin clase ni creatividad, con dos equipos con miedo a equivocarse y que, paradójicamente, caían en una sucesión de fallas cuando se trataba de administrar el juego.
Gallardo dio una muestra para el segundo tiempo de que no había quedado satisfecho con su experimentó. Afuera Herrera, Quintero (con alguna molestia física) y Solari (si estaba físicamente curado, la lesión pareció rondarle por la cabeza). Reestableció una línea de cuatro con Paulo Díaz en el lateral derecho, Aliendro como un centinela más en el medio, Barco de enganche –función que Gallardo no le suele encomendar- y Borja arriba para que se vaya empapando de lo que es un superclásico.
El segundo tiempo arrancó tan cortado como el primero. Más interrupciones por jugadores caídos. Y también empezaron a caer los amonestados, síntoma de la desesperación. El partido estaba más a merced de una jugada puntual que de una propuesta global. Un acierto aislado podía equivaler a un tesoro. Boca tuvo dos casi seguidos. En el primero, Armani se interpuso con una estupenda volada a un remate de Pol Fernández. El córner lo ejecutó Ramírez, bien bombeado, al corazón del área, donde Benedetto le ganó a Pinola y estampó el cabezazo goleador.
El partido se había roto, sometido a una sacudida emocional. Aliendro, noqueado por un choque con Varela, le dejó su lugar a Palavecino. Ibarra se enamoró del 1-0 y armó una línea de cinco con la entrada de Zambrano por Payero. Boca se atrincheró y repelió a un River obnubilado, sin desnivel por afuera ni por adentro. En un superclásico con más de un grotesco, Rojo se privó de completar un buen partido con una patada de karate que le valió la expulsión. Igual ya no quedaba tiempo para modificar la sentencia final: Boca se quedó con el clásico haciendo lo mínimo y necesario ante un River enredado en el libreto de Gallardo.
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