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El Mosquetero de la bondad
Gonzalo Heguy dejó su sello en el polo y en la vida; frontal, desinteresado, tenaz y con un espíritu inclaudicable, fue el alma de Chapaleufú.
Una tarde-noche de noviembre de 1997, en Palermo, marchaba rumbo al auto con los tacos al hombro. Empezaba a lloviznar. Pero Gonzalo Heguy siempre tenía tiempo para hablar. Para algunos, se trataba de una persona excesivamente parca, pero resultaba un rasgo de su personalidad que se mutaba cuando entraba en confianza. En ese entonces, atravesaba un momento duro de su vida: sobrellevar la enfermedad terminal de su padre, Horacio, que falleció en enero de 1998. Y Gonzalo, desde sus 33 años, razonaba...
"No sabés lo difícil que se me hace jugar al polo. A mí, que soy un tipo que cuando entra en la cancha siempre se enchufa, me cuesta una enormidad imaginar cómo pegarle a la bocha. Pero pienso en el viejo... y trato de jugar como nunca lo hice en mi carrera. Mirá que ganar Palermo es el desvelo de todo polista, pero esta vez no me importa la copa, ni la plata ni nada. Quiero ganar por papá. A él le debo todo. No sé si estamos jugando en buen nivel, pero que va a costar sacarnos de la cancha, seguro."
Semanas más tarde, su equipo de siempre, Indios Chapaleufú, perdía una final memorable con Ellerstina en chukker suplementario. Cerca de los palenques de Dorrego, Gonzalo se dejó caer de su caballo y quedó mirando al cielo, con los brazos en cruz. Una imagen. Mil sensaciones. Luego, en la intimidad, confesaba la presunción: "Sí, claro que estaba pensando en él, que nos vio desde el palco. No pude, no pudimos... Estoy mal porque ésta era la final más importante de mi vida. Pero sé una cosa: papá sabe que pusimos todo, que dejamos en claro quiénes son los Heguy".
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Miles de anécdotas confluyen en la rica trayectoria de Gonzalo Heguy, fallecido ayer en La Pampa, a los 35 años. Le contamos una que lo pinta de cuerpo entero. Pocas cosas se rescatan más en su círculo familiar y de amigos que su bondad. Dejando muchas veces en segundo término sus propios intereses; dándole prioridad a la faz humana. En más de una ocasión, en la misma ruta donde ayer perdió la vida, detuvo la marcha de su automóvil ante, por ejemplo, la presencia de un perro herido para socorrerlo. Así, desde las cosas simples, se reflejaba su manera de ser.
Extraño hubiera sido que Gonzalo no adoptase el polo como pasión. Como sus hermanos y primos, subir a un petiso y tomar un taco a la edad en que la mayoría de los chicos tiene sus primeros contactos con el jardín de infantes fue un sello. Mamando los consejos de una dinastía que nacía desde el abuelo, Antonio, prolongándose en dos personajes famosos y legendarios: Horacio, su padre, y Alberto Pedro, su tío, la mitad de aquella Máquina de ganar que fue Coronel Suárez, junto con Juancarlitos y Alfredo Harriott.
Los títulos no tardaron en llegar. Primero, con la Copa Los Potrillos; luego con el intercolegial por la Copa Santa Paula; el Abierto Juvenil y numerosas competencias. Moldeaba su estilo y personalidad a pasos acelerados, junto con su otra mitad, la misma persona con la que compartió ocho meses en el vientre de su mamá, Nora: el mellizo Horacito.
Juntos crecieron, disfrutaron y festejaron. Juntos formaron una de las mejores parejas de medios de todos los tiempos, allí mismo donde se gesta el polo propiamente dicho. Juntos, también con el resto de la dinastía Heguy, pusieron el pecho ante los reiterados golpes de la vida, de un destino que parece encaprichado con esta familia de sangre vasco-francesa (ver página 9).
Nada lo frenó. Y como era su costumbre, estuvo al lado de Horacito el día del accidente en Inglaterra -recibió un bochazo- que le costó la visión del ojo derecho y colaboró en la etapa de recuperación. Bondad, compañerismo y algo más. Como cuenta Mónica, una de sus tías...
"Gonzalo era increíble. Un día veníamos por la ruta. El manejaba. Y de pronto lo veo guiñando un ojo. Le pregunté si tenía algún problema y me contestó: No, no te asustes. Nada más quiero ver qué siente Horacito para comprender aún más su dolor. Quiero sentirlo y no imaginarlo."
En la cancha, esa bondad y pureza se traducían en entrega. De los hermanos, fue el que más se asemejó a Horacio padre y a Alberto Pedro en eso de la velocidad y pegarle a la bocha casi saliéndose del caballo. Gonzalo fue, naturalmente, N° 2, aunque por esas curiosidades del deporte jugó su mejor partido en el alto handicap como primer delantero, en la semifinal de Palermo de 1997 (18-11 sobre Chapaleufú II).
Pues bien, en el polo el N° 2 es una posición si se quiere ingrata. Lo mismo que ocurre en el rugby con los pilares. Pero así como Bautista es el gol y el desequilibrio, Marcos la magia y lo imprevisible, y Horacito el cerebro y la conducción, Indios Chapaleufú nunca hubiera sido lo que fue sin Gonzalo Heguy. Sencillamente porque le tocó representar al corazón del equipo, al alma, al motor. El hombre que nunca dejaba a su equipo con 3. Fogosidad, fervor, espíritu de lucha inclaudicable. Tenerlo enfrente era un peso enorme e inspiraba respeto.
Sobrevinieron los grandes momentos, como su primera incursión en el Abierto, en 1983, luego de la grata experiencia de obtener la Copa Belgrano, en Coronel Suárez (con Horacito, Horacio y Alberto). Debut y triunfo con baile incluido a Santa Ana. La primera final -con derrota- en 1984 ante La Espadaña, el gran rival de la década. Ese título inolvidable de 1986, en el único revés que le propinaron al conjunto de los Pieres, Trotz y Gracida en La Catedral, con el golazo de Marcos a bordo de la Marsellesa.
Y la seguidilla: el tricampeonato (1991-92-93), en la etapa cumbre de Chapaleufú. Para rematarlo con la victoria tan especial en 1995, el año en que Horacito, siete meses después de su accidente, festejó con los tres hermanos. Claro que el primer abrazo, que casi lo baja de su montado, se lo dio... Gonzalo. ¡Quién otro!
Los montados. ¡Cómo los amaba! Los de polo y los Sangre Pura de Carrera, su otra debilidad. Casi que le costaba inclinar sus preferencias. Sus últimas temporadas lo mostraron, soberbio, sobre una tordilla SPC con la que volaba en la cancha: Silverada. Pero pasaba horas y horas en los boxes del Club Los Indios, en San Miguel, o en el campo de Intendente Alvear, en La Pampa -cuando los soltaban cada fin de año- mirando y admirando a otros de sus ejemplares preferidos: Billonaria, Cobra, Tatiana, Litigiosa y, recientemente, Litigiosita, cría proveniente de la técnica de trasplante embrionario.
En el recuerdo, también quedará aquella tobiana con la que debutó en los intercolegiales, representando a Champagnat, que él mismo domó. Un lujo de unos pocos.
Si hasta se hizo hincha de Estudiantes por un caballo, cuando Ricardo Boudou le regaló un petiso a cambio de que adoptara los colores pincharratas.
Frontal, hombre de decir las cosas como las sentía, afrontó también algunos problemas con la dirigencia, sobremanera cuando fue descendido dos veces a 9 goles y por una suspensión previa a una semifinal de Palermo (1998). Acaso su carácter le jugó alguna mala pasada, pero nadie podrá dudar de su sinceridad y honestidad.
Le gustaba jugar al golf, ver a los grandes monstruos por TV. Pero nada comparable con disfrutar de su familia (María Jesús y Jesucita) y proyectar una vida en su campo -La Primavera- en plazos no muy lejanos. Allí donde viajaba desde Buenos Aires apenas caían 10 mm y se suspendía la actividad.
Equipo de indiscutido favoritismo entre el público, Indios Chapaleufú perdió el alma. Un amigo. Un compañero. Un batallador como pocos, que iba a mil hasta en las prácticas. Uno de los Mosqueteros -el que más hacía sentir aquello del "uno para todos"- que tendrá por siempre un lugar en la historia. Desde que fue potrillo...
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