No era el golf lo que estaba en juego, sino su vida. Cuando José de Jesús Rodríguez decidió emprender aquellas caminatas del infierno por los desiertos de México, apostó el pellejo por un futuro improbable, sin sustento alguno. "Desde que salí de mi casa estaba dispuesto a arriesgarlo todo", le jura el golfista de 39 años a LA NACION. La voz del celular se escucha tan afable como firme desde Irapuato, la ciudad donde arrancó aquella locura con feliz desenlace. Hoy, el "Camarón" encarna la historia más cinematográfica del PGA Tour. Es el más campechano de los mexicanos de la gira, un hombre agradecido que jugó varias veces en la Argentina en busca de birdies y títulos de campeón. Y que ahora es un ejemplo viviente de hasta dónde un ser humano es capaz de perseguir y consumar un sueño. Aunque se calcinara bajo el sol.
Mucho antes de su llegada en 2019 al máximo circuito, de sus victorias en el Korn Ferry, en el PGA Tour de Canadá y en el de Latinoamérica, perdura el recuerdo de una infancia atravesada por el hacinamiento. En aquel único ambiente con piso de tierra de su casa de adobe, chocándose las extremidades, se apretujaban ocho hermanos y los padres. El jefe de familia, Chuche, andaba con el cuerpo castigado de tantos años de trabajos duros como albañil; la señora, Yoye, mostraba la abnegada voluntad de madre, pero se desesperaba al poder cocinar apenas una tortilla para toda la familia. Solo una. Las penurias económicas los privaban muchas veces hasta del alimento básico.
A los 5 años, Camarón comenzó a recoger maíz con el resto de su familia en un sembradío adyacente a su rancho de San José de Bernalejo, su ciudad natal a 1700 metros sobre el nivel del mar, en el estado de Guanajuato. Luego sobrevino el rebusque de juntar pelotitas de golf, que caían en terrenos aledaños para luego revenderlas. Fue una niñez de pies descalzos, hambre, sol abrasador y ropa raída; una triste realidad que lo llevó a interiorizarse desde muy chico con el oficio de caddie como salvación. Cumplidos sus 12 años, cuando la bolsa de palos todavía le pesaba sobre su hombro, trabajó tiempo completo en el Club de Golf Santa Margarita, allí en lo alto de las colinas que rodean Irapuato. Un adiós resignado a la escuela y la urgencia de dinero fresco para ayudar a sus seres queridos: no había otra opción para aquel pequeño de piel morena que se ganó el apodo por sus cachetes enrojecidos.
"La fuerza de voluntad nace de cuando eres un chavo y ves gente que lo tiene todo y tú no tienes nada. Pues entonces me dije que Dios me daría la licencia para ser una persona de bien y poder tener algo. Ese pensamiento me esforzó para salir adelante y alcanzar un sueño, nunca dejarlo trunco y pelear por él", relata Rodríguez, que descubrió otro mundo cuando vio a esos socios del club con sus zapatos de golf impecablemente lustrados, disfrutando de desayunos continentales y entregados al placer de salir a jugar al golf solo por diversión, para luego volver a sus hogares en autos de lujo. Inmerso en un ámbito ajeno a él, dibujaba una sonrisa cuando recibía una buena propina, pero sus módicos ingresos lo terminaron consumiendo en la desesperanza. Ya no estudiaba ni tampoco ganaba dinero suficiente para colaborar con su familia y escapar del agobio.
Había ensayado su primer swing empuñando un palo fabricado con una barra de hierro de construcción y una pieza de neumático de bicicleta como grip. Siempre que podía, aprendía los secretos del juego gracias a las enseñanzas de su hermano mayor, Rosendo. Pero el golf no era la prioridad, sino su subsistencia y la de sus seres queridos. Así, pronto llegaría una decisión disparatada que alumbró en 1996 y dio un giro a su vida, cumplidos sus 15 años: al no haber intimidad alguna en aquel único cuarto hogareño, oyó sin querer un comentario indebido de sus padres. "Escuché a los dos diciendo que no podían mandarme al colegio. Mi mamá se puso a llorar y al día siguiente tomé la decisión de irme a los Estados Unidos de manera ilegal", rememora Camarón, el tercero más grande de los ocho hermanos.
Fue un plan tan errático como irresponsable, solo sostenido por la vaga promesa de un porvenir diferente del otro lado de la frontera. El sueño americano de cinco adolescentes -entre ellos José de Jesús- pero pergeñado bajo condiciones deplorables, haciéndoles frente a peligros constantes. "Es lo peor que te puedas imaginar. Tardamos tres meses para poder cruzar a Estados Unidos, con gente al acecho que te quería asaltar. Muchas cosas duras, hasta que vimos el río", describe. Los chicos partieron desde Irapuato, entre trayectos de ómnibus, trenes, camiones desvencijados y recorridos a dedo. La idea era viajar cientos de kilómetros hacia el norte de México hasta alcanzar Altar, el último pueblo antes de la frontera. Y de allí, un primer intento atravesando el desierto de Sonora para llegar al estado de Arizona. Sin embargo, los actos de arrojo se vieron frustrados por la Patrulla Fronteriza de los Estados Unidos, que no dudó en atraparlos, expulsarlos y devolverlos a tierra azteca.
Sonora es conocido por haberse cobrado cientos de vidas de migrantes que se lanzaron a ese viaje desesperado. Los rayos del sol pueden cegar. En el verano es posible desfallecer bajo jornadas de hasta 50 grados y durante el invierno hay riesgo de morir congelado. Se trata de largos periplos de montaña sumamente escabrosos y donde no hay auxilio alguno. Por no hablar de escorpiones y víboras de cascabel, listos para morder, rasgar o lesionar. Y los cuerpos de los que mueren, literalmente desaparecen destruidos por zopilotes, los buitres que sobrevuelan sin piedad. "Recuerdo que íbamos los cinco y ya llevábamos tres días sin comer. Cuando volteo mi cabeza para verlos, todos empiezan a caer desmayados, deshidratados. Ahí dije ‘¿Qué hago aquí?’. De pronto veo nublado y también caigo yo. Gracias a Dios nos encontró el helicóptero de la Patrulla Fronteriza y nos llevaron a Migración, donde desperté".
A la buena de Dios, en ese sediento deambular bajo el sol, probó durante 90 días en su obstinación por abandonar México, siempre sin éxito. Mientras tanto, mendigaba y buscaba comida en tachos de basura. Dormía bajo puentes y en parques públicos, en el ensayo de nuevos recorridos. "Es que intenté cruzar por todos lados, de la manera que fuera.Me conocí todas las fronteras que cruzan a Estados Unidos. Hasta que tuve la fortuna de hacerlo por Laredo", recuerda el Camarón. Aquel fue el resultado exitoso de su última gran travesía. Se concretó cuando hubo que sobreponerse a la aridez del desierto de Coahuila, repleto de "coyotes" que prometían el cruce a cambio de cientos de dólares, un monto inalcanzable para Rodríguez. Caminó por esa tierra blanca y resquebrajada, escenario tantas veces propicio para la desaparición forzada de personas, víctimas de la violencia y el narcotráfico.
Cierta noche, ya listo para afrontar cualquier peligro y terco como él solo, el aventurero aprovechó la oscuridad para intentar dominar el Río Grande con la agilidad de sus 15 años. Pequeño detalle: no sabía nadar. "Si me resbalaba, me moría", explica, en alusión a las rocas resbalosas que yacían bajo sus pies. La corriente estaba agitada, como siempre. Con el agua helada que le llegaba hasta el mentón, muerto de miedo y tanteando piedras con la punta de sus suelas, terminó saliendo airoso: aquella incursión en la que coqueteó con la muerte enseñó un final feliz.
En su primera noche en los Estados Unidos durmió en una zanja al lado de la ruta. Y a la mañana siguiente merodeó por las afueras de Laredo, en Texas, hasta que encontró una tienda de la cadena Walmart. Cerca del edificio escuchó a un grupo hablando en español y se acercó a pedirles ayuda. El aspecto andrajoso del adolescente despertó lástima en esos hombres y lo invitaron a sus almuerzos. Uno de los trabajadores le contó que estaban a punto de partir a Fayetteville, Arkansas, a 1200 kilómetros al norte, para entregar un equipo para techos. Al Camarón se le encendieron los ojos: "Entonces los acompaño a Arkansas, voy con ustedes". Cuando llegaron a la ciudad, le dieron unos pesos por su ayuda para mover la maquinaria, pero se distrajo en una tienda de teléfonos por comprar una tarjeta para llamar a casa y lo abandonaron.
Su desolación le inundó el alma. ¿A dónde ir? Con todo, su buena estrella lo iría guiando bajo señales alentadoras. Sucedió que un cliente hispano-americano dejó un artículo olvidado cerca del local de teléfonos y siguió distraídamente rumbo al estacionamiento. Camarón lo persiguió para darle el objeto recién comprado y pronto fijó la mirada en el baúl del auto del hombre: allí dentro había una bolsa de palos.
De ese encuentro accidental brotó naturalmente una conversación sobre golf, con la suerte de que el interlocutor resultó ser el sobrino de un miembro del equipo de mantenimiento del Stonebridge Meadows Golf Club, en Fayetteville. Faltaba personal y así fue como José de Jesús consiguió un empleo de jornada completa, trabajando seis días a la semana, "Lloré cuando me dieron mi primer cheque de 380 dólares", admite. Realizó una transferencia de cada dólar ganado para su madre en Irapuato. "Yo estaba acostumbrado a no tener nada. Para mi familia, ese dinero significaba que tendrían para comer. Me sentí orgulloso de enviarlo".
Después de dos años, la familia había ahorrado suficiente dinero para que su hermano Rosendo y su padre pagaran en la frontera para pasar a salvo y llegaran hasta Arkansas. Entonces, los tres trabajaron juntos en Stonebridge Meadow, pero Camarón no tenía tiempo para jugar al golf, sino que se concentró en sus labores cortando el césped. El sacudón llegó en 2004, cuando el club redujo personal y los Rodríguez se quedaron repentinamente sin empleo. Rosendo y Chuche volvieron a México, pero Camarón permaneció en Estados Unidos –todavía como indocumentado- por otros dos años, tiempo en el que trabajó como obrero itinerante, cosechando trigo, maíz y fresas. También pasó un año en el Territory Golf & Country Club en Duncan, Oklahoma. Y en 2006, a sus 25 años, le llegó el tiempo de regresar a Irapuato.
En su vuelta al hogar se dio un interminable abrazo con su madre, Yoye. Levantó la vista y su hogar ya no era una choza, sino un par de casas de cemento de dos pisos y varios baños. Por fin, su familia había dejado atrás la urgencia del hambre. Entonces, la escena se reubica en un lugar ya conocido: el Club de Golf Santa Margarita. Allí jugaba el socio Alfonso Vallejo Esquivel, que había amasado una fortuna en la industria farmacéutica y se caracterizaba por no dar propinas a los caddies. Nadie quería llevarle la bolsa al empresario, y por falta de antigüedad le tocó al Camarón lidiar con el avaro. Lo que parecía un suplicio, se convirtió en una bendición, porque terminó siendo la persona clave de su vida, el mecenas al que siempre nombra por todas las ayudas que le brindó.
Durante las vueltas de golf, a Vallejo Esquivel le impresionaban de él dos cosas: la interpretación de la estrategia del campo y que había sido el único caddie que no se había quejado por no recibir propina. La relación fluyó naturalmente y el empresario, de juego mediocre, le pidió al Camarón que le mostrara su forma de pegar con tiros de distintos sectores, hoyo por hoyo. Esos tutoriales en vivo derivaron en una suspensión de 30 días para el caddie, porque estaba prohibido que los llevapalos jugaran junto a los socios. Cumplida la pena, Vallejo le rogó que volviera a jugar con él para seguir aprendiendo, pero José de Jesús se negó. El farmacéutico rara vez aceptaba un no como respuesta, es por eso que directamente le compró una membresía del club para que pudiera jugar en el club sin restricciones. Y así fue.
Con la continuidad de las prácticas, su juego mejoró notablemente en aquel campo estrecho, lleno de lomas y con greens pequeños. Ante la evidencia de su calidad, Vallejo le ofreció entrenarse dos meses durante el otoño de 2007 con el objetivo de luchar en un torneo que se haría en Monterrey para clasificarse al Tour Mexicano. Por supuesto, el mecenas se haría cargo de todos los gastos. "Sabía que era la oportunidad de mi vida y trabajé día a día para mejorar mi juego", apunta el golfista. La apuesta de ambos no pudo haber salido mejor: entre 2008 y 2015 ganó nada menos que 19 torneos de la gira de su país, pero además se impuso en el PGA Tour Latinoamérica (4 títulos), en el PGA Tour Canadá (2) y Korn Ferry Tour, donde triunfó en 2018, victoria que le allanó el camino al PGA Tour el año pasado. ¿Y cómo logró volver a Estados Unidos y jugar, si había estado allí en condición de ilegal? Fue gracias a las autoridades de la gira canadiense, que impresionados con su juego y sus resultados decidieron solucionarle el tema de la visa y regularizar su situación.
Sin embargo, no todo fue color de rosa, La vida lo pondría a prueba una vez más: en 2014, Vallejo fue asesinado en Irapuato bajo circunstancias confusas; se trató de un supuesto intento de robo, aunque nada le fue sustraído. Camarón quedó devastado por la pérdida de su ángel guardián y, además, con la incertidumbre de su futuro económico. Cayó en una depresión, profundizada cuando su padre falleció por causas naturales a principios de 2016. Pensó seriamente en abandonar el golf, pero se levantó una vez más con ayuda psicológica y el incentivo de su familia. Ahora no jugaría por él, sino solo por su madre y hermanos. Así fue como recuperó sus ganas, su juego y terminó llegando a la máxima gira, el pináculo para cualquier golfista, más allá de que le costó mantenerse entre los mejores y le tocó retroceder un casillero.
Al borde de los 40, su gran aspiración es poder jugar el Masters de Augusta. Mientras tanto, su carrera estuvo matizada por el continuo contacto con jugadores argentinos: "Conviví con ellos a medida que fuimos escalando en los diferentes tours. Tengo muy buena relación con Nelson Ledesma, Augusto Núñez, Fabián Gómez y Julián Etulain; cada vez que los chicos me invitaron a asados, acepté", sonríe a LA NACION, y también se refiere a sus participaciones en nuestro país: "Disfruté mucho en Argentina. Otro país, otra cultura. Siempre es algo bonito ir para allá. Cuando era caddie escuchaba al Pato Cabrera, al Chino Fernández y pensaba: ‘Me va a tocar estar ahí con ellos’. Y finamente tuve el honor de jugar el Abierto y codearme con los buenos jugadores argentinos. Siempre consideré a Argentina como un país con un potencial deportivo a nivel mundial muy fuerte. Sus golfistas te llevan a sacar algo extra porque son competitivos".
Sin nada, este devoto de la Virgen de Guadalupe consiguió todo: formó una familia, se convirtió en un golfista destacado a partir de su andar consistente y lucha por más, sin perder de vista la humildad y ofreciendo ayuda a quien lo necesita. "¿Qué le recomendaría a un chavo sin recursos como era yo? Que luche por su sueño, que haga deporte y se aleje de las malas adicciones, porque es un camino que se piensa fácil pero termina siendo el más complicado. Todos en la vida tenemos un don, nomás que hay que descubrirlo ¿no? Siempre hay que tratar de vivir cada día como si fuera el último de nuestras vidas. Mi lema es: 'Querer es poder".
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