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Ezequiel Baraja: la historia del Espartano al que un calabozo le cambió la vida e hizo cumbre en el Aconcagua
Tras ir a la cárcel por segunda vez, una pelea de la que no participó lo llevó a una celda de castigo, leyó el libro en el que escondía una faca y la búsqueda de su libertad lo impulsó hasta la cima más alta de América del Sur
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“En un momento de mi condena mi única compañía era un libro muy gordo, que en realidad no lo tenía para leer, sino porque ahí llevaba escondida una faca para defenderme, si lo necesitaba. Hasta que un día me olvidé de que tenía eso, porque estaba en una celda de castigo, y empecé a usar el libro como una herramienta de distracción. En ese momento encontré la primera sensación de libertad en mucho tiempo de estar detenido”, dice Ezequiel Baraja, seis años después de haber salido en libertad y a casi tres de haber hecho cumbre en el Aconcagua, el punto más alto de América del Sur, al que se propone regresar.
Hoy es entrenador de Los Espartanos, un proyecto de rugby en las cárceles que después de 10 años de desarrollo hizo, por ejemplo, que la unidad 48 del complejo penitenciario de San Martín pasara de ser una de las prisiones más violentas a una de las menos agresivas. El modelo fue replicado en 68 prisiones de siete países en tres continentes. Su historia cruzó los muros y trascendió fronteras, al punto de ser parte este lunes de un documental conducido por Catalina Bonadeo, con producción de Camila Péndola y dirección de Juan Fernández Gebauer. Signature Studios lo presentó a través de su cuenta de Instagram, @This_is_signature.
Baraja pasó casi 12 de sus 34 años detenido, entre institutos de menores de los que se fugaba y diversas cárceles a la que ingresó a los 18 y volvió a los 21, tras reincidir con más robos. Primero fue condenado a cuatro años, pasó siete meses en libertad, volvió a caer y lo condenaron a seis años y ocho meses. En esa segunda etapa fue donde puso atención en las 999 páginas de Lo que el viento se llevó. “En la escuela era buen alumno, hasta que por problemas familiares y empezar a juntarme con las personas equivocadas, que me manipulaban, apareció la droga, el rencor, portarme mal en el colegio… Soñaba con ser futbolista y tenía condiciones, pero perdí el rumbo”, le recuerda a LA NACION.
Creció en Villa Maipú, en el partido de San Martín, y al estar en la cárcel se consideraba parte de los elevados índices de reincidencia. Pero aquel calabozo le cambió la vida, cuando quedó en medio de una pelea entre dos compañeros y uno de ellos terminó muerto, apuñalado. Hasta que se comprobó que no había tenido que ver con esa situación, la novela lo atrapó. “Lo que el viento se llevó, otro viento me trajo otra vida”, asegura, jugando con el título de la historia de una joven aristócrata despechada en la época de la guerra de Secesión.
“En la cárcel no se vive, se sobrevive. Después de un operativo cerrojo nos retienen a mí y a dos personas más. Me llevaron detenido el día del cumpleaños de mi hijo Franco, delante de sus ojos”, recuerda en el documental sobre aquella juventud que dejó en el camino. “Viví muchísimos momentos de mucha violencia, vi gente morir. Lo que sea puede terminar en una pelea que no tiene sentido y terminar con una muerte”, describe hoy.
“Un día, corriendo por una cancha del penal descubro a un grupo de personas totalmente abrazados y yo pensaba que en la cárcel nadie es feliz. En ese momento me acerqué y les dije que quería participar de las actividades y comencé a ser un Espartano. Eso te da valores y otro estilo de vida. Todos los días de mi vida previo a llegar a los Espartanos fueron años totalmente perdidos. Es increíble cómo una persona puede encontrar adentro de la prisión la oportunidad que nunca se le presentó estando libre”, confiesa Ezequiel, padre, además de Giuliana, dos años menor que Franco, al que tuvo a los 18. La madre de los chicos los crió mientras él estaba preso. Desde que salió los ve seguido. Viven en la misma zona.
“Uno cree que personas violentas jugando un deporte violento dentro de una cárcel es como tirar leña al fuego. Pero en el momento que jugás al rugby y te agarrás a palos con otra persona dentro de las reglas, largás toda la energía negativa que cargás durante mucho tiempo y adentro del penal te sentís libre”, retrata. Había empezado a sentirlo antes de que su condena concluyera.
“Cuando salí en libertad, la sensación que tenía era de incertidumbre, me preguntaba qué era lo que iba a hacer y si iba a poder llevar adelante lo que me propuse. La sensación que tuve al traspasar el muro de la cárcel es que dejé ahí una mochila que venía cargando hacía muchos años”, explica. Tras salir el 22 de julio de 2015 trabajó en una cadena de hamburguesas, en un shopping, en un correo, fue cadete en moto… Y llegó la propuesta de escalar el Aconcagua, aunque con dos trabajos más el entrenamiento se le complicaba. La Fundación Espartanos le brindó la posibilidad de trabajar allí, como coordinador deportivo y educativo dentro del complejo penitenciario donde terminó de cumplir su condena, y eso le facilitó la preparación para subir.
En diciembre de 2018 se sumó a ese proyecto de ascenso al Aconcagua. “Cuando me lo propusieron les dije que nunca había subido más de 10 pisos por escalera, pero que si creían que yo podía hacerlo, iba a estar”, asegura. De la experiencia, a beneficio, participaron la judoca Paula Pareto, el ex basquetbolista Fabricio Oberto, el conductor Julián Weich y el capitán de Los Murciélagos Silvio Velo. “Jamás había puesto un pie en una montaña en mi vida. Lo sentí como un momento muy espiritual. Creas en lo que creas, vos te conectás con eso: con una piedra, con la energía, con Dios, con el Buddha, con lo que sea, pero te conectás”, enfatiza.
“Un día de los que iba subiendo por la montaña, una persona de un grupo que bajaba preguntó quién era el Espartano. No sabía si levantar la mano o no. Me daba miedo pensar que era alguien al que podía haberle robado o algo había pasado. Tras unos segundos dije que era yo, y me contestó que en la cárcel estaban todos siguiendo mi ascenso y rezando por mí. Cómo lo sabía, no lo sé, pero había llegado eso hasta ahí arriba”. Son recuerdos fuertes.
“Estando a 25 grados bajo cero y con nieve por la rodilla, a 6400 metros, que te sentís como si estuvieras muerto, me sentía mal y le dije al guía que no me importaba más ni los Espartanos ni la montaña y que me quería ir, la estaba pasando verdaderamente mal. Pero me aferré a una frase que nos dijo el Papa Francisco cuando lo visitamos en 2015 (junto con otros once ex presos): En el arte de ascender, lo importante no es no caer, sino no permanecer caído”, detalla Baraja. “Eso me dio energía para llegar a la cumbre. Estaba a unos 500 metros, pero íbamos a tardar seis horas”, dimensiona. Cada uno tuvo su cumbre, pero sólo llegaron a la cima Ezequiel y Weich.
“Cuando uno va con la pelota y lo taclean, se cae y se levanta. En la vida, vos te levantás y seguís adelante. Cuando llegué agradecí a la vida en general por haber logrado lo que fuimos a buscar, que era llevar la bandera y el logro de los Espartanos lo más alto posible”, repite una y otra vez, después de haberse apasionado con el alpinismo. “Bajé y dije que no volvía más, pero después de un tiempo le tomé el gusto. Y fui a Rusia y subí al Monte Elbrus”, amplía. Allí, al pico más elevado de Europa con 5642 metros, también llevó la bandera amarilla de la Fundación.
“Volví a la cárcel a ayudar, a compartir cuál era mi historia y qué era lo que hacía yo todos los días afuera y empecé a coordinar los entrenamientos de rugby”, explica en el documental, delante de decenas de Espartanos que se aferran al compañero de al lado tanto como a la esperanza de un destino opuesto al que los llevó al encierro. “Si se lo proponen, como yo en ese momento que descubrí que no tenía techo, ustedes también lo pueden lograr”, es el mensaje que les transmite, además de su voz de entrenador.
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