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El destino quiso que el máximo ídolo del fútbol se fuera antes de una nueva definición: él, que amó tanto a la selección nacional, será el gran ausente este domingo
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Es medianoche y desde un piso alto de la ciudad, el sueño liviano de los últimos días deja de serlo. Afuera, en la calle, parece haberse congregado una muchedumbre. Y lo que aumenta como un eco en el silencio no es un rezo. Aunque se le parece: “Y al Dieeeeeeego, desde el cielo lo podemos verrrrrrr. Con Don Diego y Doña Totaaaaaaa, alentándolo a Lioneeeeeeel”. Los que cantan agitan los brazos y de a poco se encienden las luces que estaban apagadas: algunos miran entre las cortinas, otros sonríen con los vecinos de turno o filman con los celulares a esos juglares improvisados. Hay algo especial en el aire, una energía potenciada, buena, que quizás ni la metafísica pueda explicar. Remite a ilusión, a esperanza y las encomienda como en un acto divino. Es medianoche en la Capital Federal donde prima el deseo. Pero podría ser cualquier lugar.
Por primera vez en 40 años, la selección argentina afronta un Mundial de fútbol de mayores sin la presencia de su ícono máximo: Diego Armando Maradona. El máximo ídolo de todos los tiempos jugó las ediciones de 1982, 1986, 1990 y 1994. Y fue a alentar al equipo en las de 1998, 2002, 2006, 2014 y 2018. En la de 2010, lo dirigió. Ni más ni menos. Diego fue y será probablemente por mucho tiempo ese símbolo de identidad tan grande que la muerte no podrá borrar porque cuando la memoria vive, no hay con qué darle. Puesto en el altar de la eternidad por lo que hizo en toda su carrera, pero especialmente por catapultarse a ese sitial con México 1986, su ausencia este domingo en la final ante Francia en Qatar 2022, se sentirá. En 2020 su adiós a los 60 años golpeó especialmente a todas esas generaciones a las que hizo sonreír y a las que vinieron atrás, escuchando los relatos de sus proezas.
Diego quería tanto a la selección, que hasta la creía propia. Esta columna no pretende enumerar sus logros, que son infinitos, pero sí poner en valor ese amor que tanto profesó por los colores de su país. Diego era hincha de la selección antes de vestir la camiseta, pero sobre todo, cuando pasó lo que pasó en aquel Mundial de México se convirtió en algo así como su dueño. Nada que girase en torno a ella podía, tarde o temprano, carecer de su opinión. Por eso alguna vez, cuando finalmente se la dieron para dirigir, el acto de justicia primó por encima de lo que quizás sentían los que se la ofrecieron. Diego era el hincha número uno de su Argentina, estando adentro o estando afuera. Y lo era de todo el deporte albiceleste: un loco, un fanático, parte “de”. Sobran ejemplos de él acompañando momentos buenos y malos de ídolos o anónimos de cualquier disciplina.
Desde hace más de un año, cuando la Argentina ganó la Copa América de Brasil (ya sin Diego) y tras 28 años de sequía a nivel continental, sin obtener títulos, circula en redes (a veces un mar de ingenio, otras, depositario de basura) la interpretación de algún texto de Sigmund Freud por el que se explica que ahora el hijo puede ser, porque su padre ha muerto (por favor, que la Academia no se tome a mal ni tan seriamente parte de la constitución de un folclore). En esta historia, Diego es el padre y Lionel Messi el hijo. El que vino después, el enviado, el de las comparaciones permanentes y el que, pareciera, tuviera que rendir cuentas que no son propias. ¿Por qué Leo tiene que ser como Diego o mejor que Diego? ¿Quién lo dice? ¿Dónde está escrito? Creer o no: tras la muerte Maradona, quien lo quería como un hijo, Leo se sacó esa mochila de piedra que tenía por no haber podido ganar un título grande con la selección y levantó la Copa América. Este domingo, a los 35 años, en el que seguramente sea su último Mundial, disputará el partido por el título.
En el libro “Mi Mundial, mi verdad. Así ganamos la Copa”, en el que Diego habla en primera persona y relata sus vivencias en México 1986, el capítulo inicial abre con esta cita: “Les habla Diego Armando Maradona, el hombre que le hizo dos goles a Inglaterra y uno de los pocos argentinos que sabe cuánto pesa la Copa del Mundo”. Leída rápido y fuera de contexto la frase suena arrogante, pero explica él mismo que se le ocurrió en ese mismo instante de la Navidad de 2015, cuando llamó a su familia para saludar pasadas las doce. Aclara también, que como tantas otras frases célebres que quedaron con su sello, no fue premeditada. Pero que ‘”ojo”, no es que “yo no celebro que otro jugador argentino no la haya vuelto a levantar desde 1986″, sino “sería un traidor”.
La final de este domingo será la sexta que dispute la Argentina en su historia. Buscará la tercera coronación tras las de 1978 y 1986. Lionel Messi afrontará su segunda personal y tal vez la última como posibilidad de cumplir ese sueño máximo que es el mismo que tuvo Diego, el que lo entendería como nadie. El que, probablemente, no tendría pruritos en entrar al vestuario antes del partido para darle una palmada a Lio (sí, Diego le decía ‘Lio’ y no ‘Leo’) y gritarle al oído que “dale pibe, dale, hacé lo que sabés hacer”. En ese mismo libro cuenta Maradona que después de ganar le preguntaron si se daba cuenta lo que significaba ser campeón del mundo. Respondió: “No. Sólo me doy cuenta de que soy el hombre más feliz del mundo”. Agregó más tarde que “ser feliz es hacer feliz a los demás. Y creo que los argentinos fueron felices con lo que nosotros hicimos en México”.
Tal vez entonces, los que están cantando ahora en la calle, de medianoche, no sean unos desubicados. Suben el volumen en esta parte: “Y al Dieeeeeeego, desde el cielo lo podemos verrrrrrr. Con Don Diego y Doña Totaaaaaaa, alentándolo a Lioneeeeeeel”. ¿Y si no existen las casualidades? ¿Y si finalmente esa energía viene a decir algo? ¿Y si también Messi se convierte en el hombre más feliz del mundo y encima de yapa aprende cuánto pesa la Copa del Mundo?
Quién sabe...
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