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El fútbol comunista
"El comunismo existió, sí", dice el cineasta francés Jean Luc Godard en un momento del filme Nuestra Música. Y agrega irónico: fue "durante dos tiempos de 45 minutos, en Wembley", cuando Hungría le ganó 6-3 a Inglaterra. "Los ingleses –cuenta Godard, un hombre de izquierda– jugaron individualmente y los húngaros, en equipo." Godard no es futbolero. Y mucho menos lo es su filme. Pero esa formidable selección húngara, ahora que se recuerda el vigésimo aniversario de la caída del Muro de Berlín, es para muchos la mayor contribución que la Europa comunista dio al fútbol. Su líder, Ferenc Puskas, fue "la izquierda más esclarecida del comunismo", bromeó alguna vez el Negro Fontanarrosa. Esa tarde de 1953, la Hungría de Puskas tiró 35 veces al arco. Siete veces más que Inglaterra, que jamás había perdido en Wembley ante una selección no británica. Cien mil espectadores saludaron con una ovación a esa máquina colectiva de fútbol ofensivo. La revancha, seis meses después, en Budapest, fue peor: 7-1.
En el Mundial 54, el primero que fue televisado, y el de mayor cantidad de goles de la historia, con una media de más de cinco por partido, Hungría eliminó 4-2 a Brasil en un violento partido de cuartos de final. En semifinales le ganó 4-2 al campeón Uruguay en tiempo extra. Y en la final cayó sorpresivamente 3-2 contra Alemania, a la que había goleado 8-3 en la fase inicial. Los alemanes, que precisaban la reconstrucción tras el horror del nazismo, lo llamaron "El Milagro de Berna". Para los húngaros, el milagro se produjo en las farmacias, por cómo corrieron los alemanes ese día. Fue la primera derrota de Hungría en cuatro años y 31 partidos. La intervención militar de la Unión Soviética en 1956 terminó no sólo con las últimas esperanzas de libertad en Hungría, acaso el régimen más liberal del bloque. Liquidó también lo que quedaba de esa selección, un modelo europeo del Brasil del 70. Puskas y algunos de sus compañeros estaban en plena gira. No quisieron retornar a Hungría. La FIFA, que era manejada por el inglés Stanley Rous, cualquier cosa menos comunista, defendió, sin embargo, a la corporación de la pelota y suspendió a los rebeldes.
Alguna vez se contó en estas columnas el caso del Dinamo Kiev, el equipo ucraniano que se reinventó con el nombre de FC Start y en 1942, con su país bajo ocupación nazi, se negó a perder contra el once de la Luftwaffe (Flakelf). Libros oficiales llegaron a decir que los jugadores fueron fusilados por los nazis apenas terminó el partido, aún vestidos de futbolistas.
La historia suele no ser tan lineal. Los jugadores, en rigor, murieron tiempo después casi todos en campos de concentración. Y tres de ellos sobrevivieron. Pero el stalinismo, una vez terminada la Segunda Guerra Mundial, los acusó de haber confraternizado con el enemigo por haber jugado en una misma liga con equipos del nazismo. Les perdonó la vida a cambio de un silencio que rompieron después de más de medio siglo. Lo cuenta el periodista inglés Andy Dougan en el libro Dinamo: Defendiendo el honor de Kiev. La resistencia al nazismo en el fútbol siempre tuvo como símbolo individual al austríaco Matthias Sindelar, que le hizo goles que no debía a la Alemania de Hitler y luego se negó a integrar la selección "anexada". El ruso Eduard Streltsov podría ser el símbolo de la resistencia al comunismo. Su historia, que bien podría haber dramatizado el Reader’s Digest, cuando nos decía que el comunismo se comía a los niños crudos, está en Behind the Curtain (Detrás de la cortina). El libro del periodista inglés Jonathan Wilson es un viaje maravilloso por el fútbol de la Europa del Este. Streltsov, una especie de George Best ruso, hábil, carismático, bebedor y mujeriego, anotó tres goles en su debut en la selección rusa, en 1954, con apenas 17 años. En semifinales de los Juegos Olímpicos de Melbourne 56, la URSS perdía 1-0 y jugaba con nueve ante Bulgaria. Streltsov fue el héroe del heroico triunfo. Ya era la gran figura del campeonato soviético. Pero el 25 de mayo de 1958, a dos semanas del inicio del Mundial de Suecia que podía marcar su consagración, Streltsov escapó de la concentración de la selección. Lo acompañaba, entre otros, una joven de 20 años llamada Marina Lebedeva. Al día siguiente denunció que Streltsov la había violado.
En prisión, Streltsov se declaró culpable. Le dijeron que lo hiciera para jugar el Mundial. Unos cien mil trabajadores de la fábrica de coches Zil, vinculada con su equipo, el Torpedo, iniciaron una marcha de protesta. Un tribunal lo condenó a doce años de trabajos forzados.
El libro de Wilson permite creer que fue una trampa. Los problemas de Streltsov pudieron haber comenzado cuando se negó a pasar al CSKA (el equipo del ejército) o al Dynamo (de la KGB). Era goleador y figura del campeonato soviético, pero recibía amonestaciones insólitas, golpes rivales y críticas de la prensa, molesta con su carácter rebelde, que lo llevó a pasar tres días preso por una pelea callejera. Pero lo peor, según Wilson, fue tal vez cuando desairó a Yekaterina Furtseva, la única mujer en el Politburó, el máximo órgano de poder, y favorita de Nikita Krushev, diciéndole que no pensaba casarse con su hija Svetlana, con quien había tenido una noche de amor. Recibió una paliza apenas ingresó al gulag, provocada por un informante de la policía. Salió a los cinco años. Suspendido como futbolista, jugó para un equipo de la fábrica. Los obreros de la Zil enviaron una carta a Leonid Brezhnev pidiendo que fuera rehabilitado. Se reincorporó al Torpedo, en 1967 lo coronó campeón y él fue declarado mejor jugador de la Liga ese año y en el 68. Murió de cáncer de pulmón en 1990, con apenas 52 años. Mucho antes, en 1974, se había suicidado Yekaterina Fursteva, la mujer sospechada de haberle hecho "la cama". El "Pelé ruso", como se lo recuerda hoy, anotó 100 goles en 222 partidos para el Torpedo y 25 en 38 para la selección soviética. Es considerado el segundo mejor jugador en la historia de ese país, luego del mítico arquero Lev Yashin. Tiene un estadio con su nombre y una campaña de rehabilitación de su figura que lideró el ex campeón mundial de ajedrez Anatoly Karpov.
En los años de la Guerra Fría, el comunismo y el capitalismo trasladaron su batalla al deporte. Los atletas comunistas marcaron historia en los Juegos Olímpicos y fueron símbolo de una fenomenal política de cultura deportiva y preparación científica. La caída del Muro destapó la contracara del doping y la extorsión política. Las piedras, eso sí, cayeron de un solo lado. Occidente prefiere llamar "libertad" a las manifestaciones chauvinistas de sus campeones. Y calificar de errores individuales sus políticas de doping planificado. En los primeros Juegos tras la caída del Muro, Barcelona 92, el periodista Frank Deford extrañó los épicos duelos "comunismo vs. capitalismo". "¿A cambio de qué hemos trocado ese maravilloso conflicto entre Dios y el demonio, capitalismo y socialismo, libertad y esclavitud? A cambio de la lucha entre Nike y Reebok". Deford ironizó pidiendo si acaso no se podría revivir al comunismo aunque más no fuera como un nuevo "patrocinador olímpico".
Casi una profecía: los últimos Juegos de Pekín 2008, en la China comunista, parecieron celebrarse en un megashoping con policías. Oligarcas rusos, como Roman Abramovich, controlan hoy a poderosos equipos del fútbol mundial. El último lunes, el diario italiano Corriere della Sera publicó la cuenta de su última cena en Milán, para seis personas: casi 50.000 dólares. Dejó 5000 de propina. Abramovich, hijo afortunado de estos tiempos, cree que todo se arregla con dinero. Ya puso 1500 millones y todavía no logró que Chelsea se corone en Europa. Un buen equipo precisa algo más que una chequera, como lo demostró aquella Hungría que encantó a Godard. Su filme es tan maravilloso como esa selección de Puskas. "Matar a un hombre para defender a una idea no es defender una idea, es matar a un hombre", dice en un momento el escritor español Juan Goytisolo. El mundo, todavía violento y cada vez más injusto, cumplirá el lunes próximo veinte años sin el Muro de Berlín. Afortunadamente, la nueva era de la codicia no puede borrarnos la memoria. Jamás olvidaremos a la Hungría de Puskas.
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