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Deporte y nazismo: vida y muerte en los campos de exterminio en Polonia
Los prisioneros, muertos vivientes, debían correr descalzos horas eternas, permanecían más de dos horas en cuclillas con las manos en la nuca, se arrastraban con los codos, hacían flexiones lentas, daban saltos de rana, giraban sobre sí mismos con las manos levantadas, trepaban árboles imposibles, caminaban agarrándose de los tobillos, daban vueltas alrededor de un palo en la misma dirección durante una hora y otra hora en sentido contrario. Eran doce horas de “gimnasia”, sin descanso ni comida. Pies y cabezas hinchados. Calor o helada. Rodaban sobre la nieve. “Hacer deporte”, ordenaba Ludwig Plagge, su torturador nazi. Al que caía, lo golpeaba. Látigo, palo, patadas y hasta una pistola. Nadie podía socorrerlos. Cerca de veinte morían por día.
“El «deporte», aunque el nombre suene banal, fue el primer paso hacia el exterminio”, dice Erwin Olszówka, prisionero “1141″. El “deporte”, para aterrorizar a los recién llegados. Humillarlos hasta la obediencia absoluta. “Si los presos no limpiaban bien, «deporte». Si hablaban sin permiso, «deporte». Si no saludaban, «deporte»”, cuenta Stanislaw Korecki (prisionero 743). Estremecen, entre otros, los relatos de Ludwik Bas (preso 3460), Marian Dybus (678), Eugeniusz Niedojadlo (213), Artur Rablin (1021), Józef Dyntar (1409), Jan Chlebowski (622) y Nikodem Pieszczoch (673). Nadie como el colega español José Ignacio Pérez registró de modo tan profundo el vínculo entre el “deporte” y Auschwitz, el mayor campo de concentración de Hitler en la Polonia ocupada. Pérez, que publicó su informe días atrás en el diario español Marca, escribió un año antes el libro K.O. Auschwitz, la historia de prisioneros que sobrevivieron al infierno nazi gracias al boxeo. El deporte que mata. El deporte que salva.
“¿Quién sabe boxear?”, preguntó en Auschwitz Kurt Magatanz, uno de los “kapos” (criminales alemanes al servicio de los nazis). Noah Klieger (preso 172.345), que había pasado su primera noche desnudo en el piso, con veinte grados bajo cero, jamás había boxeado, pero levantó la mano. “No pensé con el cerebro, pensé con las tripas”. “Si mienten”, avisó Mataganz, “van directamente a la cámara de gas”. Klieger se salvó porque su primer rival, Jacko Razon (preso 115.264), un campeón de Grecia y los Balcanes, se dejó golpear para simular una pelea pareja. Perdió los veinte combates siguientes. Pero comía mejor. “El boxeo salvó mi vida”. Peleaban en un ring entre alambradas electrificadas de cuatro metros de altura y oficiales SS apuntando. Para diversión y apuestas de los nazis. Entre ellos mismos o contra “kapos”. Eran peleas desiguales. Esqueletos contra torturadores que pesaban hasta treinta o cuarenta kilos más. A mano limpia, o con guantes de lana, hasta que el primero cayera desmayado.
Otros realmente habían boxeado. El más célebre era Víctor Young Pérez, nacido en un barrio judío de Túnez, campeón mundial mosca en París con apenas 20 años en 1931, preso 157.178 en 1943, atracción nazi en medio del horror y de su propia mente ya confusa, sonrisa ausente. Doscientos oficiales fueron a su debut, según otro libro clave, Crónicas de un mundo oscuro, escrito por Paul Steinberg (preso 157.239). Tres rounds en los que Pérez humilló a su rival nazi. El combate fue declarado “nulo”. Trabajador “privilegiado” en la cocina, Pérez repartía alimentos entre otros presos. Cuentan que, finalmente tumbado y sacado en camilla tras otra pelea, Pérez murió en una de las llamadas Marchas de la Muerte (el vaciamiento de los nazis de Auschwitz, caminatas eternas, cruzando fronteras, de prisioneros por la nieve). K.O. Auschwitz dice que Pérez murió acribillado cuando robó un pedazo de pan para dárselo a otro prisionero.
Hubo otros boxeadores en Auschwitz. Tadeusz Pietrzykowski (preso 77), campeón polaco cuya vida fue llevada al cine, que venció a varios kapos hasta que lo infectaron de tifus. Antoni Czortek (139.559), que compitió en los Juegos Olímpicos Berlín ’36 y fue subcampeón europeo pluma. Salamo Arouch, Feliks Stamm y Kazimierz Szelest. Y también hubo fútbol. “Selecciones” de “Inglaterra”, “Gales”, “Escocia”, con camisetas donadas por la Cruz Roja, jugaban bajo un olor nauseabundo, porque la cancha estaba en el medio de las cámaras de gas de Birkenau (Auschwitz II), según el relato de Ron Jones en el libro El arquero de Auschwitz (2013, de Joe Lovejoy). El nazismo prohibió el fútbol en la Polonia ocupada. Pero no en Auschwitz.
También hubo deportes y hasta conciertos en otros campos de concentración de la Polonia ocupada, en los que murieron cerca de 3,5 millones de judíos. “Era como recibir una medicación, una trasfusión”, dice una crónica que intenta comprender la tragedia. Dentro de diez días se cumplirán ochenta años de la primera rebelión masiva, el Levantamiento del Gueto de Varsovia, la ciudad que fue una vez centro mundial de la vida judía. Más de cien mil judíos murieron en el gueto. Uno de los ejecutados fue Josef Klotz, primer goleador en la historia de la selección de Polonia, en 1922. Otra víctima fue Janus Korczak.
Escritor y educador, Korczak decidió acompañar a los niños de su orfanato al campo de exterminio de Treblinka. Una exposición recordó años atrás una de sus frases: “No podemos dejar el mundo como está”.
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