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Día del Padre. Los ausentes y los demasiado cercanos
J. R. Moehringer escribe sobre sus obsesiones, como casi todos. Hijo de un padre ausente, el escritor estadounidense publicó en 2005 “El bar de las grandes esperanzas” (The bar tender). El bar, en pleno suburbio de Nueva York, era el “Dickens”. Lo ayudó a crecer sin progenitor y sin quejarse. Fue su mundo masculino. Sus “santos bebedores” lanzaron vasos al aire cuando el joven consiguió un primer trabajo. Moehringer tenía diecisiete años y decidió conocer a su padre, que hasta entonces era “una voz de radio”, un locutor alcohólico que corrió apenas el niño comenzó a gatear. Fue la primera vez que Moehringer abrazó a un hombre. Consciente de cierta fragilidad, Moehringer dejó el alcohol (“más que un borracho, quería ser un escritor”). Su libro autobiográfico llegó a manos de Andre Agassi. Ganador de los cuatro títulos de Grand Slam), Copa Davis y oro olímpico, el ex número uno del tenis mundial también quería contar su vida. “Si mi padre estaba ausente, contó Moehringer, el de Agassi estaba demasiado cerca. Es casi lo mismo”. El resultado fue “Open”, acaso la mejor autobiografía de un deportista.
“Open” (2009) no es un libro de tenis. El propio Moehringer lo describe como un libro sobre la vida de un hombre “que busca la felicidad”. Que le pusieron una raqueta casi antes que el chupete. Que odia al tenis “con una oscura y secreta pasión” y que “esa contradicción es la esencia” de su vida. Porque esa contradicción es el padre, el ex boxeador iraní que conducía armado y que construyó “Dragón” (la máquina que le lanzaba 2500 pelotas diarias cuando tenía apenas dos años de edad), que le administró “speed” cuando era niño y que planchaba con él los billetes de un dólar. Y a quien Agassi describe sin citarlo jamás como a un “monstruo” (Moehringer, Premio Pulitzer, contó una vez que el beisbolista Alex Rodríguez siempre rendía al máximo cada vez que le tocaba jugar en Minnesota, pero no por animosidad especial contra el equipo rival, sino porque sabía que en esa ciudad lo estaría viendo el padre que lo había abandonado de niño). Sigmund Freud no existía en “Dickens”, el bar del Moehringer niño. El Moehringer adulto lo leyó para escribir “Open”, el libro que él ya daba por terminado en el momento en el que Agassi, marido fugaz de Brooke Shields, esposo feliz de Steffi Graf, le dijo cuándo le haría alguna pregunta sobre el tenis.
En “El campeón ha vuelto” (1997, su primer libro), Moehringer cuenta la historia de Bob Satterfield, un “juguete roto” del boxeo de los años ’40 y ’50, porque tenía “brazo de martillo” pero “mandíbula delicada”. Supuesto mendigo casi medio siglo después, Satterfield hacía honor a eso de caer y volver a levantarse. “Ignorar tu dolor. Mantenerte en pie”. Moehringer lo hizo libro después de que su editor de periódico le dijo inicialmente que el tema no era interesante. Por eso, en la reedición de 2016, Moehringer añade una introducción que podría ser texto obligatorio en escuelas de periodismo. Critica a la prensa gráfica porque, precarizada, comenzó a competir con la TV y a querer “contar todo rápido” cuando a él sólo le interesaba escribir historias largas y hacerlo despacio, “cuanto más despacio mejor”. Y porque hoy Google resuelve datos en cinco minutos, pero sigue siendo incapaz para responder sobre historias que jamás cambian. “Identidad, ganadores y perdedores, realidad y ficción, padres e hijos”. De esas historias, las que más suelen atraer a Moehringer son de boxeadores. Porque “la vida es una pelea” y “todo el mundo nos exhorta a pelear. Pero sólo los boxeadores nos enseñan a hacerlo”.
En “El campeón ha vuelto” las búsquedas se cruzan. La de Satterfield, el boxeador que le rompió la nariz a Rocky Marciano y casi noquea a Jake La Motta. Y la de Moehringer. “Cuando el hombre hundido en su valor es tu padre, la angustia se cuadruplica y tu virilidad no sangra, se desangra... Simplemente desobedeces a tus ojos. Cualquier cosa con tal de frenar la hemorragia”. Los libros inolvidables suelen ser aquellos que leemos en el momento oportuno. Me sucedió en los ’80 con “La invención de la soledad”, Paul Auster escribiendo sobre su padre fallecido y su paternidad flamante. Años después me topé con “Nadar de noche”. Juan Forn, su autor, escribe sobre el hijo que encuentra al padre en una noche de insomnio. “No lo veía desde que había muerto”. Al hijo le decepciona enterarse de que su padre no sabía cómo había seguido su vida. “Si supieras la cantidad de cosas que hice en estos años para vos, le dice el hijo, pensando que me estabas mirando”. Forn, autor de contratapas inolvidables en Página 12, siempre generoso (a él le debo “Díganme Ringo”, mi primer libro, sobre Ringo Bonavena, boxeador), murió el domingo pasado a los 61 años. Era el Día del Padre.
Nota de Redacción: Años atrás, Juanma Lillo, hoy asistente de Pep Guardiola en Manchester City, me dijo que el segundo gol de Diego a Inglaterra “es un culto al juego colectivo”. Porque Diego usó a los rivales y porque sus compañeros lo ayudaron a correr solo. Ayer, ya sin él, volvimos a correr todos juntos. Nuestro 22 de junio de 1986 fue el día en que “todos fuimos reyes” (como escribió Nelson Rodrigues cuando Brasil ganó México 70). El padre de la obra ha muerto. Su genio es eterno.
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