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Alejandro Dolina: "Artistas como Maradona construyen su propio protocolo"
El futbolista se niega a colgar los botines, no hay caso. La pandemia pudo haber suspendido la relación entre Alejandro Dolina y la pelota de fútbol, pero solo momentáneamente. Hay pruebas de que se trata de apenas una pausa: pueda darlas la "escueta" terraza de su casa, por donde va y viene rigurosamente para no perder la forma. Si el hombre conserva el toque se verá más adelante, cuando vuelva a esos partidos en cancha de 6, que eran su religión semanal. "Estoy entrenándome brutalmente con la esperanza de que algún día pueda volver a jugar al fútbol, para ver si puedo prolongar mi carrera un tiempito más. Tenemos un partido muy bueno, con gente de distinta edad, algunos con experiencia profesional incluso. Es más fácil jugar con los que juegan bien", asume su condición este futbolista aficionado que alguna vez se animó a hacerlo en su programa de televisión.
Pero esa terraza, confiesa, lo vio triste en este tiempo. El motivo de la congoja era el mismo que habitaba las almas de otros millones: la muerte de Diego Maradona. El asunto y sus alrededores abarcan buena parte de su entrevista con LA NACION, a quien recibe cálidamente de la manera posible: por una plataforma virtual. El Dolina reflexivo, el que traza parábolas, también el emocional, se filtrará por todas las hendijas de una conversación de una hora.
—¿Algo lo sorprendió?
—La magnitud de la repercusión y el carácter ecuménico, que el dolor haya atravesado el mundo de un modo tan amplio. En mí mismo me sorprendió la intensidad del dolor que sentí. Quizás tiene que ver con que lo he tratado y que ha sido el ídolo de mis hijos. Lo han conocido siendo chicos, él ha tenido la bondad de bientratarlos en algún momento y entonces es un dolor que comparto con los que más quiero. Alguna lágrima se me ha escapado por mí y otra se me ha escapado por ellos. Compartimos un almuerzo una vez, cuando mi hijo Alejandro estaba en una edad de erudición futbolística: entonces participaba de la charla con comentarios: "Sí, ese jugador era de tal equipo y después fue a tal otro", "sí, cuando hizo el pase atrás pasó tal cosa". En un momento, Digo me mira y me dice: "¡Pero este se las sabe todas!". Eso fue un motivo de orgullo para mi hijo, debo decir con cierta lamentación, mucho mayor que sus éxitos escolares (le sale esa carcajada marca registrada).
—Decía usted en su programa de radio que la reacción ante la muerte de Maradona le despertó una esperanza...
—Cuando se llora a un muerto querido, suelen haber en el mismo velorio personas enemistadas fuertemente, una situación que se da mucho. A veces, el dolor común puede unir, ser el principio de una reconciliación, siendo demasiado optimista. O el principio de una convivencia un poco más comprensiva, siendo no tan optimista. O el principio de nada, siendo pesimista como soy siempre. Es un momento en que las enemistades se olvidan. Por ahí en la esquina nos agarramos a trompadas otra vez. Yo siempre conservo una esperanza, no de reconciliación ni de síntesis hegeliana, pero sí de una mejor convivencia. Convivencia ni siquiera exige respeto, que es una cosa más profunda, exige una valoración de lo que se respeta. Podemos no respetar las ideas del que tenemos enfrente, pero sí mejorar la situación general no agrediendo, extirpando la violencia de nuestro trato diario. Eso sirve para que todos vivamos un poco mejor y el aire que nos rodea sea un poco más limpio. Si elimináramos los denuestos, las malas palabras, las amenazas… Incluso hasta podríamos atesorar un poco de odio, yo eso lo comprendo. Un poco más de sujeción, de autocontrol incluso.
—¿Se nos fue la mano con nuestros intentos por lanzar grandes reflexiones sobre Maradona?
—Tuvimos una tentación psico-filosófica de darle significado a la muerte. Eso me aburre un poco. Viene un amigo y me dice: "Diego nos representaba todo", o "Diego es lo que nosotros no fuimos", o "Diego es lo que nosotros somos en el fondo"... Qué sé yo. No puedo evitar que siempre la respuesta a esas elucubraciones sean, por mi parte, desinteresadas. Me importa un bledo. No me parece un ejercicio intelectual muy fructífero. La otra parte es el análisis exhaustivo de las circunstancias de la muerte. No me entusiasma mucho todo eso. No lo critico, solo confieso un sentimiento personal.
—En "Cuando Maradona conoció a Gardel", aquella película que usted y él filmaron, Diego decía: "Y si lo encuentro a Gardel, ¿qué hago?". Hablaba del mito, algo que él encarnó en vida.
—Diego fue mito mientras vivía, sí. Como el rey San Luis, que fue Luis IX de Francia. Él tenía fama de santo -convengamos que Diego, no-, entonces la gente le arrancaba pedazos de las ropas porque los consideraba reliquias. Arrastrar su santidad en vida habrá sido una carga, como también para Diego arrastrar su carácter de dios pagano en vida fue difícil para él. Yo no sé si hay que entenderlo, me conformo con quererlo mucho. Y sentir que el afecto de los demás de algún modo también se me pega. Me gusta quererlo y que lo quieran los demás. No sé si es un consuelo, pero empieza a construir una tristeza que tiene algo de noble, y entonces es más fácil soportarla. "Todos lo quisimos" es un inciso que ayuda al consuelo. Él me ha tratado siempre con mucho cariño, con benevolencia, con mucha generosidad. En estos días, debo confesarle, me he encontrado varias veces en el medio de un sollozo.
—¿Qué le despiertan los que separan en partes a Maradona según lo que les parece correcto a ellos?
—Hay una intolerancia de las buenas personas que es peor que la de los malvados. Yo vivía en un barrio de clase media donde había diferencias. Algunas familias prohibían que sus hijos se juntaran con los de familias más pobres, o de las que sospechaban alguna clase de ilicitud. En fin, cosas que pasan en todas partes del mundo. Detrás de eso había un sentimiento de superioridad que no tenía un correlato en los verdaderos méritos, me parecía ver a mí, que era un pibe. Yo no veía en esas personas que prohibían a sus hijos juntarse con los de Fulaneti que fueran mejores que los Fulaneti. No veía dónde estaban los méritos que fundamentaban esa prohibición y ese deseo de no contaminarse. Incluso, a veces eran peores que los Fulaneti. Si en vez de tener 9 años hubiera tenido 58, hubiera dicho que ése era un prejuicio de clase. En aquel tiempo me parecía raro. Como yo formaba parte de los que eran tolerados y admitidos, mi venganza era juntarme mucho con los de Fulaneti. Mucho más que en Argentina incluso, eso existe en otros países. Estoy pensando en algunas partes de Estados Unidos, donde además de eso hay otros prejuicios que tienen que ver con las religiones, el color de la piel, etcétera. Y con Diego, imagínese… "¿Cómo le voy a permitir a este muchacho que juega tan bien al fútbol que se drogue?" Yo considero que drogarse fue un error y una desgracia para él, que pudo tener una vida mejor. La droga es una porquería. Pero de ahí a estigmatizar a una persona porque se droga en lugar de acercarse y ver de qué otro modos nos podemos conectar es una cosa que no compartiré nunca. Creo que muchas personas son tan buenas, tan amantes de la corrección, tan impolutas, que da asco. Es preferible alejarse de ellas en busca de algún malvado que te comprenda.
—No nos cansamos de ver el segundo gol de Maradona a Inglaterra, tan asociado al relato de Víctor Hugo Morales, a quien usted admira, ¿pero es verdad que usted prefiere el gol sin esos aditivos?
—Nos hemos acostumbrado tanto a la realidad mediática y televisiva que los chicos hacen cosas que no forman parte del juego, cuando juegan. Hacen el grito de la tribuna, por ejemplo, y podría decirse que eso es real. Pero el relato no es real. Yo escribí un cuento basado en un pibe que conocí, que jugaba al fútbol y se relataba: "Toma la pelota Baldesarre, ¡qué extraordinario!". Lo hacía por la costumbre que tenemos de ver las cosas según nos las cuenta la televisión. Entonces esperamos que la realidad tenga un zócalo, esperamos que después de que un amigo nos diga algo, venga un locutor y lo auspicie. "Auspicia este apretón de manos farmacia Gigliotti, de Caseros"... La realidad no es así. Cuando uno está jugando al fútbol está solo, con sus compañeros y rivales. No hay un relator, ni un auspiciante, ni un zócalo, ni un cuadradito arriba que diga cuántos minutos van, ni otro que diga la temperatura, ni hay música de fondo cuando besamos a alguien. Tendríamos que reconectarnos un poco con la realidad tal cual es. Tal vez debamos resignificar la categoría de la presencia en nuestras vidas, estar un poco más presentes, no convertirnos en un streaming, en dos figuras en una pantalla. Resulta que estamos ausentes en todas partes, incluso en lugares donde aparentemente estamos, como en esta conversación, con usted en su casa y yo en la mía.
—El eje no es la tecnología, más bien lo que hacemos con ella...
—Es que la tecnología está muy bien. Pero si viene con un paquete de datos anexos, el resultado de lo que usted ve se resignifica. No es lo mismo que usted me vea en la esquina y me dé la mano a que me vea en la TV y un zócalo diga: "Dolina, el asesino de Villa Ballester". Ahí la cara que tengo cambia. Y si llena la imagen con una música y comentarios, no es lo mismo. No es lo mismo que una cosa ocurra una vez a que ocurra 700. Usted me ve pasar en un auto a alta velocidad 50 mil veces. Eso resignifica la cosa, cambia nuestra noción y nuestra percepción de la verdad.
—Lo traigo al fútbol de hoy: ¿lo atrae?
—Me gusta mucho el fútbol de este tiempo. Olvidemos este año particular, vayamos unos dos o tres años atrás, en las épocas de oro de Messi en Barcelona, del gran Manchester City de Guardiola, del Real Madrid de Zidane… Creo que es la época en la que mejor se jugó al fútbol, nunca se jugó tan bien. Un fútbol de control de pelota, de rigor estratégico y técnico que antes no se veía. Antes no había jugadas tan largas, no duraban tanto. Claro que había cracks que podrían jugar ahora, pero se veía un fútbol más ordinario. Contrariamente a lo que podría pensar una persona aficionada a los mitos, no es que hubo una edad de oro en la que todos eran buenos. Esta es la edad de oro. Lamentablemente, el campeonato argentino no es el mejor exponente, pero en las grandes ligas europeas se juega un fútbol extraordinario, que me gusta mucho ver y disfruto muchísimo.
—Hay una dificultad añadida: jugar bien a tanta velocidad
—Claro, es muy difícil eso. No existe caminar con la pelota. Soy admirador de la economía de movimientos del que con poco hace mucho, como Riquelme o Zidane. Después están los fuera de serie, como Diego Maradona. ¿Quién va a discutir el criterio de Maradona? Si uno es genial, ¿para qué va a tener criterio? Lo que él haga será lo indicado. El genio construye nuevos criterios, no sigue los de otros. ¿Por qué Diego pateó desde ese ángulo para hacerle el gol a Bélgica? En cualquier otro estaría mal. Pero esos no son muchos. Después viene una categoría de jugadores extraordinarios. Pero los que construyen su propio protocolo, su propia forma de jugar, son dos o tres en toda la historia. Son los que elevan el fútbol a la categoría de arte.
—Póngales nombre, Alejandro...
—Maradona, Messi y Pelé.
Volver a la otra cancha
Prudente, Dolina respetó las recomendaciones al pie de la letra una vez que el coronavirus se convirtió en un problema real. Por eso, acepta, retomar los hábitos anteriores exige nuevos aprendizajes. Se adaptó, aunque no le haga tanta gracia, a que el fútbol por TV tenga sonidos impostados, por ejemplo. Y ahora, en su rol de artista, mudará el formato de su espectáculo. Después de meses de hacer su programa radial desde su casa, ofrecerá por streaming una edición especial de "La Venganza será terrible", junto a Patricio Barton y Gillespi. "Algún entusiasmo siento: voy a reencontrarme con mis compañeros", dice, con su tono característico. Será el domingo 27 de diciembre, a las 21.30 (entradas en entradauno.com).
—¿Será posible, esa noche, esquivar la palabra Maradona?
—En el programa acostumbramos a no vincularnos tanto con la actualidad. Tratamos de no aprovechar las muertes como estímulo artístico. No me atrevería jamás a hablar una hora seguida de Diego, ni hacer un concurso de vivencias: quién lo conoció más, quién tiene la mejor anécdota... En el programa ya dije lo que tenía que decir. El streaming será sobre los temas de siempre, que no son actuales, pero de algún modo siempre lo son. Por más que uno esté hablando de temas clásicos, estamos reflexionando sobre la condición humana, y eso es algo que siempre está presente.
—Dolina en streaming: ¿lo imaginó?
—Es un sucedáneo, un reemplazo del teatro que no tenemos, del público que no tenemos, del convivio que no tenemos. De esa maravillosa interacción entre el público y el artista en acción. Nos permite un acercamiento. Por otro lado, estaremos los tres juntos, bajo un mismo techo, que es algo que no ocurre desde el comienzo de la pandemia. El programa de radio lo hacemos cada uno desde su casa, con los inconvenientes que esto presupone: pisarse, quedarse todos callados de golpe…
—Como les pasa a los futbolistas, deberá acostumbrarse a jugar sin público...
—Hay que inventarse nuevos protocolos artísticos de pausa, de enunciación. Supongamos que uno sea chistoso, ¿qué pasa a la salida del chiste? Uno no encuentra nada, entonces tiene que construir una máscara para eso, una forma artística de salir de ese silencio. Hay que zurcir el relato, decir algunas palabras que ante el aplauso no hacen falta. Eso es muy difícil. Al estar juntos, nos apoyamos unos con otros, pero he hecho otros estando solo, y no era sencillo darse ánimo. No hay tanto escrito, no hay literatura sobre cómo comportarse. El mejor entrenamiento sería un teatro desierto (se ríe, otra vez).
—¿Promete malas palabras?
—Pienso: ¿qué es lo que impide que una persona no pueda expresarse sino con malas palabras? Yo creo que lo que impide eso es la falta de vocabulario, más que un estado de alteración. A mí me gustan las malas palabras como recurso. Alguna vez hemos discutido con Fontanarrosa, que una vez dijo en el Congreso de la Lengua que las malas palabras deberían ser consideradas palabras comunes. Yo le decía que no, que las palabrotas eran necesarias para escandalizar, el idioma sirve para expresarnos. Cuando queremos escandalizar a nuestro interlocutor, o al lector, usamos las malas palabras. Hay casos de escritores que las han usado maravillosamente. Pero si las utilizamos porque no viene a nuestra mente el término adecuado, entonces lo que estamos exteriorizando es nuestra falta de recursos. Y pierden el efecto, muestra la falta de relieve. Es una laxitud del cerebro que no debe ser admirada ni aplaudida. Y lo peor: no es eficaz. Si la mala palabra es muletilla, ya no es nada.
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