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La columna de Principi: a medio siglo de la noche más impactante de la historia
El 8 de marzo de 1971, Muhammad Ali y Joe Frazier protagonizaron una pelea épica en el boxeo, quizás la mejor de todos los tiempos; ganó este último por puntos y su rival cayó en el 15º round
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Los más versados y adivinos creían que Cassius Marcellus Clay, pese sus persecuciones políticas, raciales y comerciales de esos años, jamás podría perder una pelea. Y todos los demás, fundamentalmente los que comenzaban a abandonar la niñez, imaginaban que su nueva versión boxística, incrustada en el espíritu novedoso de un líder musulmán reconfirmado como: Muhammad Ali, aliado a las denuncias y las amenazas más espantosas, sería capaz hasta de vencer a Superman, sin tener que utilizar “kriptonita verde” en un duelo desleal. Ese era su poder medio siglo atrás.
El 8 de marzo de 1971 –el lunes se festejarán sus bodas de oro– se constituyó en una de las fechas más importantes de la historia del boxeo. El día que sobre el ring del último Madison Square Garden de Nueva York, Ali cayó agotado en el 15° round y agónicamente llegó al campanazo final. Resignó la chance de seguir siendo único porque perdió por primera vez y frustró su reconquista del mundial pesado ante una máquina de pelea perfecta: Joe Frazier, un púgil de Filadelfia, con un cuerpo de ébano, con músculos artísticamente tallados en el gimnasio y un gancho de izquierda devastador e imparable. Fueron 45 minutos en donde la entereza física y mental de ambos, potenció una fórmula ideal del boxeo, como en este caso, cuando se entrecruzan un gran boxeador de estilo (Ali) y un enorme peleador de escuela (Frazier).
¿Que simboliza este choque: “Ali vs. Frazier (I)” en la tradición pugilística? Es la representación de la mejor pelea de todos los tiempos. Al menos, para una amplia franja de críticos y para gran parte de aficionados entre los que se encuentra quién escribe estas líneas. Fue una demostración en donde los movimientos opuestos de dos cuerpos perfectos, con corazones de combate únicos e incomparables, reeditaron la sagrada: “Pelea del siglo”, un certificado publicitario que parecía intocable e inmaculado desde aquel 14 de septiembre de 1923 cuando el argentino Luis Ángel Firpo hizo volar del ring al gran Jack Dempsey, también en Manhattan.
Los repiqueteos de las teletipos de la época y los distintos cuerpos de letra de las tapas de los periódicos -patrones de la información de ese entonces- describían a su gusto la retención del cetro de Joe Frazier, por puntos al cabo de 15 vueltas sobre Muhammad Ali, quién a los 29 años perdía el invicto en su 32° match. El gran Arthur Mercante dirigió el match y asistieron 20.455 espectadores que dejaron en taquilla 1.325.951 dólares. Ali tuvo un seguro de dos millones y medio y la bolsa de Frazier, de 27 años y 28 victorias consecutivas, nunca se conoció. Con credencial de reportero y máquina fotográfica, Frank Sinatra, “flasheaba” acodado en el cuadrilátero; en la mejor posición en la bancada de prensa escribía Norman Mailer y en el sector de los “Ali-fans” alentaban Dustin Hoffman y Woody Allen. Los peces gordos estaban allí.
Ali, destituido en 1967 de su corona mundial ganada en 1964 por su célebre: “No a la guerra de Vietnam”, rehusando incorporarse al ejército estadounidense, mezclaba todo. Los principios declamatorios de sus educadores islámicos como Elijah Muhammad, el recuerdo de Martin Luther King y su relación contradictoria con Malcom X, que lo transformaron en un motor de protesta, más amado que resistido, en defensa del maltrato recibido por la comunidad afroamericana en todo el país. Priorizaba todo esto por las viejas polémicas de sus combates con Sonny Liston o Henry Cooper y les restaba importancia a sus triunfos recientes, ante Jerry Quarry y Oscar Bonavena, en octubre y diciembre de 1970, en su etapa de reaparición. Sin embargo, cometió un error intelectual imperdonable: ofender a Joe Frazier y tratarlo como vendido al oro blanco del negocio boxeo por acceder a ganar el campeonato que con tanta inquina le fue quitado. Lo trató en modo ordinario y lo comparó con el célebre Tío Tom. Sin razón alguna.
Inconscientemente, convirtió a Frazier en un arma destructiva sobre el ring, que utilizó ese odio con mucha inteligencia para fortalecer su estilo de ataque con una misión definida: castigarlo y destruirlo. En lo deportivo y en lo humano. Y así fue.
Frazier, que fue reconocido como campeón mundial de ocho estados importantes de Norteamérica, unificó la corona en 1970 vapuleando a Jimmy Ellis, amigo y “hermano” de Ali. Sobrellevó 25 sufridos rounds en dos peleas con Oscar Bonavena, que estuvo a punto de noquearlo en 1966.
El desafío fue tremendo. Titánico. Las piernas de Ali y su jab no pudieron detener en ningún momento el avance de Frazier que, con un movimiento pendular de su cuerpo y su cintura, cerró constantemente a Muhammad en los distintos vértices del ring. Su mentón asimiló todo lo que recibió y su gancho de izquierda tuvo una precisión pocas veces vista. Supo esperar el momento y fue en el último round. Allí, explotó su puño y estalló su alma, ofendida y cargada que jamás “escupir” toda la denigración pública que recibió de Ali. La maniobra fue perfecta y la puntería letal. Nudillos de Frazier en la mandíbula de Ali.
La caída, comparable a una demolición, fue narrada en modo colosal por Mailer en su libro “Existential errands”: “El gancho de izquierda fue tan brutal que desembocó en 50.000 publicaciones fotográficas. Entonces, tendido sobre la lona, el gran Ali cantó a las sirenas en la bruma espesa del desastre con la mirada de muerte y viudez en su rostro ya observada en su pelea con Liston, cuando fue cegado por algunas gotas de linimento. Fue entonces como si los espíritus de los muertos de Vietnam vinieran en su ayuda manteniéndolo en pie ante el desorbitado Frazier. Había demostrado así lo que todos intuíamos en secreto: que es un hombre capaz de soportar la tortura moral y física, y seguir de pie”
Fue una obra popular y cultural que hincó al mundo ante ellos. Justificó todo lo esperado y mucho más. Sobre todo cuando su efecto y producido causaron una conmoción excepcional. Ambos, fueron chequeados en el hospital después del pleito. Ali mascó la saliva agria del orgullo destrozado, y Frazier fue feliz hasta el día de su muerte por haber dañado a Ali en todo sentido.
Hubo dos peleas más y las ganó Muhammad. Una por puntos, no muy recordada también en el Madison (en 1974) y la tercera en Manila, Filipinas (en 1975) que dio vida a un capítulo apoteótico en base al éxtasis y agotamiento general, en donde el morbo sobrepasó al arte pero halló un foco receptivo increíble. La picardía del rincón de Angelo Dundee contrastó con la sensibilidad de Eddie Futch que retiró a Frazier, totalmente fundido un segundo antes de lo recomendado en la espera del último asalto.
Hace cincuenta años se producía un choque entre dos hombres plenos que tuvieron al universo a su merced. Originaron la mejor pelea de todos los tiempos por el cinturón más codiciado del planeta. Y esto es lo que se festeja. Una obra inmortal e imposible de superar. Ambos están muertos, pero los fantasmas del ring aseguran que ellos resucitan todos los 8 de marzo. Y nadie se anima a decir lo contrario.
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