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Argentina - Paraguay. La selección de Messi es una paradoja: avanza en la Copa América a la vez que retrocede
El triunfo por 1-0 la instaló en los cuartos del final del torneo cuando todavía le resta jugar un partido del Grupo A, pero la postura ambivalente del equipo la aleja de una versión confiable y en crecimiento
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Aguantar. Bloquear. Resistir. Cortar. Trabar. El diccionario de la selección argentina se abre por la parte menos lúdica a medida que da pasos hacia adelante en los resultados que cosecha en la Copa América y hacia atrás en la relación que se establece entre el fondo y la forma. El mentado estilo, eso que siempre es mejor ejercitar que declamar, entró peligrosamente en el terreno de lo confuso. ¿A qué juega este equipo, capaz de pasar de la voracidad ofensiva en la primera media hora ante Uruguay a ser una conjunción de entusiastas corredores que se pasa la mayor parte de la noche persiguiendo discretos paraguayos por Brasilia? No hay pistas irreductibles, por ahora.
Que se entienda: tampoco es que esté mal interpretar diferentes roles; de hecho, es una virtud saber hacerlo, habla bien del bagaje de quien lo hace parecer sencillo. El asunto es una pregunta que se abre por dos vías: ¿estos últimos 70 minutos se llevan realmente bien con las características de sus intérpretes? ¿Están convencidos ellos de que esto es lo mejor que pueden hacer? La clasificación a los cuartos de final del torneo es un dato objetivo, no una respuesta. Para encontrarla, habrá que esperar que el listón de la exigencia suba mucho más.
“Tomamos la decisión de ser un equipo más compacto”. La revelación que había hecho Rodrigo de Paul luego del triunfo ante Uruguay volvió a instalarse sobre el cielo de Brasilia cuando promediaba el primer tiempo del partido. Ya la selección ganaba por los méritos que había bordado en un comienzo estimulante, pero de pronto pareció activarse otra vez aquella sentencia. Un paso atrás de los volantes, al principio imperceptible, se hizo cuerpo en ese tramo del juego: la selección cambia sin disimulo su ropaje de equipo ambicioso por uno más utilitario. Como si anduviera con el tarifario en la mano: cobrada la cuenta del primer gol a favor, se pone en la vidriera el descuento del deseo de seguir yendo hacia adelante.
Así, el resto del partido configuró una escena distinta. Messi, libre por todo el frente del ataque para dejarle el costado derecho a Di María, empezó a navegar solo en la génesis de algún contraataque, con un Agüero que se deschavaba solo: tenía otra marcha. La dinámica de Papu Gómez por izquierda podía ser un revulsivo, pero la idea había virado muy pronto hacia la conservación del 1-0 a favor. Un contrasentido: Scaloni suele pregonar en las conferencias de prensa que la idea madre es tener la pelota con jugadores de buen pie, que se asocien en corto y sepan despegar. Pero Miguel Almirón empezó a ser más protagonista que el 10 argentino. Una mala señal.
El gol, conviene refrescar, había sido lo mejor de Argentina en toda la Copa América, por la variedad de recursos puestos sobre el desparejo césped del estadio Mané Garrincha (un crack al que los espantosos terrenos de su época no le impedían mostrar el arte del desaire). Un engaño de Messi con la cintura a lo Mané, su conducción de pelota veloz, la pausa poco usual de Di María, la distracción que ofreció Molina y una diagonal de Gómez para recibir la puñalada del volante del PSG se coronó con una definición de crack. Una obrita de arte, a los 9 minutos, que la selección no correspondió con la insistencia cuando el reloj pasó los primeros 20 de juego.
El fútbol es un juego que, en estos niveles, exige ciertos automatismos que hagan parecer natural lo trabajado a golpe de sesiones de entrenamientos. Acciones repetidas hasta el cansancio que se instalan en la mente y el cuerpo del futbolista. ¿Podía pretenderse ese grado de coordinación en una formación que tenía seis cambios respecto del buen triunfo ante Uruguay?
No. A esta altura, queda claro que lo único permanente en la cabeza de Scaloni es el cambio. Nadie como él conoce los vericuetos internos del plantel, que lo llevan a mover tanto la alineación noche a noche. La cercanía del partido anterior y la oposición de un rival que llegaba descansado, esta vez, figura como argumento predecible. Pero también es cierto que, así, darle continuidad a una idea de juego se hace mucho más complejo.
El segundo tiempo, más allá de un atisbo inicial, fortaleció la postura argentina: retrasarse, darle la pelota a Paraguay, y buscar alguna salida rápida. El plan se aupó a un movimiento que un clasicista podría tachar de estrafalario: antes del cuarto de hora, Scaloni decidió jugar sin 9. Sacó a un flojísimo Agüero para que las alas de Joaquín Correa aletearan en las coberturas defensivas las veces que fuera necesario, mientras Messi perdía referencias para ejercer su filantropía: ¿a quién regalarle su arte, si las camisetas celestes y blancas empezaban a quedar cada vez más lejos de su zurda? Pudo haber experimentado un déjà vu: siete años atrás, en esas mismas tierras, la selección fue mutando con el correr del torneo a una versión similar a ésta, a medida que saltaba vallas y se acercaba al título. Aquella historia terminó con un subcampeonato mundial, es cierto. Pero los rivales y el propio nivel eran bastante más elevados de lo que hasta ahora ofreció en esta modesta Copa América.
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