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Doce horas de Boca en una comisaría... que nada tuvieron que ver con el VAR
El foco en esta serie estaba puesto sobre Miguel Ángel Russo. Boca no logró jugar bien con él en los últimos meses. Tomó, probablemente, algunas decisiones futbolísticas equivocadas. Tal vez eligió mal a los jugadores. El pensamiento generalizado era que, en caso de una eliminación, el entrenador debía dejar su puesto. Tal vez eso ocurra, pero por el desgaste que producirá esta noche escandalosa, para archivar entre los peores recuerdos de la Copa Libertadores.
La serie cambió todas las previsiones. O, mejor dicho, las deformó completamente. Irregularidades serias en el arbitraje, incluso reconocidas por la propia Conmebol con la suspensión de árbitros y asistentes, favorecieron a Atlético Mineiro hasta el extremo del bochorno. La situación se replicó en Brasil, con una utilización del VAR cada vez más sospechosa en la búsqueda implacable de encontrar razones para anular goles.
Herido, molesto, Russo se enfrentó con los árbitros con seriedad y trató de calmar a sus jugadores para que siguieran enfocados en el partido. Erraron los penales. Otra vez, un detalle futbolístico que escapa a las posibilidades del DT. El resultado suele borrar de la mente de los hinchas los recorridos. Tal vez ese último penal hizo perder de vista los más que aceptables rendimientos xeneizes en ambos encuentros. Con limitaciones, con la salida de jugadores muy importantes y refuerzos en adaptación.
Se fueron Andrada, Buffarini, Mas, Capaldo, Tevez... casi todos titulares. Cardona y Fabra, tampoco estuvieron por otros motivos. Llegaron reemplazos sin cartel y fueron titulares, como Rolón y Briasco. Igual, enfrentó con autoridad el desafío ante el que era considerado el mejor equipo de la etapa inicial. Le hizo un par de goles (que no se cobraron). Pudo ganarle antes de los penales. Pero no ocurrió.
Allí debió terminar la historia. Pero en realidad, apenas empezaba. Imposible saber quién echó lumbre en la mecha. Tal vez una provocación de los brasileños. Raúl Cascini, integrante del Consejo de Fútbol del club, fue el primero que lanzó golpes contra los empleados de seguridad y elevó el nivel de agresión. Y el resto fue caos. Todo lo que se pudo ver fue vergonzoso: dirigentes que insultaban y lanzaban botellas, jugadores que pegaban trompadas sin saber a quién tenían por delante (Rojo e Izquierdoz) y un ayudante de campo (Leandro Somoza), que levantó una valla para usarla como un arma. Si la policía brasileña cometió imprudencias como lanzar gases en ambientes cerrados, toda la reacción del plantel del Boca fue un papelón. Todo, sin su presidente Jorge Amor Ameal, y sin su principal cara dirigencial en lo futbolístico, Juan Román Riquelme. Ninguna autoridad que pusiera orden.
Y en el medio de todo ese desmadre, una de las imágenes más tristes. Un hombre de 65 años, que superó enfermedades muy graves, que puso su cuerpo para tratar de frenar un huracán. Russo le gritó desesperado a un Cascini enajenado: “¡Pará, pará!”. Y tuvo que defenderse entre empujones.
Hay un elemento más. Decisivo si el fútbol argentino quiere sanar o, al menos, aceptar su enfermedad. Las doce horas que el plantel de Boca pasó demorado en una comisaría en Belo Horizonte no tuvieron nada que ver con las decisiones de un árbitro o de un operador del VAR. Tienen que ver con la reacción. Incluso si se comprobara una trama de corrupción que arregló el partido con los árbitros, no justifica la violencia. Es tan de perogrullo que suena ridículo volver a escribirlo: nada justifica la violencia.
Todo por la obsesión de no soportar perder. Ya no se trata de aceptar un mal fallo o la derrota en sí. Se trata del ambiente generalizado. Nadie soporta la eliminación. Cada derrota conlleva un insufrible desfile de exigencias, burlas y provocaciones que alcanzan desde los medios hasta las redes sociales. Estas mismas expresiones serán bastardeadas y consideradas como un ingenuidad. Todo por una cultura que arrasó el valor competitivo (deportivo y en cualquier otro ámbito) para enfocarse únicamente en la idea de que sólo el resultado final positivo avala la felicidad.
Se puede tratar de encontrar alguna mínima causa mitigante en los futbolistas agotados y que se sintieron despojados. De ninguna manera justificarlos. Los que no tienen atenuantes son los de afuera. Los que debían buscar calma. Si tienen que irse todos de Boca por este escándalo, que se vayan. Que se queden los que trataron de parar esta locura y no pudieron. Son los únicos que entienden qué es lo más importante. Y si Russo fue uno de esos, ahora que se quede.
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