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El outsider. Argentina-Islandia con María Kodama: de Borges a Jagger, de Odín al McPollo
En ocho décadas de vida, María Kodama no vio ningún partido de fútbol. Hasta hoy.
Estamos con la viuda y heredera universal de Jorge Luis Borges en Conquer, un petit restaurante del barrio de Palermo. El local está cerrado al público, en penumbras, pero la persiana metálica filtra los restos de una calma tensa: mañana mundialista en Buenos Aires. Tenemos delante un desayuno nórdico servido en honor al rival, con pan de semillas, huevos duros, pickles, queso, leberwurst, rolls de canela y café. Kodama lleva su peinado icónico –plateado con una veta chocolatosa– con el aire de un personaje de animé. Durmió sus cinco horas de rigor y ahora se somete amablemente a nuestro experimento: mirar juntos el debut de Argentina y conversar de cualquier otra cosa.
La conexión de Kodama con Islandia es tan profunda como la de Borges: en el origen de la relación está el estudio compartido del anglosajón y el islandés, y fue durante su primer viaje juntos a Islandia, en 1971, donde "se materializó" el amor. La distancia que mantiene Kodama respecto del fútbol, por otra parte, es tan grande como la que profesaba su difunto, aunque menos activista. La aversión de Borges era militante, y se verifica en el archivo que circuló en la última semana, en notas que también trataron su fascinación por la isla que para él era la cumbre de la cultura occidental.
Georgie asistió a un único partido de fútbol y le "bastó para siempre", un Argentina-Uruguay en cancha de River al que fue con el poeta uruguayo Enrique Amorim. Borges recordó en una entrevista que, al comenzar el encuentro, los escritores se pusieron a hablar de otra cosa, "seguramente de literatura". En un momento creyeron que el juego había terminado y se levantaron. Camino a la salida alguien les dijo que faltaba el segundo tiempo, pero ellos se fueron de todos modos. "Nunca nos enteramos del resultado", recordaría Borges. A Kodama, ver un partido le llevó el mismo tiempo que le llevó a Islandia jugar un Mundial.
En la pared se proyectan los himnos y Kodama observa la escena con curiosidad, como invocando la ironía borgeana sobre la victoria futbolística ("Así que derrotamos a Holanda –dijo él después del 78–. Caramba, ¿anexamos Amsterdam?"). Su experiencia deportiva se limita a la infancia, cuando practicaba natación y equitación. "Debe ser porque son deportes individuales –dice–, en los que no hay que someterse a la disciplina de un equipo. En ese sentido siempre fui muy libertaria". No tiene televisor, y el único recuerdo que comparte con Borges como televidente es la transmisión de la llegada del hombre a la Luna: "Fue la única vez que me pidió que le describiera lo que pasaba en la pantalla".
Kodama es hija de un matrimonio roto. Su padre era japonés, su madre de sangre suizo-alemana, española e inglesa. "Una mezcla muy complicada", dice mientras Mascherano sale del fondo con pelota dominada. "Mi padre era shintoísta, y mi abuela materna en cambio era Dios, Patria y Hogar. Había querido ser monja, entonces para ella yo era el infierno. Fue muy difícil, porque no podía hablarlo con nadie. Y como para mi abuela yo estaba condenada al infierno, opté por tomar los principios éticos de mi padre. Él me decía: ‘Mientras usted no mate, no robe, no mienta… Hay 8 millones de dioses, y uno siempre va a protegerla’".
Esa moral politeísta se relaciona con el origen de su vínculo con Borges. En los comienzos de esa amistad asimétrica, la madre de Kodama –que por entonces era una adolescente– la interpelaba: "¿Qué quiere ese hombre de vos? ¡Podría ser tu abuelo!". María le decía "no, mamá, solo estudiamos juntos". Tiempo después, Borges le preguntó a Kodama: "¿Sabe cuándo me enamoré de usted? El día que discutimos sobre la traición".
Mientras estudiaban anglosajón, Kodama le dijo a Borges que Europa había traicionado su esencia, que debería haberse quedado con la Razón y con el Panteón griego, con esos dioses que amaban, odiaban y se mezclaban con los mortales. "Eso era Occidente, y no el cristianismo, la parábola y su primer mandamiento: ‘No tendrás otro Dios más que a mí’", dice Kodama mientras Messi choca contra los defensores. "Ahí se produce la unión Iglesia-Estado y tenemos las tiranías que tenemos. Y entonces Borges me dice: ‘Pues usted acaba de decirme, en contadas y precisas palabras, lo que Nietzsche necesita un volumen para explicar’. Yo, con 16 años, no tenía idea quién era Nietzsche. Pero mi madre tenía razón: ese hombre podía ser mi abuelo y se había enamorado de mí, aunque yo no lo supe hasta mucho después".
Las camisetas blancas se acumulan atrás y Kodama menciona el temple "viking" (como Borges, se niega a decir "vikingo"). Recuerda sus tres viajes a Islandia con el escritor, y su proyecto para construir allí un laberinto borgeano. En una de esas visitas en pareja, un extravagante sacerdote pagano los casó según el antiguo rito de Odín, junto a un lago profundo y helado, entre huesos de animales. Por esos mismos años, en la segunda mitad de los 70, Borges y Kodama tradujeron en colaboración el Gylfaginning, el primer libro de la Edda Menor del mítico poeta Snorri Sturluson.
Dos versos en islandés de la Völsunga Saga, la lectura que a Borges le cambió la vida, se leen en su lápida en Ginebra: "Él tomó su espada, Gram, y colocó el metal desnudo entre los dos". Es el epígrafe de "Ulrica", el cuento de amor de Borges inspirado en Kodama, donde el autor asume la identidad de Javier Otálora. Kodama le devuelve a Borges esas palabras en el reverso de su tumba, grabadas sobre una nave vikinga que mira al este. Para Kodama era el final de una historia que había comenzado a sus diez años, cuando se topó con la primera línea de "Las ruinas circulares": "Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche...". Ese comienzo le produjo una emoción estética que le duró para siempre, aun cuando no entendiera lo que estaba leyendo. "Si de pronto apareciera una ley que me obligara a quemar todas las obras literarias del mundo excepto una, salvaría ‘Las ruinas circulares’", dice Kodama con el partido ya 1 a 1.
La protección del legado de Borges es su misión irrenunciable, y ese rigor de valkiria le valió también muchos oponentes. En el contacto directo, Kodama es una mujer afable, liviana y extrañamente juvenil a sus 81 años. Los goles nos pasan en silencio, como incidentes de un trámite peculiar. Cuando falta poco para el final, me pregunta cuántos hombres juegan de cada lado, y la charla deriva a otros asuntos: la danza (le encanta bailar sola en su departamento), su gusto por el rock (recuerda el encuentro entre Borges y Mick Jagger en el Palace de Madrid) y su vida social. Sale todas las noches, no cocina nunca y se alimenta a base de McPollo. Dice que el entorno juvenil del local de Callao y Santa Fe le recuerda sus días de estudiante.
En la mirada pública prevalece la imagen de "la Yakuza literaria, la Yoko Ono argentina; es un lugar común de la progresía literaria detestarla", como escribió Pola Oloixarac en 2015. Con todo eso, Kodama logró algo muy difícil: representar no solo los derechos jurídicos y gananciales de Borges, sino también su peso simbólico. "No sé cómo hace, pero en cualquier parte del mundo ella entra y es como si entrara Borges", dice alguien cercano.
Es el ejército de una sola mujer vigilando a un tótem, y asegura que por sus antiguos detractores siempre sintió "piedad y gratitud". "Piedad porque no son capaces de amar –explica Kodama–, y gratitud porque uno nunca sabe si es capaz de matar, no lo sabe hasta que no se ve en la situación de matar o morir. Ellos me permitieron saber que dentro de mí hay un centro, un centro que no es mérito mío, sino que está hecho con el amor de mis padres, de mis amigos, de Borges, y que nada ni nadie puede mover. Nada ni nadie. Si ellos no me hubieran atacado, yo nunca lo hubiera sabido".
Pitazo final.
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