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Jacques Anquetil: dolor, trampa y soledad
"No tomamos anfetas, nada". Tampoco otras pastillas ni inyecciones. Jacques Anquetil, primer pentacampeón del Tour de Francia, le propone a Ercole Baldini correr la contrarreloj del Gran Premio de Forli sin doparse. Son amigos y saben que, sin otros grandes rivales, saldrán primero o segundo. Gana Anquetil. Pero son más lentos, la carrera es un calvario y llegan arrastrados a la meta. "No lo volveremos a hacer jamás". Y eso que Anquetil suele jactarse de tener siempre "reservas de dolor". "Memoria de dolor" cuando ya "los pulmones no respiran". Anquetil se dopa entonces como lo hizo siempre todo el pelotón. Como lo hizo Lance Armstrong, que acaba de pactar una demanda por US$ 100 millones pagando apenas US$ 5 millones, porque doparse, sugirieron sus abogados ante la corte, es un hábito y él no engañó a nadie. Y como lo hizo Chris Froome, el mejor ciclista de estos años, todavía autorizado a correr pese a que un control ya desnudó que él también hace trampa.
"La soledad de Anquetil", de Paul Fournel, mejor libro deportivo de 2017 en Francia, cuenta de modo novelado y poético la vida del campeón acaso más complejo que tuvo el ciclismo. "El ciclismo no es mi deporte, fue él el que me eligió a mí", le hace decir Fournel a Anquetil, que ganó el Tour en 1957 y de 1961 al ’64, además de dos Giros de Italia (1960 y ‘64), una Vuelta de España (1963), una medalla olímpica en Helsinki 52 y nueve títulos mundiales contrarreloj. Podía vérselo pálido y endeble, pero tenía en el torso "un barril que escondía la pólvora del motor más potente". Fournel lo fotografió en una ascensión absurda al Puy de Dome en el Tour del ’64, codo a codo con Raymond Poulidor, rival clásico, más amado, pero su eterno segundo. Reveladas las fotos, Poulidor, mejor escalador, luce al límite de sus fuerzas. Anquetil, en cambio, aparece en la foto con una "palidez cadavérica, perdidos los ojos en un mundo secreto que no era del ciclismo, sacando fuerzas de un lugar ilegible, de un pozo de misterio".
En un deporte de leñadores, Anquetil era ilusión, facilidad, elegancia, vuelo y danza. Contrarrelojista formidable, pedaleaba con los pies en punta. Tobillos flexibles, espalda curvada, brazos en ángulo recto, rostro hacia delante. "Jamás –dice Fournel– hubo hombre mejor tallado que él para ir en una bicicleta, jamás este ensamblaje hombre-máquina fue más bello". Desmedido pero a la vez genial, "el Mozart del ciclismo", como lo describió una vez el periodista español Carlos Arribas, falleció en 1987 con apenas 53 años, por un cáncer de estómago.
"Sí, me he dopado", se tituló el segundo de cuatro artículos demoledores que escribió en France Dimanche en pleno Tour de 1967. "Solo un idiota –le espetó luego a un ministro francés en un debate por TV– se puede imaginar que se puede hacer una Burdeos-París a base de agua". Rechazó controles antidoping. "Somos hombres, no caballos y tenemos el deber de oponernos a esa ley discriminatoria que va contra nuestra dignidad, que fomenta la sospecha". Daba anfetaminas a sus cosechadores en el campo para que terminaran rápido la faena y fueran todos juntos a comer. Si hasta Janine, su esposa inseparable, se dopaba con Corydrane para resistir horas y horas al volante entre carrera y carrera, y dejar que Anquetil durmiera.
Anquetil no corría por medallas. Las medallas no le daban de comer. Corría por dinero. Cuadruplicó una prima en un Gran Premio de Lugano. Le pagaron primero para que no se presentara y así ganaba otro. El segundo pago fue para convencerlo de que finalmente sí querían contar con él, pero con un tercer pago para que fuera a menos. Y el cuarto pago se lo pidió en la partida el propio Anquetil al protegido local, diciéndole que a cambio lo dejaría ganar. Terminó ganando él. Su admirado Fausto Coppi (a quien le quitó el récord de la hora) le contó alguna vez que, agobiado por un joven e impetuoso rival, le ofreció en plena puja, de bicicleta a bicicleta, 1000, 2000, 3000, hasta que llegó a 5000 francos y el aspirante por fin frenó su ímpetu. Anquetil, dice Fournel, llegó a comprar equipos rivales enteros que ya no corrían por nada y pasaban a protegerlo, a él, porque el francés sabía que su rival hacía exactamente lo mismo. En el Giro de 1964 Anquetil mandó a su equipo a que aplastara a un italiano que lo aventajaba sólo porque se llamaba "Polidori", parecido a Poulidor. Y en el Tour del ’59 frustró un eventual triunfo de otro francés al que no quería. Lo silbaron en la meta. Se compró un barco y lo bautizó "Silbidos 59".
Anquetil era siempre generoso con sus compañeros de equipo. Les daba parte de sus premios y hasta les permitía ganar etapas a cambio de la lealtad. Los necesitaba porque, estrella, Anquetil odiaba correr en medio del pelotón. Disfrutaba en soledad. "El ciclismo –decía– es como la caza, a veces hay que aprender el sentido de la espera". Rubio y cara de ángel, Anquetil bebía cerveza en plena carrera y amaba la astronomía y el buen vivir. Y sabía como pocos cuál era su rol. Les decía a sus compañeros que él era como Johnny Hallyday, quien le pagaba a su orquesta para que tocaran para él. "Ustedes –le decía al equipo– son mis músicos". El era Johnny Hallyday. O Mozart.
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