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Argentina campeón mundial: profesionales que respiran como amateurs, con el gen rebelde y el ADN del deporte argentino
Cuando parecía que la tercera estrella no llegaría, la selección de Scaloni se metió en la historia grande
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¿Hasta dónde es capaz de llevarnos el deporte argentino? ¿Por qué somos capaces de generar impactos que parecieran estar fuera del radio lógico de alcance? Si es un país quebrado en muchos aspectos, incrédulo, devastado por malas decisiones, donde los jóvenes emigran desafiando el desarraigo. Y sin embargo, por algún designio, abre puertas deportivas para emocionarnos, para hacernos sentir importantes. Con gestas que suenan a utopías... hasta que dejan de serlo.
Acabamos de ganar el tercer Mundial de fútbol de la historia. Tuvimos a dos de los mejores jugadores de todos los tiempos (Maradona y Messi). Parece mentira: nos pasábamos contando los años que llevábamos sin festejar títulos y de pronto, en 17 meses, el mismo seleccionado ganó la Copa América y ahora el Mundial. A Brasil en el Maracaná y al defensor del título máximo en la mejor final de la historia. Saldando deudas y mostrando que siempre hay balas en la recámara.
Un equipo que nos mostró que puede tener jugadores millonarios y otros en vías de serlo, pero con espíritu amateur para jugar. Capaces de tirarse de cabeza por la pelota. De correr cuando las piernas no responden. Por eso este equipo se metió entre los grandes hitos del deporte argentino.
Es la hora de rendirle tributo a nuestros grandes embajadores. Por un momento se pudo pensar que a pesar de haber ganado todo en su carrera, los Mundiales le tendían una zancadilla artera a Lionel Messi. Pero no: sobre el final, en el último Mundial de su carrera. llegó la mano de KO del crack al que todos querían ver levantar la Copa del Mundo. Incluidos sus propios colegas deportistas, gloriosos en lo suyo, y que volvieron a ser felices con la alegría de Leo y la selección. Desde Manu Ginóbili a Gaby Sabatini, desde Delpo a Lucha Aymar.
La felicidad de Manu Ginóbili
Aplausos de pie para el más grande de todos! 👏👏👏 pic.twitter.com/QfO72YFrLl
— Manu Ginobili (@manuginobili) December 18, 2022
¿Dónde podemos instalar este triunfo en la historia? Como primera medida, figura entre los tres grandes sucesos de los últimos seis años. Es cierto que ya habíamos ganado dos Mundiales, y que tuvimos otras dos chances posteriores frustradas en las finales (1990 y 2014), pero daba la sensación de que no habría una tercera vez.
Del mismo modo que estaba instalado que nunca ganaríamos la Copa Davis ni venceríamos a los All Blacks, las dos “utopías” que cayeron como el Muro de Berlín. Con Del Potro y un equipo inolvidable dando el golpe sobre la mesa en Zagreb 2016 ante Croacia. Con los Pumas venciendo en medio de la pandemia a los míticos Hombres de Negro en Sydney en noviembre de 2020. A Nueva Zelanda volvió a derrotársela este año, pero aquella primera vez fue rupturista.
Fueron los últimos flashes de gloria. Los que se sumaron a los grandes hitos de siempre. Los que dan dimensión de grandeza. Como aquel furibundo derechazo cruzado de Carlos Monzón que puso KO en Roma a Nino Benvenuti, en 1970, para coronarse campeón mundial de los medianos. El escopetazo de un flacucho de 28 años por el que nadie daba nada frente a una gloria mundial y que marcó el comienzo de una época inolvidable. Epopeya.
¡El Chueco Fangio! Tiempos, aquellos de los años cincuenta, donde en la Fórmula 1 no se corría como hoy, cuando al campeón, Max Verstappen, le avisan por radio desde la temperatura del caucho hasta... cómo abrieron los mercados en Asia. Manejando con muñeca, conociendo la máquina por sus orígenes de mecánico, ganó 5 veces el campeonato mundial. ¡Un disparate! Tuvieron que pasar 46 años para que Michael Schumacher pudiera igualarlo (y luego superarlo). Fangio es un emblema del deporte.
Lo mismo que la Generación Dorada de básquetbol, focalizada su grandeza en el oro olímpico de Atenas 2004, con victoria incluida en las semifinales frente al Dream Team, al que ya había vencido dos años antes en el Mundial de Indianapolis. Un grupo que enalteció la búsqueda de objetivos, representó con hidalguía al país en cada competencia, simbolizó lo que es jugar con el alma en la mano y durante más de una década se transformó en el auténtico Equipo del Pueblo.
Una dimensión en la que entran, claro, nombres como los de Guillermo Vilas, el monstruo que provocó la gran revolución del tenis en la Argentina, un país que tiene 7 títulos de Grand Slam, 4 de los cuales son suyos. O el gran Roberto De Vicenzo, campeón del Open Británico de golf y señor del deporte luego de su gesto en Augusta de admitir un error en la firma de la tarjeta que lo hizo aún más grande. O el seleccionado de rugby que logró la medalla de bronce en el Mundial 2007, ganándole dos veces a Francia, el anfitrión.
Detrás quedan otros momentos sublimes, con protagonistas que hicieron grande al deporte argentino. Campeones de Grand Slam (Sabatini, Gaudio, Delpo), medallistas olímpicos múltiples, como la Peque Pareto, Lucha Aymar, Santiago Lange. Ilustres del polo como Juancarlitos Harriott y Adolfito Cambiaso.
Un ADN especial: corazones valientes
La selección de Scaloni tiene mucho de todos estos deportistas. Existe una paradoja: muchos no saben geográficamente demasiado de la Argentina, pero sí saben que sus deportistas cuentan con un ADN que los hace especiales. Corazones valientes que se sobreponen a los obstáculos. Dueños de un amor propio particular y orgullo por representar a su bandera.
No hay una sola razón. El carácter desafiante es un factor preponderante, lo mismo que la obsesión y el inconformismo. Cada deportista novel sueña con ser el mejor. Algunos lo consiguen. Vilas tenía sólo 5 años cuando su padre, Roque, le preguntó días antes de la Navidad qué le iba a pedir a Papá Noel. “Un profesor de tenis”, le respondió. Y meses después, en una de sus primeras charlas con Felipe Locicero, su formador, se le encendió la mirada al escuchar lo que podría hacer de grande: “¿En serio? ¿Puedo jugar en otros países y ser el mejor del mundo? ¿Y qué tengo que hacer para conseguir eso?”. Como Vilas, muchos se lo plantearon, y lograron.
¿Hay carencias estructurales? Para eso tenemos la calidad de nuestros formadores. Grandes maestros que supieron transmitir sus conocimientos, sus consejos y el valor del sentido de pertenencia.
No es raro, entonces, lo que logró esta selección. Por eso se metió en el Olimpo. Con sus virtudes. Con sus defectos. Con su capacidad para emocionarse. Con el don de mostrarnos que las utopías, como los récords, están para romperse.
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