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Argentina - Bolivia: un Messi insaciable, lo mejor de la fiesta que la selección se regaló en una noche redonda de principio a fin
La figura omnipresente del capitán gobernó el reencuentro de los campeones de América con el público, que celebró en un Monumental feliz el título reciente
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Nada más extraordinario que disfrazar de rutinario semejante ejercicio de talento. No importa cuántas veces lo haya hecho antes: siempre hay espacio para una reversión. Noche, luces, color, el reencuentro con el público, ganas de que lo haga otra vez... Y él va y lo hace otra vez. Desde el lugar de observador se puede intuir que debe ser difícil ser Messi y cargar con las expectativas siempre altas que se posan sobre su figura. Pero resulta que no. Él las naturaliza con una manera de entender este deporte que vale más que su ristra de títulos: siempre quiere más. Aunque cualquiera pueda imaginar que ya lo tiene todo, va y se inventa otro amague, un remate, una pared… Tres goles. Si para el público el partido era una excusa para otra cosa, él se encargó de poner todo en su lugar: a la fiesta había que darle elementos nuevos, no solo el recuerdo celebratorio inmediato, para que tuviera real sentido.
Un triunfo con goleada ante Bolivia, que hace todavía más agradable el viaje hacia Qatar, sirvió de escenario para que la selección pudiera escuchar el “¡dale campeón!” coreado en ese momento posterior de aplausos sostenidos. Le toca a esta generación de futbolistas transitar un momento de gloria, tan negado a la anterior, y sentar las bases hacia un futuro inmediato: para honrar el título reciente, este grupo parece tener claro que hay que seguir, más que mirar atrás. Para eso, seguro, sirven estos seis puntos cosechados en esta triple fecha de eliminatorias, a la espera de que se decida en los escritorios que ocurrirá con el episodio de San Pablo. Pero eso, a esta altura, no depende de ellos. Tampoco ese incidente, se plasmó en esta noche, los desvió del objetivo. El mismo que persigue su emblema ante cada rival, se llame Bolivia o King Kong: ganarle. Un gesto del más puro amateurismo en medio de un fútbol cada vez más exageradamente mercantilista.
¿Cómo trabajar en medio de una fiesta? La selección tenía ese desafío, arropado por un público dispuesto a homenajear a los campeones de América. Se notó temprano en el Monumental, cuando más de media hora antes del comienzo del partido, el capitán saltó a la cancha con su tropa detrás y enseguida recibió la caricia popular: “Que de la mano de Leo Messi todos la vuelta vamos a dar”, cantaban los hinchas desplegados en las cuatro tribunas. La sonrisa plena del 10, la mano derecha agitándose en señal de agradecimiento, su rutina de los tiros libres antes de empezar… Ante eso, el equipo tuvo desde el inicio una actitud que desmintió cualquier posibilidad de relajación. Antes de la obrita de arte que Messi consumó a los 13 minutos, ya Lampe se había tenido que estirar tres veces ante francas jugadas de gol. Era Argentina un equipo volcado en ataque con Di María y Papu Gómez como extremos para que por adentro pudieran mezclar el muchachito de la película y Lautaro Martínez. Entonces, si había anunciada una fiesta para el post partido, había que corresponderla así. Corriendo como Acuña o marcando como Paredes, la llave que abrió el golazo de Messi con un robo típico de quien está concentrado ante una pelota suelta.
El mejor gol de Messi, el primero
En todo el primer tiempo, al amparo del recurrente canto del público, la selección tuvo más juego que jugadas. Cuando las enhebraba, Bolivia temblaba. Así acumuló 11 remates (solo dos al arco) y orilló más de una vez el gol, sobre todo cuando el que participaba de esas acciones (y eso ocurrió casi siempre) era Messi. Solo había una marca gris ante un dominio territorial y de posesión muy marcado: ciertos desacoples en defensa que incluso permitieron una jugada clarísima para los visitantes: el incisivo Vaca la desaprovechó.
De todas las sociedades que alumbraron en la era Scaloni, la más consolidada la componen De Paul y Paredes. Esta vez, particularmente, exhibieron el rasgo de seriedad que una noche así reclama. Sin aflojar nunca el ritmo, no se dejaron tentar por esa superioridad tan manifiesta: corrieron, metieron y cuando pudieron, jugaron. El de Atlético de Madrid merodeó el grito propio con un remate apenas alto en el arranque de la segunda etapa. Hubiera sido un premio justo para la figura de la final del Maracaná.
La rueda de los cambios, cuando la llovizna le bajaba grados a una noche destemplada, trajo a la cancha a Joaquín Correa, uno de los que había entrado bien en Caracas. La selección se estaba rediseñando cuando sobrevino el segundo gol, una combinación de velocidad y precisión entre Messi y Lautaro que culminó con el segundo tanto del 10, ahora de derecha, tras rematar dos veces. La insistencia le pagó con un grito que también fue un récord. Otro para su impresionante colección.
Después de ese momento, empezó a flotar la sensación de que nada más podía ocurrir, aunque faltara el gol que redondeó el triplete. Se fue ovacionado Di María, por fin, en su propio país, como luego también recibieron Otamendi y De Paul sus aplausos. Scaloni, destinatario de una canción también, agotó los cinco cambios con los ingresos de Ángel Correa, Nicolás González, Exequiel Palacios y Martínez Quarta. Pero el público, cómo no, volvió a entregarse enteramente con sus gritos a su capitán, el que disfruta a los 34 años esa gloria que persiguió tantos años. Llega ahora, en el tramo final de una carrera incomparable. Lo mejor, tal vez, sea que él no vive este momento como una culminación. “Falta poco para el Mundial”, había dicho un día antes de este partido con color de homenaje que él convirtió en otro día en la oficina.
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