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A Maradona lo quisimos escandinavo, qué suerte que nos salió argentino
Se murió solo. No hacía falta ese giro paradojal, si el guión ya lo tenía todo. ¿Cuál guión? Mejor escribirlo en plural: hay biografías, películas, cortometrajes, novelas, series, canciones y más expresiones del arte que intentaron y seguirán tratando de aproximarse a algunos ángulos del mito Maradona. Y ahí va él, al que el mundo escaneó metro a metro desde que era menos que un adolescente, y se las ingenia para gambetearnos a todos incluso en el último instante. Arranca por la derecha el genio del fútbol mundial y dibuja una finta impensada más. Y entonces, se muere solo. Él, pasión de multitudes. A nadie le concede ser testigo de su final en la tierra, tal vez porque los que más lo amaron no estaban allí. Quién sabe. Pavadas que uno piensa ahora que es difícil pensar.
¿Él, en quién habrá pensado? ¿En qué? ¿En qué pensará ahora? ¿En los que lo lloran porque antes lo rieron? ¿En los que ríen porque antes lo lloraron? ¿En esos chicos que hacen fila para despedirlo aunque nunca lo hayan vivido? ¿En los refutadores de leyendas (permiso, Dolina), que asisten ahora, otra vez, a una constatación mundial de su dimensión? ¿En los ateos, espantados por las invocaciones al Dios del fútbol? ¿En los creyentes, que le rezan? ¿En él, en su devenir único, imborrable? Eterno.
Con la inspiración de un juglar, Ernesto Cherquis Bialo improvisó hace un tiempo, en una entrevista, una definición sobre Maradona. O algo mejor. "¿Cuál Maradona? ¿Usted cree que hay un solo Maradona? Yo creo que hay 8 o 9. Hay un Maradona afectivo y uno sublime. Hay un Maradona abyecto y uno fenomenal. Hay un Maradona de frases inolvidables y hay uno cuyas frases mejor no recordar. Fiorito y Dubai. Barro y 7 estrellas", lo disecciona, en un relato que vale la pena escuchar en su voz.
¿Cuántas veces nos dolió escuchar de bocas queridas que "el mejor Maradona es el que juega y no habla"? Degustadores de sus conductas, implacables en estudiar sus contradicciones cuadro por cuadro, le marcamos cada centímetro de sus renuncios y desbordes. Le condenamos sus desmesuras. Porque cuesta más indagar en las miserias propias, las que cada uno sobrelleva, disimula y expone en su vida chiquita. Mejor auscultar en las del otro. Y si ese otro es tantas cosas a la vez, el plato está servido. Y entonces nos atamos la servilleta al cuello y somos despiadados. Somos buenos en eso.
El problema con Maradona, permítase el reduccionismo (y la pretensión de verdad), está escondido en su tesoro: le dio alegría al pueblo. Hoy, ahora, estos días, la Patria es suya y de esos que no tenían nada pero sí a él. Corresponde hacer un silencio respetuoso, correrse y entender que está bien que en estas horas sean elllos, los anónimos Maradonas, el centro de un universo impar. Porque al universo Maradona lo (ad)mira con ojos grandes el mundo entero.
Difícil descubrir en el imaginario colectivo argentino fotogramas de felicidad más unánimes que los que Maradona pintó en México ‘86. Eso: nos condenó a ser felices y se hizo inmortal. ¿Cuántas veces, después de aquella gesta, nos sentimos tan plenos por una causa en común? Aquel 22 de junio, en ese estadio Azteca que ahora se ilumina en su honor, escribió una nueva acepción del término argentinidad. Todo se mezcló: la guerra de Malvinas, la patria, el fútbol, la vida, la muerte, la trampa, la inspiración. Privilegio de iluminados: Diego condensó ese mejunje imperfecto en dos goles que cambiaron su vida para siempre. Lo ungieron. Y sellaron también su destino: si hasta entonces había sido un prodigio, ahora sería un mito andante. Eso no es gratis. "¿Sabés que me gustaría a mí? Poder caminar por la calle Florida", dijo hace algunos años. Imposible: en el dorso de la etiqueta de la idolatría eterna estaba escrita la negación de hombre común.
En una semblanza que usted no debe dejar de leer (haga clic aquíy abandone este artículo), Jorge Valdano escribió: "Con Maradona los pobres les ganaron a los ricos, de manera que las adhesiones incondicionales que tenía allá abajo fueron proporcionales a la desconfianza que le tenían los de arriba. Los ricos odian perder". Cada vez que Maradona metía un cuchillazo en el esternón del poder (de un club, de la FIFA, de un Gobierno, de un jefe, de una empresa), se lo clavaba un poco a sí mismo: el daño infligido tenía una contraindicación implícita. Él la conocía, pero si creía en eso que defendía, seguía adelante, aunque el boomerang pudiera hundirlo. Vaya aquí la aclaración por única vez en estas líneas, tal vez innecesaria: no se trata de desconocer al Maradona soberbio, al injusto, al malaprendido ("A mí, mi mamá y mi papá me educaron bien"), al desaforado, al ególatra, esas porciones que habitaban en él. Solo que aquí, en la miniatura de estas palabras, no existe estatura moral para juzgarlo. Ni intención.
Fue un talento inconmensurable que naturalmente no podía vivir como jugaba. Nadie puede ser un 10 en todo, tampoco el Diez: mal por aquellos que quieren inventarse extraterrestres así. Diego fue un mago lleno de trucos con la pelota en los pies, cuál más hipnótico. Pero, por encima de eso, fue un símbolo identitario que Mario Ledesma, el coach de los Pumas, explicó a sus jóvenes jugadores con una pregunta, cuando el jueves se despertaron en Sydney y los paralizó la noticia: "¿Ustedes vieron Héroes?", les escarbó en la curiosidad. Otro disparador para abandonar esta lectura por algo mejor: si usted no vio esa película, vaya ahora a YouTube. Y si ya la vio, también. Encontrarán allí al Maradona imposible, al hombre hecho obra. Al adjetivo: la versión más maradoniana de Maradona.
El comienzo de Héroes
Aquello que nos resulta monótono, previsible (¿aburrido?) solemos asociarlo con lo escandinavo. Otro prejuicio, seguro, hijo de la ignorancia. Los noruegos se emocionan, los finlandeses insultan, y así. Pero la imagen del danés que se levanta temprano, va a trabajar, vuelve a casa, mira un rato la tele y se va a dormir nos resulta útil como figura: la parte por el todo. A Diego, tantas veces, quisimos armarlo a la medida de nuestros gustos, sobre todo si su incorrección nos sacaba ampollas. Quisimos que no fuera tan Maradona, lo pretendimos genio en la cancha y oficinista afuera. En escandinavo lo hubiésemos reconfigurar cada una de esas veces que no nos cayeron bien sus maradoneadas. Qué suerte que no nos hizo caso: nos salió argentino.
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