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El gran embajador de la Argentina
En un país que ha consagrado un papa, una reina y un Messi, el podio de sus celebridades de dimensión global ya está completo. Pero en el desfile de las figuras que representan lo mejor de ese país no puede estar ausente Manu Ginóbili, que además pelea con Maradona, Fangio, Vilas y Monzón (y Messi, obvio) un lugar en el altar de los más grandes del deporte local.
Lo notable es que se codee con tamaños personajes alguien que juega al básquet. Que tengamos dioses en el fútbol, en el tenis, en el automovilismo o en el boxeo; que de aquí surja un gran sacerdote; que un príncipe se enamore de una de nuestras mujeres; que maravillemos al mundo con un médico, todo eso, diría, es más o menos esperable, no violenta ninguna ley de la naturaleza. En cambio, que de estas pampas surja uno de esos larguiruchos extraordinariamente atléticos, versátiles, gladiadores, endemoniados..., eso, convengamos, rompe el molde.
Manu rompió el molde. Lo lógico hubiese sido pensar que al llegar a la tierra de gigantes de la NBA podía, en todo caso, hacer un buen papel, como venía de hacerlo en Italia. O atravesar ese desafío solo dignamente, saltando de franquicia en franquicia –en cristiano, de equipo en equipo– hasta que su aventura se extinguiera.
Pero el tipo era uno de los grandes. Nadie lo es, nadie pasa a la historia en este deporte si no te fajás de igual a igual con esos negros monumentales, rara mezcla de estatuas, delfines y malabaristas. Él lo hizo desde el primer día, ni bien puso en pie en San Antonio Spurs. A lo largo de 16 años fue un muestrario inagotable de habilidad, enjundia, temperamento. Era asombrosa su fortaleza mental y física, su descaro para enfrentar defensas, situaciones, duelos, momentos límite, jugadas o tiros decisivos.
Todo eso, además, lo pudo replicar en el seleccionado argentino, como cabeza de la legendaria Generación Dorada.
La otra parte de su leyenda la escribió fuera de la cancha: trabajador, organizado, sencillo, dócil, constante, siempre con ganas de aprender y superarse. Un ejemplo para el vestuario. Alumno predilecto de su entrenador, el gran Popovich. Fueron 16 años jugando en la competencia más feroz y exigente del básquet mundial, y no se le conocieron ni escándalos, ni rebeldías, ni caprichos. ¿Quién ha escuchado a un Ginóbili impulsivo o desbordado?
Si tuviese que elegir una faceta por sobre todas las demás, creo que me quedaría con esta última: su profesionalidad. Los argentinos podemos ser hábiles, pero acaso no tan constantes; exquisitos, pero no tan disciplinados; audaces, pero excediendo los límites. Si a un maestro se le ocurriera un día colgar una foto de Manu en el aula, al menos por un rato, como ejemplo de atleta de elite y modelo de conducta, no sería ninguna herejía.
Lo que maravilla en él es lo que también maravilla, por ejemplo, en Adolfito Cambiaso. Se podría hablar del "compromiso en las sombras": las horas y horas dedicadas, fuera del rugir de los estadios, a ser mejores, a pegar saltos de calidad, a reinventarse en la madurez de sus carreras. Son gente que vive de sacrificio en sacrificio, cuidando su cuerpo y huyendo de los excesos. Lo que enamora de alguien como la Peque Pareto no es solo las medallas que gana, sino lo que se esfuerza, su perseverancia. Y su educación.
La perfección es algo muy serio como para atribuírsela a alguien. Ni siquiera a un monstruo sagrado. Pero hay que decir que Manu se acercó a las cumbres del deportista completo, por lo que le vino con su naturaleza –plasticidad, resistencia, temple– y también por su entrega y responsabilidad.
Que se corran los más grandes. Que dejen un espacio para este embajador de la Argentina. Que le hagan lugar en el podio al larguirucho de la musculosa con el número 20.
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