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¡El periodismo ha muerto...!
A los 81 años falleció ayer el prestigioso periodista y ex jefe de la sección Deportes de La Nación que con el seudónimo de Olímpico opinó orientó y divirtió a muchas generaciones de lectores y periodistas de todo el país.
Alberto Laya cuyo fallecimiento se produjo en la madrugada de ayer a los 81 años fue un ser humano excepciónal y un periodista irrepetible que le consagró a La Nación con fervorosa entrega seis largas décadas de vida profesional.
Talento insobornable pasión por la verdad y honradez inmaculada eran los atributos vitales que en síntesis servirían para comenzar un ejercicio de atrevimiento: el esbozo de su personalidad.
Laya había ingresado en nuestro diario el 21 de septiembre de 1934 llevado de la mano por su tío materno Angel Bohigas también hombre de esta casa en la que llegó a ocupar la subdirección. Aún adolescente pues no había cumplido 20 años se convirtió en alumno concienzudo -lo confesó muchas veces en interminables tertulias noctámbulas- de una generación de periodistas que supieron hacer escuela sin proponérselo como al pasar.
Curiosa coincidencia. La trayectoria profesional de Laya empezó junto con la primavera. Tal vez por eso -y también porque seguramente había nacido periodista- su prosa y sus decires fueron siempre lozanos coloridos chispeantes e irónicos.
Venía de cultivar la mente y el físico en el viejo Hindú Club donde jugó rugby basquet pelota y tenis de mesa. Era inevitable que tras un fugaz paso por Corrección encontrase su destino vital en la sección Deportes -su jefe actual Carlos Losauro lo evoca en La Nación Deportiva- de la que fue redactor segundo jefe jefe y prosecretario de redacción. Se jubiló el 31 de diciembre de 1982 para continuar escribiendo hasta hace pocos días la columna Mirador Deportivo que firmaba con el seudónimo de Olímpico.
Las revistas Primera Plana Panorama y Atlántida -además de alguna fugaz intervención televisiva- también le dieron cabida y en ellas suscribió notas memorables no siempre consagradas exclusivamente al deporte.
En lo uno y en lo otro pero fundamentalmente en La Nación Laya hizo un culto del manejo del idioma utilizándolo a modo de un florete de esgrima que punzaba -¡vaya si punzaba!- pero nunca hería. Sus juicios certeros y equilibrados eran reveladores de esa condición singular de hombre sensible irreverente a veces extravertido y otras taciturno tierno a fuer de mordaz polemista y recto que le valió diversos reconocimientos y distinciones entre ellos el premio Mundial 78 adjudicado al mejor trabajo en todas las ramas del periodismo sobre aquel certamen de fútbol que tuvo en vilo al país -esa nota se reproduce hoy en el mismo suplemento deportivo- y el Konex de platino como columnista deportivo.
Amó a su profesión más que a sí mismo. No es poco. Dio pruebas tangibles de ese amor formando sin egoísmo un sinnúmero de discípulos a quienes capacitó por partes iguales en el manejo de ese pan de cada día del periodismo que es la noticia y en el respeto a pie juntillas por conceptos éticos imperecederos.
Alberto Laya ha muerto. Empero habrá de revivir en su exacta dimensión humana y profesional cada vez que alguien sienta la necesidad de releer sus artículos. Al fin y al cabo la única y mejor recompensa a la que es de suponer habría aspirado quien fue nada más ni nada menos que un periodista cabal.
Sus restos son velados en Acevedo 1120 sala B y serán conducidos hoy a las 10.30 a la Chacarita.
Puro talento periodístico
¡Venga hijo...hágalo otra vez. O vuelva al lugar del que nunca debió salir!
El aspirante a pretencioso cronista deportivo agachó la cabeza con verguenza; vio como sus tres carillas apretujadas caian en un cesto y regresó a su máquina de escribir Olivetti de la vieja redacción de la calle San Martín.
Qué otra cosa se podia hacer si el que hablaba frente de mí era nada menos que don Alberto Laya Olímpico...!.
Tozudo temblando volví a entregarle otra tres carillas. Don Alberto sentado en su señorial escritorio las leyó otra vez. Corrigió casi todos los párrafos y me las devolvió; me miró por encima del marco de sus anteojos y paternalmente me dijo que las pasase en limpio. Y lo más grandioso que me pudo pasar fue que se publicaron sin una coma de más. O de menos. Y hasta mis amigos me felicitaron.
El recuerdo se había repetido mucho antes de que me ocurriese a mí; se repitió siempre con todas las generaciones que tuvieron el privilegio de aprender con él. Porque estar a su lado era un constante aprendizaje de un oficio al que le entregó su vida.
Y no hablo más de mí. Don Alberto nunca lo hubiese permitido que utilizase la primera persona. Habría exclamado con justa razón "¡El periodismo ha muerto...¡" Una frase que utilizaba a menudo con su fina ironía.
Ni siquiera hubiera permitido unas líneas sobre su muerte. ¡Cuando me muera que la necro vaya en Deporte en Síntesis..! repetía.
Ni que hablar cuando un cronista conversaba telefonicamente con un deportista o un dirigente amigablemente con cierta confianza. Don Alberto no podía entender esa relación. ¡Hijo porque no lo invita a su casa a comer..!
Cómo se enojaba cuando llegaba a la redacción un regalo. ¡Devuelvanlo...O acaso no les alcanza el sueldo...! ¡Guay de quien infringiese ese código no escrito!
Claro que estaba también el Don Alberto El Viejo Perro Don Berto que era capaz de atrasar un cierre por una partida de ajedrez o un partido de basquetbol con un aro improvisado en el viejo salón de Deportes de la calle San Martín.
El mismo personaje para quien la hora de comer era tan sagrada como la ética profesional o la palabra empeñada. Así lo vivieron los muchos discipulos que supo formar.
"¿Discipulos alumnos? Mijo no lo repita en voz alta porque no me favorece". Estamos seguros lo habría reiterado con su cascada voz de fumador crónico.
A continuación se reproduce a modo de síntesis de su fecunda trayectoria en La Nación la nota publicada el 26 de junio de 1978 cuando el selecciónado argentino de fútbol conquistó su primer título mundial:
¡Vamos Argentina todavía!
Se fue el tiempo esa impertinencia. Se va siempre. Sólo deja un recuerdo una emoción un momento que no volverá a vivirse. Las horas son desmasiado puntuales prolijamente indiferentes como para que se apiaden de quienes ingenuamente quieren detenerlas en su matemático paso insobornable de todos los días.
Terminó el mundial. Pero quizá no deba decirse terminó porque las cosas que terminan son las cosas que mueren.
Y este mundial con su palpitante vibración de voces resonantes de ojos encendidos vivió tan apasionadamente como todo lo que está signado por el más invencible de los impulsos: el del fervor. Decir pues que terminó sería como querer arrinconarlo en el olvido.
La más dramáticas de las palabras fin sepulta todos los recuerdos. Por eso porque fue nuestro y además de todos; porque nos unió como no habíamos estado unidos nunca; porque fue un grito sin edades; porque no hubo un sólo rincón del que no brotase una esperanza; porque se jugó al juego limpio de la honradez; porque se luchó con lealtad orgullosamente solos; porque nadie dejó de refugiarse en la fe la más ilusionada de las palabras; porque fue un esfuerzo sin alardes de una Argentina injustamente zaherida por todo eso que es concretamente decir todo este mundial no terminó.
Acaso únicamente se haya ido como el tiempo. O no.
Deberá quedar y quedará entre nosotros como una de las más gigantescas obras de fervor de un país que cuando quiere puede.
Se lo recordará a cada momento a cada hora.
En todos los sitios donde lata una tierna vocación de gratitud. Y su recuerdo que será constante volver a vivir será perdurable porque lo acompañará la más fiel de las palabras: siempre. Este mundial no murió. Sólo acaba de irse.
Se jugó y se ganó. Y se ganó con ímpetu; sin blandas caídas esas que durante largos años casi una eternidad enrolaron al país en el astillado peregrinaje del fracaso.
Hubo un deseo ardiente por dejar de ser lo que se había sido y por comenzar a ser lo que todos merecían: una inmensa hermandad con mentalidad ganadora. Nunca se registró un hecho igual.
Milagro de la fe o de lo que fuese se luchó como no se había luchado nunca. Ya no había indiferentes ese bando fofo de la abulia que se resigna a perder antes de comenzar a pelear.
El fútbol ese universo a veces desarmónico se olvidó de sus desacuerdos y creó un equilibrio de voluntades que se resistían a admitir ni siquiera remotamente ninguna posibilidad adversa.
Alguna vez se dijo que este mundial lo jugaban veinticinco millones de argentinos. Parecía es cierto una exageración. Se perdonaba el slogan porque al fin irradiaba a todo el país una imperiosa necesidad de vencer y además parecía querer sacudirlo de su vocación resignada de desdén por todo o por casi todo.
Esos once hombres que entraron en una cancha con una nueva consigna demostraron que nada es inalcanzable cuando existe el unánime deseo encendido de lograrlo. Y así fue. Con dignidad con ganas con pasión como se debe hacer todo lo que se siente y todo lo que se quiere.
La ciudad el país festejó la victoria unánimamente. No hubo ningún indeciso porque era formalmente la hora precisa de las definiciones. Se jugaba un partido de fútbol.
Pero a la vez se jugaba algo más: la impostergable necesidad de demostrarle al mundo que la Argentina a veces burlada otras veces lastimada se había despojado solitariamente de esa vieja inclinación casi epidérmica hacia el desastre.
Pero no estuvo sola. La acompañaron veinticinco millones de habitantes que fueron un solo color y un sólo grito. Y hasta quienes no habían ido nunca a una cancha entre ellos miles de mujeres y cuyos conocimientos empíricos sobre el fútbol les hacía suponer que una pelota hasta podía ser redonda se sumaron a ese triunfo que descubrió un impulso nuevo:el de vencer luchando.
La ciudad el país se desveló. No durmió. Valía la pena el insomnio porque había sido un hecho único nunca registrado hasta ahora. El mundial se fue. No murió.
Vivirá siempre como un ejemplo de fe de querer hacer las cosas intensamente viviéndolas con un impulso avasallante con una mentalidad sin vacilaciones vigorosamente ganadora. Que ese ejemplo se extienda fuera de una cancha de cientos de canchas y comience a arder allí donde miles de habitantes veinticinco millones enfrentan cotidianamente la honorable responsabilidad de la lucha. La Argentina quiere. La Argentina puede. ¡Vamos Argentina todavía!
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