El artista que supo flotar sobre el ring

Dos de los máximos poetas del tango, Cátulo Castillo y Celedonio Flores, decidieron dejar de ser boxeadores cuando resignaron sus oportunidades de representar a la Argentina, en los Juegos Olímpicos de París 1924. Escribieron, a partir de entonces, las letras más conmovedoras de nuestra música ciudadana. Idearon personajes de ficción fabulosos, algunos villanos y otros celestiales, que animaron sus obras. ¡Fue una pena que ellos, hombres del ring y la cultura, no pudieran ilustrar, con sus glosas y su visión, la vida del gran Gustavo Ballas! Un boxeador que tuvo en sus manos el último tiempo glorioso del Luna Park y, años después, el amarillento titular de la prensa, cuando a los 38 años parecía hundirse en un pacto con el diablo y ahogarse en lo más bajo. Seguramente, ellos lo hubiesen pintado de un modo magistral.

A los 23 años, en 1981, se convertía en campeón mundial con un estilo brillante, emergente de un ensayo perfecto de su maestro, Paco Bermúdez, en Mendoza; con la elegancia de Cirilo Gil, el talento de Nicolino Locche y la habilidad de Jorge Aconcagua Ahumada, recreadas para su formación. Con 52 kilos y piernas de bailarín clásico, que jugaban el ring como pocos podían hacerlo. Un jab izquierdo que adosaba el calificativo de bonito, para su descripción, y con variantes de ganchos y cross, que jamás necesitaron fuerza y potencia para dañar al adversario. Parecía una marioneta sincronizada, que descansaba en las sogas contra el riesgo de los golpes de los rivales, que siempre eran, físicamente, más fuertes que él.

Gustavo Ballas fue un artista del ring. Ideal para las funciones del sábado por la noche en el centro de aquel Buenos Aires. De la caminata por Lavalle hasta el Luna; de los restaurantes de la calle Corrientes y los cabarets del bajo, que ya no quedan. Fue, junto con Santos Laciar y Sergio Palma, integrante de un trío de jóvenes campeones del mundo simultáneo, que modificó el agobio con el cual, antes, los púgiles argentinos combatían por la corona máxima.

Perdió el título en su primera defensa, ante el panameño Rafael Pedroza, y no hizo historia como campeón supermosca (AMB), pero sus tres temporadas maravillosas en el escenario metropolitano (1979-1980-1981) fueron un motor que generó el lucimiento general: del boxeo, por contarlo como su gran exponente; de los relatores radiales, como Osvaldo Caffarelli, Bernardino Veiga y Ricardo Arias, que musicalizaban sus maniobras; de los comentarios del Gordo García Blanco y Ulises Barrera, y de las crónicas y opiniones de LA NACION y Clarín, en las competencias diarias que mantenía Carlos Losauro con Horacio Pagani. En total, su campaña abarcó quince años, con 105 triunfos en 120 combates.

El cordobés de Villa María, supo salir del ocaso de la vida como lo hacen los boxeadores sabios: escuchando con inteligencia la cuenta de protección, con una rodilla en tierra. De a poco se levantó, se superó y emergió del infierno. Se consagró como un hombre de bien, cualidad no incluida en su título mundial. Se preocupó por el prójimo y por las pestes del siglo XXI. Se esforzó, estudió y se preparó, dejando su mensaje por todo el país. Quien esto escribe fue testigo, después de una de sus charlas sobre adicciones, del pedido, una súplica, que le hizo una madre desesperada : “Por favor, doctor, ayúdeme con mi hijo”. Ballas, respiró entonces, profundamente, como en sus tiempos de boxeador.

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