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Beckenbauer y Zagallo, el Káiser y el viejo Lobo, héroes del fútbol mundial
Las leyendas podrían haberse enfrentado en la gran final que no fue
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El Partido de los Filósofos, una parodia inolvidable de Monthy Python para la BBC, enfrenta a Grecia vs. Alemania. Confucio es el árbitro. San Agustín y Santo Tomás de Aquino, los líneas. Por Grecia juegan Sócrates (autor del único gol, en offside), Platón, Aristóteles, Sófocles y Heráclito, entre otros. Y, por Alemania, Nietzsche, Kant, Hegel, Heidegger y, “sorpresivamente”, dice el relator, Franz Beckenbauer. Único futbolista verdadero en ese clásico de puros filósofos. Y “Der Kaiser”, fallecido el lunes a los 78 años, seguro jugó ese partido de líbero. De hombre libre. Tres días antes se murió Mario Lobo Zagallo. Seis Copas Mundiales entre los dos (cuatro el brasileño, dos el alemán, ambos campeones como DT y jugador). Podrían haberse enfrentado en una final histórica, en México 70, con Zagallo ya DT. Pero Alemania cayó 4-3 contra Italia en semifinal épica. Brasil ganó la suya 3-1 a Uruguay. Fue un duelo que confirmó el apodo de Zagallo: “Viejo Lobo”.
Osé discutirle alguna vez a Zagallo en pleno Mundial de Francia ‘98 que “Lobo” era un apodo y no un apellido. El propio Zagallo (eran otros tiempos) subió hasta su habitación para mostrarme su documento. Pero “Viejo Lobo” también era apodo. Vamos a la semifinal de México 70, a la selección gloriosa que Zagallo asumió solo tres meses antes de que comenzara el Mundial, en lugar de Joao Saldanha. Uruguay se pone 1-0. Brasil sufre. Gerson, su “aduana” y voz de mando, padece dura marca personal. Decide retrasarse como “5″ y que se adelante Clodoaldo, que anota el 1-1. Carlos Alberto me contó una vez que, apenas terminó el primer tiempo, Zagallo corrió disparado a preguntarle quién había ordenado el cambio. “Gerson”, le respondió el capitán. “Muy bien”, le dijo Zagallo, “los felicito”.
Si Zagallo anotó goles en las finales de Suecia 58 y Chile 62, primeros mundiales ganados por Brasil, Beckenbauer subió al trono en la Copa de Alemania 74, final 2-1 contra Holanda, que venía de eliminar 2-0 al Brasil de Zagallo, pero que en ese Mundial ya no tenía a Pelé, Tostao y Gerson. Antes del partido, el DT, cansado de tanto elogio al “fútbol total” del rival, llamó “Johan Crush”, como la gaseosa, a Johan Cruyff, líder de “La Naranja Mecánica” holandesa. Fue su primera derrota grande como DT. En su otra final, Francia 98, todo se le derrumbó cuando Ronaldo, que había sufrido convulsiones por la mañana, irrumpió en el vestuario con los botines puestos. Zagallo ya había decidido que jugaría Edmundo. Ronaldo le rogó jugar. Fue una sombra. Brasil perdió 3-0 contra la Francia de Zinedine Zidane. El Viejo Lobo murió el viernes a los 92 años. Tres días de luto nacional. Lo velaron en el Museo de la CBF. Allí hay una estatua en su honor.
Beckenbauer, acaso primer defensor-volante que recibía trato de número 10, tal su calidad y liderazgo cuando revolucionó el puesto de líbero, ya comenzaba a contaminarse del virus FIFA. Llegó a Buenos Aires como cara del Mundial 2006. Se puso blanco cuando le pregunté por los rumores de que Alemania había ganado la sede comprando votos. La imagen en el Hotel Alvear, autoritaria y distante, contrastó con la de Sudáfrica 2010. “Te apuesto que le ganamos a Uruguay”, me desafió, riéndose, antes de la final por el tercer puesto, en el hotel FIFA de Johannesburgo. De medianoche, consumado el triunfo alemán, golpeó cómplice mi espalda: “Me debés una cena”. Pocos años después, su nombre cayó en desgracia. Vivienda allanada, testaferros, dinero misterioso de aquel Mundial 2006, Qatar 2022, multa y suspensión. Cuentan que ese final, más la muerte por cáncer de su hijo Stefan, amargaron sus últimos años.
Jugador líder del poderoso Bayern Munich, con el que ganó todo y del cual también fue presidente (pese a que en realidad nació hincha del 1860, el otro equipo de Munich), Beckenbauer era amado por los suyos y odiado por rivales. Pero aquella semifinal de México 70 contra Italia, dejando todo en la cancha, con su brazo derecho en cabestrillo por un golpe, y luego la conquista del 74, convirtieron al Káiser, alemán atípico, en el rostro amable y elegante de un país que solo parecía valorar el esfuerzo. “Si saltaba por una ventana”, definió su aura el escocés Andy Roxburgh, “salía volando”. Lo pintó Andy Warhol y bailó con Mick Jagger en Studio 54, en Nueva York. “Nuestro Maradona”, me lo define un colega alemán. Un día nació un hijo extramatrimonial: “Nuestro querido Dios”, expresó, “se complace con cada niño”.
Su fama era mundial. Cantábamos en nuestras canchas: “En Alemania Beckenbauer/ en Brasil el Rey Pelé/ y ahora, en la Argentina, es (fulano) y su ballet” (o “es el equipo de José” o “el famoso cordobés”). Todos recuerdan su carisma. Ya crack, él mismo llevó alguna vez en su auto hasta la estación de tren a un periodista sudamericano que había ido a entrevistarlo, el chileno Gonzalo Cáceres. En pleno Mundial de España 82, sin credenciales encima, policías de la Guardia Civil quisieron trabar el ingreso del Káiser al estadio Santiago Bernabéu. Cáceres, exiliado de Pinochet, se le plantó a los guardias. “No solo tendrían que dejarlo entrar”, les dijo, “sino que, cuando ingrese, todos ustedes deberían ponerse en posición de firme”.
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