Argentina campeón del mundo: el fútbol hizo justicia con Messi y Di María; del acierto de Scaloni al error descomunal de Deschamps

Argentina acaba de consagrarse campeón del mundo después de un partido que rompió con todas las lógicas del fútbol, y ahora me toca a mí sentarme, despojarme de la admiración que siento hacia estos jugadores y tratar de explicar lo sucedido. La verdad, me resisto.

Hoy es uno de esos días en los que creo que teorizar el fútbol es inútil, que pretendemos sentirnos importantes analizándolo o anticipando lo que puede suceder cuando una y otra vez el juego nos repite la vigencia de la vieja frase de Dante Panzeri sobre la dinámica de lo impensado. Qatar 2022 nos había reservado para la final una película que encerraba una increíble variedad de géneros: romanticismo, terror, misterio... 120 minutos grandiosos que conjugaron todo lo que puede tener el fútbol, y por eso mismo se hacen casi, casi inexplicables, aunque haya que intentar lo contrario.

Alguna vez deberíamos entender que el fútbol es propiedad de los jugadores en cada instante de un partido y son ellos los que descifran, sufren y se contagian; los que aciertan y cometen errores, los que están torcidos o derechos, los que se inspiran o no. Hay que hablar menos de líneas de 3, de 4 o de 5 y más de Lionel Messi, Kylian Mbappé, Enzo Fernández, Alexis Mac Allister o el que toque en ese momento.

Lo mejor de la gran final

Mientras todo transcurrió dentro de lo imaginable, Argentina fue absolutamente superior, sobre todo en el primer tiempo. En ese lapso dio una exhibición como para despertar el orgullo. Manejó el partido a placer, disfrutando, asociándose, contagiándose del fervor, el entusiasmo y la energía que irradia un equipo cuando sabe que está jugando bien. Favorecida también por un acierto propio y un descomunal error táctico ajeno.

Quien acertó fue Lionel Scaloni al ubicar a Ángel Di María como wing izquierdo, lo que le dio a la selección más posibilidades de desequilibrar y de preocupar a Koundé, que vivió todo el tiempo desbordado por un Di María filoso, con salida hacia adentro o afuera e incluso llegando al gol en esa auténtica obra de arte que fue el 2-0. El que erró fue Didier Deschamps, que de manera incomprensible pretendió que Antoine Griezmann marcara a Enzo Fernández. El resultado fue que el ex River se movió libre y a partir de de él Argentina empezó a conectar pases mientras Francia corría detrás de la pelota.

En ese largo período el equipo tuvo, además de Fernández, Messi y Di María, varios puntos sobresalientes. Un gran Alexis Mac Allister, generoso, multiplicándose por todo el campo, entendiendo por dónde recibir; un muy buen Rodrigo De Paul, la seguridad de los dos marcadores centrales y la contundencia en el arco rival, que fue encontrando de manera natural, como producto de lo que se veía en la cancha.

La coherencia entre desarrollo y resultado duró hasta el minuto 75-80, exactamente hasta el instante en que Nicolás Otamendi comete el penal contra Marcus Thuram. A partir de ahí el juego le dejó paso a la emocionalidad y comenzó otra historia diferente.

Unos minutos antes, Mbappé había comenzado a moverse libremente por el campo, como lo indica su naturaleza, y eligiendo hacia dónde ir en cada jugada. La selección que dirige Deschamps es misteriosa. Se explica desde sus goles, no por un desarrollo de juego del cual carece. Sobrevive concentrando el 80 por ciento de su poder en la velocidad y habilidad de su máxima estrella, pero cuando los chispazos del delantero del PSG resultan eficaces le alcanza para discutir un partido donde no había ni rastros de un campeón que buscaba hacer doblete. El 2-1 llevó el partido al territorio de Mbappé, el empate llegó al minuto siguiente y entonces comenzó a flotar la sensación de que los siguientes goles podían caer de cualquier lado.

En el fútbol la personalidad es un rasgo superador y Argentina demostró una vez más que la suya es tremenda. Como contra Países Bajos, supo reponerse con el refresco de Leandro Paredes y la recuperación de las buenas intervenciones de Messi, más acompañado por Lautaro Martínez (lamentablemente anduvo todo el Mundial cruzado para el gol), los volantes y Marcos Acuña por la izquierda. Llegó el 3-2 que pareció decisivo de un modo impensado, con Messi empujando la pelota casi debajo del arco, algo que parecía difícil porque ya Francia lo había rodeado mejor y alejado de su área. Después el penal para una nueva igualdad, la formidable atajada del último minuto de Dibu Martínez ante Kolo Muani, el cabezazo fallido de Lautaro con el aliento final y la tanda de penales.

Un Mundial no se gana sin sobresaltos. Todos los campeones han sufrido y pasado por momentos de mucho apuro y Argentina no le escapó a las generales de la ley. Se lo merecía este grupo de jugadores, sobre todo Messi y Di María, los que más han sufrido la condena por la falta de títulos durante la década pasada. El fútbol termina siendo muy justo con ellos, porque se resistieron, porque nadie claudicó y todos pusieron el pecho para jugar con el corazón, movilizados por la ilusión, una emoción tan potente que es capaz de destrozar cualquier intención de análisis futbolístico y llevar al éxtasis a un país entero.

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