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Mundial de básquet. La esencia de Sergio Hernández y sus potros salvajes
Allá por la temporada 1992/93, en la Liga Nacional, hubo un equipo que revolucionó el juego. Con un plantel de bajo presupuesto y muchísimos juveniles. Sport Club, de Cañada de Gómez, tenía una frescura que lo hacía muy atractivo. Era un grupo de chicos que jugaban con desparpajo. Que echaron por tierra cualquier tipo de pronósticos y se metieron entre los mejores cinco equipos del torneo, aunque para algunos era candidato para irse al descenso (finalizaron quintos). Alejandro Montecchia, Daniel Farabello, Gabriel Díaz, Maxi Ariel Reale, Mauricio Hedman… Los pibes de Sport. Fueron la gran sorpresa y se esperaba mucho de ellos. Algunos tuvieron carreras brillantes, otros no pudieron ir más allá de aquel mote de revelación. El líder de todos ellos era un muchacho de 29 años, edad inusual para el puesto de DT. La idea de Sergio Hernández estaba en cada acción de ese conjunto maravilloso. Ganó su primer premio al mejor entrenador ese mismo año.
El Mundial de China 2019 coronó a España como un formidable campeón, pero en la historia quedará, también, la explosión argentina. Por lo imprevisible de su crecimiento, por la energía y el estilo jovial con el que aplastó a varios de los mejores equipos del planeta. Jugó exactamente como lo imaginó Hernández. Fue un equipo modelado ciento por ciento por sus manos. Un mérito gigante. Porque hasta ahora había conducido la continuidad de la Generación Dorada, una formación que fue iniciada por Rubén Magnano y que luego tuvo vuelo propio en la jerarquía de sus integrantes. Este equipo es todo de Hernández. "No sé qué hiciste, pero me encanta", bromeó Manu Ginóbili con él luego del triunfo en semifinales contra Francia.
Hay que ponerse en el lugar del técnico. Para una persona que sabe que puede tener el control total del equipo, es muy difícil aceptar que, si bien su posición será importante, adelante están Ginóbili, Nocioni, Scola, etc. En sus experiencias anteriores, no era el único que tomaba las riendas. Sabía que eran muchos los que conducían y debía consensuar. Ahora fue todo de él. Y el resultado fue estupendo, igual de exitoso. Doble mérito por la adaptación. Por si alguien creía que le faltaba rendir algún examen, ser recibió como uno de los mejores entrenadores del planeta.
La decisión del técnico de llevar a los 12 jugadores a los Juegos Panamericanos encendió la chispa que faltaba para dar el salto que tanto se esperaba. Fue un riesgo, porque los sometió a dos meses de concentración y un desgaste enorme. Pero aunque se trató de un torneo menor, este grupo había perdido sus dos finales anteriores. El mismo Hernández tenía pendiente el oro en la selección. Necesitaba sentirse ganador. Aunque ya había ganado el bronce en Pekín 2008, que es muchísimo más valioso que el oro en Lima, este primer puesto fue una caricia al alma de Hernández y ayudó a forjar la identidad de sus dirigidos.
Ya en el Mundial, el grupo inicial supuestamente sencillo (en realidad no lo era tanto), edificó la confianza necesaria para las siguientes etapas. Nigeria y Rusia fueron dos rivales durísimos. Y la prueba de que el grupo no fue fácil está en que más adelante, cuando jugaron con rivales de mayor jeraraquía, le ganaron a Polonia, Serbia y Francia con mayor contundencia que a los adversarios de la primera etapa.
Cada eslabón del torneo fortaleció el carácter del equipo, aumentó la confianza. El grupo tiene una química muy buena fuera de la cancha. Cuando trasladaron esas sensaciones al juego, entraron en una inercia que los ubicó en un lugar inimaginable. Luis Scola aún dice que él esperaba que esto ocurriera. Puede ser, pero nadie más lo vio venir. Los cuartos de final y la clasificación a los Juegos Olímpicos hubiera sido un contrato que el plantel firmaba con los ojos cerrados antes de empezar el certamen.
Un posible ejercicio después de semejante torneo, es proyectar. Pensar en lo que viene, mirar más allá. ¿Cómo llegará la columna vertebral este equipo para la próxima cita? Ya sin Scola, en el próximo Mundial todos estarán más maduros, pero todavía vigentes: Facundo Campazzo (32 años), Luca Vildoza (28), Nicolás Laprovittola (33), Nicolás Brussino (30), Gabriel Deck (28), Marcos Delía (31), Máximo Fjellerup (25), Tayavek Gallizzi (30), Agustín Caffaro (28) y Lucio Redivo (29). A ellos se sumarán seguramente Leandro Bolmaro y Francisco Caffaro (ambos tienen apenas 19 años).
Las diferencias con la Generación Dorada
Aquí hay diferencias notables con la Generación Dorada, que en 2002 logró la misma medalla de plata. Es muy difícil creer que cuatro o cinco de estos jugadores pueden triunfar y ser líderes de sus equipos en la NBA, por ejemplo, como pasó con la camada anterior. Aunque pueden surgir otros, eso nunca se sabe.
Pero aparte, la forma de vida de estos chicos es distinta. Hay una línea de conducta que tomaron de sus antecesores y que se mantiene intacta: los valores, el respeto el entrenador, por los rivales, por la camiseta argentina. El sacrificio, el deseo de ganar, la pasión por el básquet. Pero son diferentes. Ni mejores ni peores. Es otra cultura, otra sociedad. Aquellos podían planificar con mucha anticipación lo que tenían en mente para su futuro. Estos chicos necesitan vivir el presente, nada más. Y cada desafío se resolverá según cómo lo decidan ante las necesidades de cada momento. Cargarlos hoy con responsabilidades innecesarias respecto de las exigencias deportivas sólo los conduciría al fracaso.
"Siento que en el básquet actual los entrenadores no queremos que los jugadores piensen mucho. A veces parece que cuando tienen que poner demasiado en la cabeza pueden empezar a dudar. Por eso es más común ver equipos que tiran en siete u ocho segundos de posesión. Que necesitan generar un quiebre en la defensa rival muy rápido y luego tomar decisiones apenas se presenta la oportunidad", contó Hernández en una charla con alumnos de una escuela de periodismo el año pasado.
Hernández ya tiene 55 años y pasaron 26 de aquel comienzo en Cañada de Gómez. Pero mantiene su espíritu jovial, interpreta las necesidades de estos chicos y las traslada a la cancha del mismo modo que lo hizo en aquella primera experiencia de la Liga. "¡Volvemos como caballos!", le gusta decir para figurar el esfuerzo defensivo que quiere de sus hombres en el parquet. Si son potros salvajes, sabe que puede tratar de domarlos, pero tampoco demasiado. El compromiso para con el equipo ya lo asumieron hace tiempo. Adentro de la cancha sólo hay que dejarlos galopar en libertad.
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