Su rincón en el mundo es Constitución. A un par de metros del pequeño cuartito que utiliza como oficina –en pleno andén– se encuentra la precaria casilla de madera que le sirve de gimnasio, donde Omar Alegre forja a los golpes su nueva utopía. Un ring con cuerdas deshilachadas, dos bolsas, un punching-ball, un espejo y varios complementos son los testigos diarios de la pelea imaginaria que el hombre tiene con su propia sombra. Sobre las improvisadas paredes construidas con tarimas viejas, cuelgan varios afiches de boxeadores.Allí, entre la precariedad y la calidez, tuvo su jornada consagratoria el pasado 29 de julio. Viciado de irregularidades, Manotazo le ganó por puntos al ignoto Enrique Zúñiga y se proclamó campeón de una nueva entidad llamada Consejo Internacional de Boxeo, que –sin personería jurídica– se arroga la potestad de fiscalizar el pugilismo en el país paralelamente a la fidedigna Federación Argentina de Box. Según informó el sitio especializado www.planetaboxing.com.ar, el combate se realizó en el andén Nº 10, donde parten los trenes a Mar Del Plata, a la vista de cientos de usuarios que esa tarde esperaban tomar las formaciones del ferrocarril Roca a distintos lugares del sur del conurbano.
A juzgar por los hechos, la historia del título que obtuvo Alegre es digna de un sketch de Diego Capusotto, con quien compartió pantalla entre los años 1999 y 2002. Carece de seriedad. Sin embargo, detrás de la postal de campeón, hay un trasfondo más oscuro y riesgoso que merece ser advertido. Este tipo de programas emergentes transgreden el reglamento y las normas mínimas de seguridad que requiere la práctica profesional de boxeo. Además, la mayoría de los protagonistas son aficionados con escasos o nulos antecedentes boxísticos, púgiles suspendidos por la FAB por bajos rendimientos o verdaderos probadores entrados en años y kilos.
"La FAB tiene mucha burocracia para que nosotros trabajemos. Es una injusticia dejarle porcentajes de nuestras bolsas a promotores si somos nosotros, los boxeadores, los que nos subimos al ring a dejar la salud a golpes", se queja Alegre, quien hizo su última pelea con licencia FAB el 12 de marzo de 1994, contra un ascendente Raúl Pepe Balbi, que siete años después, tras destronar en el Palacio de los Príncipes de París al francés Julien Lorcy, se consagró campeón mundial liviano AMB. Desde entonces, el peregrinaje boxístico de Alegre se perdió en ruinosos rings del conurbano a expensas de alguna moneda que ayudara a parar la olla para sus siete hijos. Detrás de la organización del ignoto Consejo Internacional de Boxeo está Daniel Gorena, un experto talabartero que supo fabricar cinturones mundiales para organismos prestigiosos como el Consejo Mundial de Boxeo y, paradójicamente, la FAB. "Nosotros tratamos de darle una mano a los boxeadores que están proscriptos por la Federación. A diferencia de los otros pseudo-organismos que solo les interesa el negocio, tenemos un rol social. No soy un advenedizo en el mundo del boxeo, llevo más de 20 años en esto y sé cómo puedo darle a Omar un retiro digno", alimenta Gorena, que parece minimizar la precariedad de las programas y la integridad física de los boxeadores que combaten en su entidad.
En la Argentina, los combates que se organizan sin la intervención de una entidad deportiva autorizada son castigados por el Código Penal bajo la figura de riña. Lamentablemente, más del 60 por ciento de las peleas que se organizan hoy en territorio nacional son fiscalizadas por entidades carentes de personería jurídica, convirtiendo al pugilismo vernáculo en un verdadero tráfico de carne humana.
La historia detrás de la historia
Es un hijo del esfuerzo y las limitaciones. También de la lucha y los pequeños sueños. Sin la gloria de los campeones mundiales, pero con el silencio y la necesidad que distingue a los verdaderos obreros del ring, Alegre es un optimista del boxeo. Hoy, a los 57 años, lejos de sus épocas de esplendor y con el cuerpo curtido entre castigos, cree que todavía tiene algo más para dar en un deporte impiadoso con la salud. Su apuesta riesgosa no tiene berretines de grandeza, es contra su propio destino. "Mi cuerpo y mi mente me exigen boxear; yo soy boxeador. Es la mejor manera de sentirme pleno", admite Omar, sentado en una desvencijada silla del sector de encomiendas del ferrocarril Roca, en Constitución, donde recibe a LA NACION y echa a rodar la película de su vida.
La fábula de Dinamita Alegre, como se lo conoce en el boxeo, tiene ribetes risueños. Nació en Chaco pero de pibe emigró a Buenos Aires con la esperanza de escaparle a la pobreza. Se metió a boxear por necesidad y comenzó a soñar con ser como Carlos Monzón. Sin embargo, su ímpetu le dio para llegar a ser un buen probador, pero no para las grandes citas en el ring. Entonces, encontró la popularidad de manera inesperada, cuando le llegó la oportunidad para protagonizar a "Manotazo Fernández", el boxeador que se sentía mujer en el ciclo televisivo Todo por dos pesos, programa humorístico de Fabio Alberti y Diego Capusotto, en 1999. Trabajó de extra en varias películas, ofició de personal de seguridad, fue cartonero y, desde hace 30 años, se gana la vida como maletero en la estación de trenes de Constitución. En definitiva, su mundo es ése. "Yo camino a cualquier hora y nadie me toca, la vagancia me respeta, me tiene afecto. Si me vienen a joder les digo ‘loco, tocá que está todo piola’. Sé muy bien los códigos de la calle", comenta.
Se siente a gusto cuando alguien se acerca a pedirle un autógrafo. Porque para todo el mundo, sigue siendo Manotazo, aunque para sus amigos es Dinamita. Disfruta de esas pequeñas dosis de una popularidad que le brindó la televisión y que, pese a que pasaron muchos años de sus actuaciones, el reconocimiento persiste. "Actuando se gana buena moneda, pero lo más lindo es la gratitud. Yo soy villero, poco culto, pero siempre usé pañuelo para limpiarme la nariz y dialogar con la gente", reflexiona Omar, quien se asegura ser el creador de la frase "jamón del diome", que siempre acompaña con un gesto típico sobre su pera.
El periplo boxístico de Alegré comenzó a los 23 años. Sin plata para darle de comer a su hijo, realizó su primer combate a cambio de un litro de leche. "No tenía idea de lo que era boxear. Mi cara era el paragolpes de las piñas del rival", recuerda. Sin embargo, su buen estilo y el porte físico parecido a Monzón despertaron el interés de Tito Lectoure, quien en 1986 lo hizo debutar oficialmente en el Luna Park. "Tuve la dicha de pelear con publicidad en el pantalón y vestirme con ropa Adidas; en ese momento me sentía como un campeón del mundo", admite con nostalgia Manotazo, que en la octava pelea resignó su invicto y pasó de ser de promesa a simple probador de figuras ascendentes, quedando con un récord de 12 triunfos, 24 derrotas y tres peleas sin decisión.
Omar Alegre, ajeno a los riesgos, trata de darle pelea a su destino. Parece pleno, desenfadado, triunfal. Todos sus sentidos lucen intactos. Solo que los irremediables 57 años que van sumando su vida se le alojaron en el alma del boxeador y el tiempo, silenciosamente, parece estar jugando con sus ilusiones.
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