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El último Messi
Casi todos los argentinos nos acercábamos a él desde la suspicacia. Con esa altanería que tanto nos gusta ejercer
Esta escena es frecuente, en los colegios secundarios. El docente, de pie en el frente del aula, menciona uno a uno a los alumnos para que se acerquen a recibir las evaluaciones corregidas. A medida que las entrega el profesor, puede deslizar algún comentario vinculado con cómo le ha ido a cada quien. "Bien, González, bien ahí" o "Todavía falta, Tursi"; o "Te felicito, Zimerman". Otros comentarios el docente suele callárselos, por estrictas reglas de prudencia. Nada de andar diciendo "Con vos siento que explico al divino botón", o "Me encantaría conocerte la letra porque siempre me entregás en blanco", o "Agarrá los libros que no muerden". No. Esas cosas no se dicen, aunque a veces se piensen.
A medida que los alumnos las reciben, sus compañeros los asaltan con la típica pregunta de qué se sacaron. Algunos alzan el mentón y dicen, orgullosos: "Nueve". Otros alzan el mentón y dicen, orgullosos: "Tres". Otros esconden las notas, por pudor, por vergüenza, por modestia. Pero hay una situación que a veces sucede y me genera una fuerte contradicción. Sucede cuando un chico o una chica de desempeño excelente, de esos de "siempre-se-saca-diez", vuelve a su banco con un siete, o con un seis. Algunos lo toman con naturalidad. Pero otros no. En ocasiones uno los ve cabizbajos, ofuscados, tensos. No falta el compañero que, desde la propia mediocridad de su rendimiento escolar, siente llegar el momento de la venganza. "Che, qué te paso, en tu casa qué te van a decir, cómo puede ser, te vas a llevar Historia" y estupideces así.
¿Le digo algo para aligerarle la presión, o lo dejo en paz, como para que procese su frustración del modo que pueda?
Y uno, como profesor, duda. ¿Es mejor intervenir? ¿Decirle al bromista que se calle? ¿Dejar que el muy buen alumno se defienda como mejor le parezca? ¿Entenderlo como una oportunidad para que aprenda a enfrentar la mala, cuando lo que toca es la mala, o la más o menos mala? ¿Qué hago, en mi rol de profesor? ¿Le digo algo para aligerarle la presión, o lo dejo en paz, como para que procese su frustración del modo que pueda? ¿Le recuerdo lo bueno que es, para que se relaje y disfrute, o respeto el altísimo nivel en el que ha decidido poner la vara de su rendimiento?
En estos días no puedo evitar pensar en Lionel Messi en términos parecidos. Una especie de alumno de rendimiento perfecto que, de repente y sin aviso, tiene unos cuantos meses de bajón que los demás no entienden. Bajón relativo, por supuesto. Comparado con los otros sigue siendo un alumno superlativo, de diez casi constante, con algún nueve perdido por ahí. Pero, comparado con él mismo, hace meses que ha bajado algunos puntos. Hace un tiempo que vuelve a sentarse a su banco con un ocho, con un siete, con un seis. Después de una catarata de títulos tan abigarrada que nos hizo suponer que era perpetua, en esta temporada no ganó ninguno. No ganó la Liga, no ganó la Copa del Rey, no ganó la Champions. Colmo de los colmos: tampoco ganó el Balón de Oro. De repente son todos sietes. Algunos seis.
Era humano, mirá vos. Lástima que venimos a descubrir semejante circunstancia –él y nosotros- justo cuando pretendemos, desde nuestro confín del mundo, que nos lleve de la mano al título que esperamos desde hace 28 años.
Casi todos los argentinos nos acercábamos a él desde la suspicacia. Con esa altanería que tanto nos gusta ejercer, con ese desgano de gente ocupada en asuntos trascendentes
Por mucho tiempo casi todos los argentinos nos acercábamos a él desde la suspicacia. Con esa altanería que tanto nos gusta ejercer, con ese desgano de gente ocupada en asuntos trascendentes, nos permitíamos deslizar un "Sí, todo muy lindo, pero el pibe ese, en la Selección, no juega ni la cuarta parte de lo que juega en el Barcelona." Palabra más, palabra menos, con o sin chistido despectivo al final, ese fue durante bastante tiempo el modo de zanjar, entre nosotros, el "affaire Messi".
Después sucedieron algunas cosas. Buenas cosas. Un partido de Eliminatorias en Colombia que arranca para catástrofe y termina en sinfonía, un equipo que se acomoda, un par de resultados que suman, un pibe que gambetea y que lidera y que comanda y que le clava tres pepas memorables a Brasil en un amistoso y que te lleva al Mundial en volandas, y de repente resulta que por fin, por fin apareció este pibe, ese Messi que antes no, después ese Messi que ahora sí. Y entonces, el cielo con las manos. El mejor alumno que responde en la Argentina sacándose excelente-diez-felicitado igualito, igualito que en España.
Hasta que de repente...las cosas parecen torcerse. Allá, en Barcelona, donde nunca antes se habían torcido. Lesiones en ese pibe que parecía tan hecho de oro como de hierro. Rumores. Dudas. ¿Cómo que el Bayern los elimina de la Champions 2013? Igual ganan la Liga, claro, pero qué querés, la Liga no es lo mismo.
Y la nueva temporada, y más dudas. Y el pibe que vuelve a su pupitre a veces con un nueve, a veces con un ocho, con un siete, cosas así. Aprueba, seguro, pero no le sobra nada. ¿Y los conejos de la galera? ¿Y ese eslalon de infierno y tranco corto, un poquito para allá y un poquito para acá, dos goles hoy y tres pasado mañana?
El tiempo dirá quién es el último Messi. El más profundo. El que vive debajo de los que ya hemos conocido
No, si los argentinos hemos nacido para sufrir. No nos atrevemos al chasquido de lengua, ni a la carita de desdén, porque ya nos puso la tapa una vez y los argentinos tenemos nuestro orgullo. Grande, nuestro orgullo. Y no pensamos arriesgarnos a que nos ponga la tapa no una sino dos veces. Por eso esperamos, con el desdén agazapado en el rincón más oscuro de nuestra miseria.
Y yo acá, con mi pregunta a cuestas. ¿En qué grupo de alumnos debemos poner a Lionel Messi? Tengo para mí que es de esos a los que no les gusta que uno se acerque en el recreo a preguntarles si están mal, si les pasa algo, si necesitan ayuda. Que es de esos que prefieren que uno siga con la clase como si tal cosa, sin llamar la atención. Que saben que a veces pasan cosas malas. Pero eso: pasan, y como pasan, se terminan. Y mientras tanto aprenden lo poquito que les falta aprender. Para después sí. Para después meter un diez detrás de otro. Volver a la costumbre de lucir casi perfectos. Pero más sobrios, más enteros, más sabios. Como si debajo de la cáscara de las primeras apariencias estuviese la persona final, definitiva, que estaba aprendiendo a ser.
¿Qué pruebas tengo de lo que acabo de afirmar? Ninguna, por supuesto. Ideas, nomás. Ideas que a uno lo asaltan mientras mira partidos o mientras enseña Historia.
El tiempo dirá quién es el último Messi. El más profundo. El que vive debajo de los que ya hemos conocido. El tiempo y el fútbol.
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