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¿Y si los enviamos a reperfilar la deuda con el Fondo?
Cuando hubo déficit contable y un intenso tufillo a chanchullos en la Confederación Argentina de Básquetbol, se volvieron Oficina Anticorrupción. El que hoy lidera este grupo en la cancha y fuera de ella encabezó una petición ante las autoridades: una inmediata renuncia. La consiguió.
Él, y muchos de su generación anterior (la dorada), y muchos de la actual (se verá qué nombre termina recibiendo), fueron y son las exportaciones que facilitan un superávit, o aminoran un saldo en rojo, en la balanza comercial del básquetbol celeste y blanco, contra las numerosas importaciones que realiza la Liga Nacional.
El PBI de su deporte, y el del deporte argentino en general, crecieron a partir de la enorme producción de estos trabajadores calificados. Que, de alguna manera, protagonizaron una fuga de talentos tomando la salida de Ezeiza, pero que devuelven mucho de eso que les otorgó capacitarse en su país. Aquí se formaron hasta estar listos para hacer el máster en el exterior, convocados por grandes instituciones de los mercados más desarrollados del planeta.
Los más renombrados prestigian su nación ante los ojos del mundo, y allí adonde van son embajadores. Nadie tiene algo por reprocharles. A los diferendos los resuelven como corresponde: dentro de las reglas.
En su patria decían que con fulano iban a Kosovo, a Irak. A priori, sus fuerzas armadas no parecen tan poderosas, e incluso el propio general, el que se viste de DT, admite que le falta caballería, que la zona pintada no es una fortaleza de su tropa y que por eso tiene que arreglárselas con otras armas. La estrategia y el coraje suplen toda carencia.
Los recursos no son infinitos –nunca lo son–, pero ellos los optimizan. Distribuyen la riqueza, pero hacen lo más importante: generarla. Se preparan para ser mejores. Se reinventan si los adversarios les tienen tomado el tiempo. Incorporan variantes. Plantean condiciones de trabajo exigentes –autoexigentes–, y la productividad retribuye holgadamente las inversiones. Las normas son iguales para todos y se las cumple. Y los más importantes dan el ejemplo antes que nadie.
Muestran cómo el bienestar físico repercute en el rendimiento. Dejan en claro los beneficios de alimentarse bien, entrenarse bien, descansar bien. Cuando hace falta, son tratados y curados por estupendos profesionales de la medicina, a los que obedecen sin chistar.
No existen las jubilaciones de privilegio. Los que reciben algo después de retirarse gozan de reconocimiento sin afectar las arcas públicas de su deporte, las de la Confederación. Alguno de los que ya dejaron de ser activos está en el Salón de la Fama de FIBA; a otro lo honraron colgando su camiseta del techo de un estadio de NBA. Varios se recibieron con honores en sus Harvard, habiéndose criado –a toda honra– en La Matanza. Y mientras tanto, los que están haciendo ahora sus aportes, los plateados, acopian ganancias en forma de trofeos, grupales e individuales.
En el ranking de FIBA, sus bonos se cotizan invariablemente altos. El seleccionado puede no estar entre los más atractivos para los que ponen unos dólares por ahí, pero el riesgo siempre es bajo. Y si hay dudas sobre la capacidad de pago, se despejan en seguida. Siempre se honra el compromiso. Y a veces, por demás.
No hay cuentas pendientes con la justicia. A algún dorado, hace muchos años, lo frenaron alguna vez por conducción en estado de ebriedad, sí. Admitió el error, pidió disculpas y nunca más pasó. Con él ni con ningún otro.
Diferencias internas hubo en su momento –nunca deja de haberlas en los grupos numerosos que se juegan algo importante–, pero ellos no las llevaron al plano público ni abrieron la boca para desestabilizar al que no les caía bien. Hubo, sí, alguna frase fuerte de uno contra otro, pero nadie incendió nada para llevar agua para su molino.
Contrariamente, son un modelo sustentable. Los chicos los miran y quieren copiarlos como deportistas, mientras a la vez absorben su conducta, sus agallas, su unidad, su preparación, su alegría. Hasta en algunas escuelas se pusieron a mirarlos por televisión en estos días. Clase magistral.
* * *
Si solucionaron el déficit fiscal, si combatieron contra la corrupción, si favorecen la balanza comercial, si retribuyen a su nación la formación recibida en ella, si mejoran las relaciones exteriores, si con un corto presupuesto de defensa soportan los combates más duros, si optimizan los recursos, si tienden a la generación de la riqueza, si priorizan la salud, si cuidan el erario público y no viven de él, si mantienen bajo su riesgo país, si otorgan seguridad financiera y jurídica, si cumplen las normas, si son unidos y evitan las grietas, si educan con su comportamiento, dan ganas de pedirles que se presenten el 27 de octubre.
Pero esto es una metáfora, claro, y esto es apenas –y nada menos que– deporte. Administrar un país es exponencialmente más difícil, por supuesto. Sin embargo, hay que exigir que quienes sí lo hacen, y quienes aspiran a hacerlo, aprendan de estos meros deportistas. Que los copien. Con que lo hicieran por unos cuantos años –varias décadas serían demasiado pedir–, con que lo hiciera también el ciudadano común, la Argentina podría ganar una membresía en un G-10, un G-7. Con varios títulos de campeón. En justicia, educación, economía, seguridad, salud. Los que más importan.
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