Es un líder político con proyección, un cantante desvergonzado, un deportista multifacético y generoso. Es el héroe de 100 millones de filipinos que se alegran con sus triunfos y sufren con sus derrotas. Bajo su figura reina la unidad de un país sumido en la pobreza y la violencia. A los 39 años y con seis coronas mundiales en su prontuario (mosca, supergallo, superpluma, ligero, welter y superwelter), Manny Pacquiao es uno de esos pocos boxeadores que portan la aureola de leyenda inmortal en el deporte contemporáneo. Lleno de carisma, excentricidades y gloria, su vida parece estar escrita por el trazo fino de un destino que no entiende de límites.
El sueño de campeón de Pacquiao nació en las calles de Kibawe, un barrio lleno de miseria y violencia en las afuera de Mindanao, Filipinas. A los 14 años, el pequeño Emmanuel –su verdadero nombre– se fue de su casa y se metió en un gimnasio para vengarse de su padre, quien en represalia a sus ausencias le mató el perro y lo cocinó en un guiso que el propio Manny tuvo que comer. Ese hecho lo marcó y nunca más volvió a su casa. La calle se transformó en su hogar y se olvidó del beso o la caricia de su familia. También del lápiz y los libros. La escuela se volvió una quimera y la única rúbrica de crecimiento fue la fama de sus puños.
Ajeno a la exposición de esos físicos que sólo simbolizan la fuerza, el diminuto filipino, de 1,69 de altura y 66 kilos, se convirtió en uno de los mejores boxeadores peso por peso de los últimos quince años –el otro fue Floyd Mayweather- gracias al talento y las ansias de superación que demostró sobre el ring. Desde sus comienzos, en 1995, cuando cobró 10 dólares por su primer combate rentado, hasta los megaeventos de Las Vegas, Pacquiao expuso su salud al servicio del espectáculo y el negocio en busca de gloria deportiva.
Como buen hombre transformado en leyenda, el Pacman, sin tener noción de lo peligroso que es el paso del tiempo sobre su ficticio halo, el próximo 14 de julio se jugará la última carta de su carrera ante el argentino Lucas Matthysse , campeón mundial welter AMB, en Kuala Lumpur. Motivado por su espíritu inconformista de batir récords y sumar grandeza, Pacquiao asumirá los riesgos deportivos y económicos -será el propio organizador- de un match trascendental para su futuro deportivo y político.
Alejado del promotor norteamericano Bob Arum y su legendario entrenador, Freddie Roach, el filipino confía plenamente en recapturar la condición de campeón mundial welter que, en julio de 2017, perdió a manos del australiano Jeff Horn. "Me gusta el estilo de Matthysse, no es sucio, es serio y se lo respeta mucho en el ambiente. Será una pelea muy difícil, pero confío en mis condiciones para ser nuevamente campeón", dijo Pacquiao, que acumula cuatro derrotas en las últimas nueve peleas y su nivel parece estar lejos de los mejores pugilistas de la actualidad: Vasyl Lomachenko, Gennady Golovkin y Terence Crawford.
A 23 años de su debut como boxeador profesional, la comparación con el Pacquiao de otras épocas es inevitable. Y la comprensión por su obra y su vigencia, también. Este boxeador que en diciembre cumplirá 40 años no es ni por asomo aquel que, en sus mejores momentos, noqueó a Oscar de la Hoya (2008), al puertorriqueño Miguel Cotto (2009), o al mexicano Antonio Margarito (en 2010). El tiempo y las duras batallas libradas sobre ring erosionaron su talento y su físico. Sobre todo aquel nocaut fabuloso que le propinó Juan Manuel Márquez, en 2012, que despertó fuertes rumores sobre síntomas prematuros de mal de Parkinson.
Conocido como "Pacman" por su manera de perseguir a los rivales en el cuadrilátero hasta ponerlos fuera de acción, Pacquiao gestó sus seis coronas mundiales entre los pesos Mosca (50,800 kilos) y superwelter (69,800). Sus victorias ante boxeadores de primera línea, en el peso y en la división que fuere, conmovieron a la industria boxística en los años 2008 y 2012. "Una de sus manos es una navaja afilada, la otra podría noquear a un mamut. Creía que no había nada peor que la muerte, pero estaba equivocado", afirmó Oscar De la Hoya, tras ser vapuleado por el propio Manny, en 2008.
El triunfo ante el Golden Boy lo erigió en un fenómeno de masas que lo llevó a romper todos los récords de audiencias en el sistema pay per view. Su combate con Floyd Mayweather, en mayo de 2015, alcanzó la mayor cantidad de ventas del sistema codificado en toda su historia. La compra de 4.4 millones de hogares en Estados Unidos, solamente, reportaron ingresos televisivas por más 500 millones de dólares. Sin embargo, a pesar de las expectativas previas y las ganancias millonarias, la denominada pelea del siglo entre el danzarín Mayweather y el guapo filipino fue un fiasco boxístico.
Fabricado a base de desgracias, Manny Pacquiao hoy vive en la gloria, en el cariño de su pueblo y en la abundancia de su riqueza. Con un récord de 59 triunfos (38 KO), 7 derrotas y 2 empates, los pormenores de la vida de héroe son interminables: el gobierno filipino certificó billetes de colección con su figura, su rostro sonriente aparece en comerciales de cosméticos y el ministerio de Seguridad de Manila llegó a señalar que el delito disminuye considerablemente en la ciudad cuando él boxea. Además fundó su propio partido político, El Movimiento del Campeón del Pueblo, con el que ocupa, desde 2014, un escaño en el Congreso Nacional y apunta a consagrarse como próximo presidente de Filipinas.
Mientras su boxeo, inexorablemente, marcha a ser víctima del verdugo tiempo, Manny Pacquiao es consciente que ante Lucas Matthysse, el próximo sábado, se jugará mucho más que su reputación de séxtuple campeón mundial. El resultado servirá también como termómetro de sus futuras aspiraciones políticas. Después de todo, es una figura del pugilismo mundial que trasciende al deporte y no sabe de límites en sus sueños.
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