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¿A quién puede gustarle esto? Contracrónica de eso que llaman “Superclásico”
El partido más convocante del fútbol argentino es un retrato a cielo abierto cargado de sentidos
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Hoy acá está pasando algo. Faltan minutos para las cinco de la tarde y la gente está toda. Ya caminó por cuadras para entrar, los niños de la mano, las camisetas blancas y rojas y negras y rojas y verdes y rojas, la botella de plástico cortada al medio para tomar algo en el camino porque la garganta no puede más. Hoy acá está pasando algo. Las calles cortadas son la marca. Por acá no se pasa porque esto que pasa pasa pocas veces. Se tiene que notar. La gente ya avanzó por las veredas, por la calle, en autos, en colectivos, con los brazos afuera de la ventanilla como si lo único que importara fuera eso, el aliento, el aliento en los brazos, que se estiran y se doblan y lo hacen de nuevo. Cantan. Hoy acá está pasando algo. Juegan River y Boca y antes de que empiece el partido una mujer se abrazó con un hombre de anteojos negros y heladerita entre las piernas. Se rió tanto. Le dijo algo al oído y volvieron a abrazarse. Él abrió la heladerita y estaba llena de cerveza y sándwiches de milanesa. Le dio una y dos. Para la previa. Para acompañar los fuegos artificiales que interrumpen el tránsito, el humo que generan, que mete todo dentro de una niebla, no, de una nebulosa que podría ser la única forma de definir esto. El estacionamiento libre a cinco mil pesos. Acá pasa algo. Se siente aunque no se encuentren las palabras. Es la Argentina. Es el deporte más popular. Son los dos equipos con más fanáticos. Esto es un centro o un núcleo. Atómico. O la Tierra temblando antes de partirse al medio. De dejar salir la lava dispuesta a pasar por la piel y dejar las llagas. Ese dolor. La pelota todavía está quieta pero igual.
Lo que pasa no es el fútbol. ¿A quién le puede gustar esto? Once de un lado, camiseta blanca y roja, once del otro, camiseta azul y amarilla, y lo demás. Solo eso. Por noventa minutos. Veintidós personas que corren detrás de una pelota para meterla en alguno de los dos arcos separados entre sí por varios metros. En silencio. Pase a la derecha, pase a la derecha, pase a la izquierda. Pase más cerca del arco. Esquivar a uno. Esquivar a otro. Pase adelante. Gambeta. La pelota al pie. Remate. Uno lo intercepta. Afuera. Tiro de esquina. De nuevo algo parecido. Uno al piso. El árbitro que interrumpe. Pelota parada y el resto. Una repetición insoportable. No es cierto. No es esto. ¿Messi cuando era un niño soñaba con esto? Le decía a la madre: “Ma, quiero correr detrás de la pelota, quiero que me persigan para sacármela y tirarme al pasto. Ma, muero por patear un córner”. No, acá el fútbol es lo de menos. O es otra cosa. Y el fútbol es lo demás. Esto es lo que pasa acá. Un superclásico.
Hay ochenta y cuatro mil personas alrededor de la cancha completamente desquiciadas. Y muchas más en sus casas. Son millones. De este cuadro y del otro. Dispuestas a entregar lo que tienen, a hacer lo que no pueden. A festejar de la mano de un desconocido. A llorar si hay motivo. A olvidar las cuentas que no se pueden pagar, los viajes que no se pueden hacer, los remedios que hay que tomar, todas las soledades. Eso es el fútbol, este clásico. Uno detrás, uno al lado. Tan pegados. El saltito, de nuevo, que hace crujir el cemento, la gente en la tribuna que se mueve como agua, esa voz que se forma solo cuando la hinchada canta y que bien podría ser de alguien pero no, no tiene dueño, no es grave, no es aguda, es algo nacional. La flor del ceibo. Vamos, vamos, el que no salta, hoy te vinimos a alentar, pongan huevo. Las tiras de colores que caen desde arriba como si el cielo también estuviera acá, viendo esto. La multitud coordinada y prolija al igual que en ninguna otra ocasión de ningún día en ningún año de este país. Otra vez fuegos artificiales, que hacen pensar que se están rompiendo las cosas. Debe ser cierto. Los aplausos, las banderas, Quiero intoxicarme con vos, Los pibes de Torcuato, Llavallol Candela, Adicto a ti, Bastará solo con verte, Benja. La alegría hecha rabia lista para masticar las piedras. El chiflido cuando el equipo que no es el local hace algo bien que duele como los clavos en las palmas. Las manos en la cabeza, desordenando el pelo para resistir. Esa voz que no existe otra vez y que habla de la final de la Copa Libertadores en Madrid.
Ya es el segundo tiempo y las gargantas parecen uñas contra un pizarrón. ¿A quién le cantan? ¿A quién insultan? Si nadie disiente. Se ve que es posible. Todos quieren lo mismo. Acá faltan los otros pero de eso no se habla, hay un agujero. Que sin embargo se llena. Los hinchas lo logran. Están acostumbrados. Esto es el fútbol. La ausencia total de sentido. Es querer comprar entradas para ir a un recital de Charly García y que en la ventanilla de venta alguien le diga, no, disculpe señora, usted es demasiado fanática como para ir a verlo. Sí, es esto, lo ridículo. Gritar como si el contrario estuviera a centímetros y tener absoluta conciencia de que no lo está, de que hace más de diez años que se juega sin hinchada rival. No importa. La furia no baja. Tiene que llegar hasta el living de cada una de las casas de la otra mitad.
Esto debe ser el fútbol. El aire que estalla. El viento que genera. No lo otro. Eso podría ser handball, por qué no. Se llamaría fútbol si quisiéramos. Tendría sus superclásicos. Messi podría haber jugado al handball y el resultado sería el mismo. La pelota en la mano, pique, pique, pase a la izquierda, a la derecha, tiro al arco, atajada o gol. Aburrido. La cancha no importa. Es lo demás. Cada uno de los bordes. Los costados. Saltito, saltito, la rodilla que duele pero saltito, el hijo sobre los hombros, la niña con la camiseta de vestido, el olor a paty, los besos, la presión en el pecho, la afonía, la lealtad como herencia familiar, los carteles y los fuegos artificiales, que por la tarde cuando se apagaban y caían parecían pedacitos de brillantina.
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