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Horacio Accavallo: de botellero y saltimbanqui a ídolo popular del deporte argentino
Nació en la miseria y vio en el boxeo su destino para sobrevivir; campeón mundial de los moscas, murió a los 87 años
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Horacio Accavallo, que falleció en la madrugada de este miércoles luego de varios años de lucha contra el Alzheimer, iba a cumplir 88 justo dentro de un mes. Y exactamente su vida se apagó en la víspera de un 14 de septiembre, Día del Boxeador Argentino, fecha que rememora la épica de Luis Ángel Firpo ante Jack Dempsey en la celebérrima batalla del Polo Grounds, en Manhattan, 1923.
Accavallo encarnó la parábola de un hombre que nació en la miseria y que, a fuerza de coraje y decisión, pudo hacerse camino en el duro arte de los puños hasta llegar a la gloria y tener una vida digna. Es, por jerarquía propia y calidad de rivales derrotados, uno de los más grandes campeones mundiales de boxeo que ha tenido nuestro país -con un récord impresionante que cuenta apenas dos derrotas en 85 peleas-, al mismo tiempo que se convirtió en un personaje querible y popular.
“¡Asi te voy a recordar viejo! Con los brazos en alto como un Campeón. Gracias por tus enseñanzas y por inculcarme tus valores. Descansa en paz”, posteó en Instagram su hijo, también llamado Horacio, y que mantiene vivo el legado de Roquiño, apodo con el que se popularizó en sus tiempos de gloria.
Accavallo fue el segundo campeón mundial de boxeo que tuvo la Argentina, en la misma categoría en la que reinó el pionero, Pascual Pérez, la de los moscas. El 1° de marzo de 1966, Roquiño alcanzó la cima en Tokio, al vencer al pugilista local Katsuyoshi Takayama en largos 15 asaltos y se quedó con el cinturón de la Asociación Mundial de Boxeo. Inmediatamente, Accavallo se convirtió en un ídolo en todo el país, en tiempos en el que este deporte competía mano a mano con el fútbol en cuanto a popularidad.
El menor de cuatro hermanos, Accavallo nació el 14 de octubre de 1934 en Buenos Aires, pero se crio en Villa Diamante, que por entonces era una zona muy pobre y marginal de la ciudad de Lanús, a pocos pasos del Riachuelo. Sus padres eran inmigrantes y analfabetos: su papá, Roque, había llegado de Potenza, Italia; su mamá era de Galicia, España. Vivían de lo que encontraban en los basurales de la Quema. Así se crio Accavallo, revolviendo entre los desechos para hallar lo que le permitiera sobrevivir. “De chico, en mi casa, mi viejo se despertaba con un frío terrible a las 4 o 5 de la mañana. Íbamos a juntar cosas a la quema. Mi Dios… a los 15 no sabía qué hacer para irme de casa”, dijo alguna vez, con su particular y atronadora voz cascada.
A los 14 años, con unos pesos que había juntado, se compró un carro tirado a caballos. Juntó botellas, cartones, fue malabarista y saltimbanqui… Hizo de todo para sobrevivir, pero fue el boxeo el que captó su mayor energía y en el que vio la luz para salir de la miseria. “Después me independicé y me fui a trabajar al circo como trapecista. Y además el dueño llamaba a dos o tres personas del público para pelear conmigo. Imaginate, yo era chiquitito, tenía 14 años. Y peleaba contra dos o tres”, recordó hace unos años en una entrevista con los periodistas Chiche Almozny y Juan José Moro.
Su primer auto fue un Chevrolet Campeón de 1928. “Era un camioncito, que le decían campeón porque no se paraba nunca”, explicaba. Al tiempo que iba prosperando como recolector y también en su trabajo en el circo, se dio cuenta de que tenía condiciones para el boxeo. Justo en ese momento, se instaló un gimnasio en Villa Diamante. Y allí comenzó su romance con los guantes. “Ahí me di cuenta de que era Gardel con guitarra eléctrica”. Accavallo llegó por primera vez al gimnasio fumando unos cigarrillos Brasil. La primera vez que hizo guantes, le pusieron tres sparrings. “Barrí a los tres. Era la ventaja de ser zurdo”. Justamente, su condición de zurdo al principio le jugó en contra: “Lázaro Koci -encargado del gimnasio del legendario estadio- me echó porque era zurdo”. Cuando Tito Lectoure tomó las riendas del Luna Park, Accavallo volvió, de la mano de Héctor Vaccari, su manager de siempre.
Zurdo natural, desarrolló una notable carrera como pugilista amateur, a tal punto que el nombre de José Puciano se hizo conocido porque fue el único que pudo vencerlo. En 1956 se hizo profesional y dos años más tarde, por gestión del periodista Simón Bronenberg partió a Italia a desarrollar su carrera de la mano del manager Umberto Branchini. Allí hizo una decena de combates y sufrió la primera de las únicas dos derrotas de su carrera rentada, frente a Salvatore Burruni.
A su regreso, inició el camino para recuperar la corona mundial de los moscas que le habían quitado al mendocino Pascual Pérez. En 1961, ganó los títulos argentino (ante Carlos Rodríguez) y sudamericano (ante Júpiter Mansilla), y recorrió el país a pura victoria y generando poco a poco un público que comenzó a prestarle atención.
La epopeya de Tokio lo catapultó a héroe nacional. Ya con el cinturón de campeón mundial, lo defendió exitosamente en tres ocasiones, dos ante el japonés Hiroyuki Ebihara y una ante el mexicano Efrén Torres. “A Japón fui a pelear casi gratis, no gané nada”, recordaría años más tarde. Una exageración, aunque es cierto que la bolsa de la pelea con Takayama fue irrisoria, teniendo en cuenta los montos que hoy se manejan: 10.000 dólares. “Como yo tenía tres managers, les daba el 10 por ciento a cada uno. Entonces me quedaron siete mil dólares. Me los puse en el bolsillo del saco y dormí en Tokio con el saco puesto cuatro días seguidos para que no me robaran”.
Fanático de Racing, su momento cumbre coincidió con la época más gloriosa de la Academia, con aquel equipo de 1966 dirigido por José Pizzuti que ganó la Copa Intercontinental.
La consagración en Tokio
En aquellos años, no había categorías intermedias, por lo que mantenerse en los 50,700 kilos, el límite de la categoría mosca, se le hizo un suplicio. El 2 de octubre de 1968, poco más de un año después de su última pelea y aún en poder del título mundial, en una conferencia de prensa realizada en una concesionaria de autos de Lomas de Zamora, anunció su retiro. Lo hizo un mes antes de su compromiso ante el brasileño José Da Silva. Accavallo era pesado para los moscas y pequeño para los gallos. Vio que su carrera estaba hecha y decidió dar un paso al costado. Como campeón mundial.
La popularidad ganada, sustentada en su gran simpatía y don de gente, nunca se perdió. Por el contrario, mientras surgían nuevos ídolos boxísticos, como Nicolino Locche o Carlos Monzón, Accavallo disfrutaba por un lado de su costado de ícono. Como cuando participó como actor en un sketch de Viendo a Biondi, el programa más visto del momento. Y también desarrolló su arista empresarial: tuvo depósito de metales, fruterías... hasta que se consolidó con varios locales de productos para el deporte. Tanto sacrificio había dado resultado.
Su desopilante actuación junto con Pepe Biondi
Su hijo Horacio Onofre es quien se encargó de sostener la leyenda, sobre todo en estos difíciles últimos años en los que el gran campeón estaba siendo vencido por una enfermedad impiadosa. Un libro sobre su vida y productos que reflejan su imagen son parte del proyecto que en Instagram se encuentran en @elcampeonha.
Las nuevas generaciones pudieron reecontrarse con su figura a mediados de los 90, cuando el grupo punk 2 Minutos -oriundo de Valentín Alsina, muy cerca de donde se crio el excampeón mundial- utilizó su voz para inmortalizar una frase (“No me bajés los brazos, pendejo”), prólogo de una canción que homenajeaba a los grandes campeones argentinos de boxeo, entre ellos el propio Accavallo: “Piñas van, piñas vienen”.
El 9 de junio de 1998, sufrió el golpe más duro de su vida, del que nunca pudo recuperarse: la pérdida de Silvana, una de sus cuatro hijos, que murió atropellada por una camioneta en una esquina de Parque Patricios. “A mi papá eso lo derrumbó. Entró en un estado de depresivo, que pudo haber acelerado el alzheimer”, comentó Horacio Onofre al sitio Izquierdazo Box.
Cuando en 2002, de la mano de Esteban Livera, sobrino del recordado Tito Lectoure, el boxeo volvió al Luna Park, Accavallo solía frecuentar cada velada en el templo. Siempre impecable, con traje y corbata, dispuesto a la charla amable y verborrágica. Explicaba entre pelea y pelea cada golpe con marcado histrionismo. Y no escatimaba una sonrisa ante cada saludo de sus viejos admiradores. Amaba tanto al Luna Park como el estadio lo amó a él. Y, por supuesto, a Tito Lectoure: “Yo a Tito lo quiero mucho, y también a su tía, Ernestina. Ellos hicieron mucho para que yo fuera campeón del mundo. Y nunca le sacaron un peso a nadie”, recordaba.
La última foto
El fallecido historiador de boxeo Julio Ernesto Vila le preguntó alguna vez a Accavallo si, de haber tenido un mejor pasar económico, se hubiera dedicado igualmente al boxeo. “¡Ni loco! Imaginate que si en vez de tener que cirujear por allí toda mi infancia, hubiera tenido a mi mamá que me llevara al colegio con aquel moñito azul de nuestros tiempos cuando iban los chicos a primero inferior. Me habría dedicado a los negocios, que es lo que al final hice”.
De la miseria de la quema a ídolo popular. Ese fue el destino de Horacio Accavallo. En el Día del Boxeador Argentino, Roquiño, uno de los más grandes boxeadores argentinos de todos los tiempos, recibe las 10 campanadas en su honor.
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