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El día que Riquelme dejó de ser torero para ser toro
Embravecido. Enojado. Despojado de su ironía habitual y repleto de contundencia. Sin su característico discurso en el que hay que saber leer lo que se sugiere pero no se dice, sino utilizando uno más directo y vehemente. Así estaba y así se mostró. El abrazo entre Angelici y Falcioni fue demasiado para su paciencia y el uso explícito del poder por parte del presidente a la hora de tomar decisiones, la gota que rebalsó el vaso.
Es muy difícil hablar de Riquelme desde la neutralidad. Es complejo analizar a un personaje que divide tanto las aguas, desde un lugar desprovisto de pasión, porque es justamente ella, la pasión, la que construye la opinión acerca de los ídolos y la que generalmente la deforma. Los que no lo quieren a Román ponen a su carácter por encima de todo y reducen al ridículo sus enormes condiciones técnicas para jugar al fútbol. Los que lo aman lo endiosan hasta límites insospechados y le perdonan todo, incluso aquellas cuestiones que no ayudan a la concordia de la familia xeneize.
Como siempre, eligió cuando y con quienes hablar. Pero ésta vez sus palabras parecieron mucho más las de alguien a quien le cambiaron los movimientos de la partida de ajedrez que tan prolijamente estaba jugando. Acostumbrado a tener todo bajo control y que todos los movimientos de su equipo adentro de la cancha necesariamente deban pasar por él, Riquelme descubrió que del otro lado del campo de juego, su GPS interno lo metió en una calle sin salida que lo obligó a recalcular la maniobra. Para salir eligió la dialéctica y allí disparó duro y parejo mostrando un costado semidesconocido.
Dijo ser más importante que Maradona en la vida de Boca. Aseguró que el equipo de Falcioni juega mal y que confesó que en estos meses le llovieron ofertas del medio local. Se hizo fuerte en su cruzada contra la barra brava y anticipó que su futuro estará en el fútbol brasileño. Sus dardos más venenosos apuntaron al presidente y al entrenador, pero su enojo lo hizo caer en algunas contradicciones. Poner sobe la mesa todas sus virtudes, lejos de fortalecerlo, lo dejaron como un hombre necesitado de recordar nostálgicamente el pasado y aún manifestando algunas verdades, salió a la luz cierta arrogancia que siempre estuvo latente, pero jamás había emergido a la superficie.
No parece casual que justo el día en el que Palermo y Abondanzieri se sentarán en el banco visitante y recibirán una ovación absoluta de todo el estadio y Schiavi le pondrá sus últimas imágenes al álbum de fotos, Román quiera estar en el centro de la escena exhibiendo un premio. Teniendo derecho a hacerlo, esta vez suena más a capricho que a otra cosa. Pero además, piensa en el "nosotros" cuando argumenta querer compartir el premio con sus compañeros que lo ayudaron a ganarlo, pero lo ilumina el "yo" al adjudicarse el mote del jugador más querido, el único y el más idolatrado de la historia del club.
Hace un semestre y sin consultar su decisión, ni comunicarla previamente, se vació por completo y se bajó del barco. Hace dos semanas intuyendo cierta debilidad en Falcioni a partir de algunos flojos resultados que alejaron al equipo de la pelea, anunció que estaba dispuesto a volver a subirse. Su estilo monárquico lo guía a la hora de tomar decisiones y si bien es cierto que la mayoría lo consagró como rey, ahora todo parece indicar que su trono está en peligro. Sin tanta popularidad entre los hinchas, ni Angelici ni Falcioni parecen tomar en cuenta demasiado el pulso de la gente y la renovación se descuenta para las próximas horas.
Román hizo cuentas y los números no le cierran. Si a Julio César le va bien, su imperio continuará más allá de mitad del año próximo. Si los resultados no son los proyectados, la sucesión tiene nombre y apellido: Guillermo Barros Schelotto. En cualquiera de los dos casos, lo único seguro es que no hay lugar para el diez.
Sabe que la gente está de su lado y que no "cuaja" demasiado ni con el entrenador ni con el mandamás de la dirigencia, pero también es conciente de que los caminos se cierran y el laberinto se achica.
Del otro lado no está Yepes, para meterle el caño de taco más sensacional que muchos hayan visto, ni los defensores del Madrid desquiciados ante su habilidad para proteger la pelota. Esta vez la historia tiene otros actores y parece ser que con el recuerdo solo no alcanza. Quizás por eso, un día y por un rato, Román decidió cambiar su inconfundible estilo de juego, dejar de ser el torero y transformarse en un toro.
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